—»Tanto mejor para ti—dijo en tono de broma Carlos, dando en la espalda de Teobaldo con aire de protección.
—»¡Oh! ¡Yo—prosiguió Teobaldo—tengo el presentimiento de que seré siempre miserable! No seré útil a nadie... Los amaré, velaré por ustedes y les daré mi vida... Vean ahí