Las señoras rieron, tapándose la cara con los abanicos.
—¡Qué lengua, qué lengua tiene usted, Suárez!
—No me sirve más que para decir lo que es cierto. Las niñas de Madrid me hacen el efecto de sombras chinescas. En ustedes encuentro seres visibles, palpables... y hasta confortables.
Marta observó que la bujía de un candelabro se estaba concluyendo y que iba a hacer estallar la arandela de cristal. Se levantó y fue a apagarla con un soplo. Después, al sentarse nuevamente, lo hizo en sitio distinto.
El pianista terminó sin novedad su sinfonía. Las conversaciones cesaron de golpe. Algunos batieron las palmas y otros dijeron: «¡Muy bien, muy bien!» Ninguno le había escuchado. El pianista se creyó indemnizado de sus fatigas, y asomando la cara ruborosa por encima del piano, dio las gracias a la sociedad con sonrisa triunfal. Un joven que traía el pelo sobre la frente al estilo de los elegantes de Madrid aprovechó este momento de felicidad para obligarle a tocar un vals-polca.
Desde los primeros acordes se pudo notar extraordinaria agitación en la juventud de las puertas, que se enervaba a ojos vistas por la falta de ejercicio. Algunos empezaron a meterse los guantes apresuradamente; otros se aliñaron los cabellos con la mano y apretaron el nudo de la corbata. Uno preguntó con voz alterada:
—Es mazurca, ¿verdad?
—No; es vals-polca.
—¿Cómo vals-polca?
—¿No lo estás oyendo?
—¡Ah, sí, es verdad! ¡Pues, señor, ese bruto del piano se empeña en que yo no baile con Rosario esta noche!
Todos parecían inquietos y nerviosos como si fuesen a entrar en fuego. Los más atrevidos salieron con paso rápido al medio de la sala y se acercaron a las jóvenes, disimulando su emoción con una sonrisa petulante. Cuando la señorita invitada se levantaba para apoyarse en su brazo, empezaban a sentirse dueños de sí mismos. Otros menos osados daban tres o cuatro chupadas intensas al cigarro, despidiendo el humo hacia el pasillo, y, después de arrojar la punta, se dirigían pausadamente hacia alguna joven de las menos agraciadas, que les pagaba su atención con una sonrisa henchida de promesas amables. Los más cobardes forcejeaban con los guantes buen rato y concluían por rogar a algún señor grave que les abrochase los botones. Terminada la operación y al disponerse a bailar, se encontraban con que no había ninguna muchacha sentada. Entonces se resignaban a bailar con alguna mamá.
Una en pos de otra, todas las parejas rompieron el baile. Marta permaneció sentada. Dos o tres pollastres habían venido muy almibarados y dándose aires de protección a invitarla, pero les contestó que no sabía bailar. El motivo verdadero de la negativa era que a su padre no le gustaba que empezase tan niña a figurar en sociedad. Quedose, pues, mirando atentamente cómo daban vueltas los demás. Sus grandes ojos negros se iban posando con plácida expresión sobre cada una de las parejas que por delante de ella cruzaban. Algunas le interesaban más que otras, y las seguía con la vista. Las actitudes, los movimientos y la traza de ellas eran tan distintos que ofrecían estudio curioso. Un joven largo y delgado doblaba cuanto podía el espinazo para abrazar a una señorita diminuta que se empinaba sobre la punta de los pies. Una dama ajamonada y obesa se apoyaba lánguidamente sobre el hombro de un muchacho, embadurnándole la levita con el blanco cera de Circasia. Algunos, como Isidorito, no llevaban compás de ninguna clase, y pisaban con frecuencia a sus parejas, que concluían por declararse fatigadas y pedir tregua. Otros lo marcaban con fuertes taconazos, estropeando la alfombra. A éstos les miraba Marta con cierta mala voluntad de ama de casa. Al cabo de un rato los rostros empezaron a reflejar el cansancio, poniéndose rojos o pálidos, según el temperamento de cada uno. Con la boca entreabierta, las mejillas inflamadas y la frente cubierta de sudor, no ofrecían otra expresión que la de la estupidez más cumplida. En un principio habían sonreído y hasta habían dejado escapar de sus labios alguna palabra galante; pero muy pronto cesaron las galanterías y se apagó la sonrisa. Todos concluyeron por brincar graves y silenciosos, como si una mano invisible descargase latigazos sobre ellos para que lo hiciesen. Marta cerraba de vez en cuando los ojos, y de esta suerte evitaba el mareo que empezaba a acometerle.
Al fin dejó de sonar el piano repentinamente. Las parejas, en virtud del impulso adquirido, dieron otros tres o cuatro saltos sin música, lo cual hizo sonreír a Marta. Antes de sentarse, las muchachas pasearon unos momentos por el salón de bracero con sus galanes, anudando alguna rota e interesante plática. El pianista recibía las gracias efusivas del pollastre del pelo por la frente. Al cabo, las damas fueron sentándose en sus respectivos sitios, y los galanes se replegaron de nuevo hacia las puertas, limpiándose el sudor con el pañuelo. Los que habían bailado con las bellezas de la sala tenían la cara resplandeciente de felicidad y acogían, sonriendo, las bromitas de sus amigos, mientras los que habían apechugado con las feas, un tanto mohínos, ponían por las nubes la destreza en el baile de sus parejas.
El joven del pelo por la frente inició la idea de que cantase don Serapio, y recorrió los diversos grupos del salón haciendo propaganda instantánea y satisfactoria de tan feliz pensamiento.
—Sí, sí, que cante don Serapio.
—Que cante don Serapio, que cante don Serapio.
—¡Señores, por Dios! Estoy sumamente acatarrado.
—Mil gracias, señoras, mil gracias. Quisiera poseer en este momento la voz de un ángel, porque los ángeles sólo deben escuchar a los ángeles.
El piropo produjo excelente efecto en la parte femenina del salón. La parte masculina lo recibió con sonrisas burlonas.
—Siempre hemos tenido gusto en escucharle; ya lo sabe usted.
—Porque siempre va unida a la belleza la bondad. Los rostros son espejo de las almas, suelen decir, y si esto es cierto, ¿cómo no han de ser ustedes benévolas conmigo?
El segundo piropo fue recibido también con risas de complacencia por las señoras. Los hombres continuaron sonriendo malignamente.
—A cantar, a cantar, don Serapio.
—¡Pero si no tengo nada ensayado!... No sé cómo arreglarme para corresponder a tanta bondad... Además, estoy ronco.
Don Serapio se hizo de rogar todavía algún tiempo. Por último se fue acercando al piano rodeado de señoras, a quienes dirigía sonrisas y palabras llenas de almíbar, y terminó por sacar disimuladamente un rollo de papeles de música que traía en el bolsillo interior de la levita. El pianista se hizo cargo al instante de la maniobra, y le ayudó, quitándoselo rápidamente de la mano.
—Don Serapio, va usted a cantar..., va usted a cantar... la romanza Lontano a te—dijo, desplegándola sobre el atril.
—¡Oh, por Dios! Es demasiado sentimental, y estas señoras no están ahora por el romanticismo...
—Al contrario, don Serapio—exclamó una de las señoritas de Delgado—, las mujeres, en esta época de interés y de cálculo, somos las que debemos rendir culto al sentimiento y al corazón.
—¡Siempre tan linda como discreta!—manifestó el cantante inclinándose hasta el suelo.
Comenzó a preludiar el piano. Don Serapio, antes de emitir nota alguna, arqueó repetidas veces las cejas y estiró cuanto pudo el cuello en señal de asentimiento. Pasaba de los cincuenta, aunque las pomadas, tinturas y cosméticos le diesen aspecto de joven a cierta distancia. De cerca, sus bigotes engomados a la perfección no bastaban a compensar las patas de gallo y arrugas de todo linaje que le cruzaban el rostro. Era fabricante de conservas alimenticias y solterón empedernido, no porque dejase de honrar al bello sexo y tenerle en gran estima, sino porque pensaba que el matrimonio era la muerte del amor y sus ilusiones. No había hombre más azucarado y mantecoso en conversación con las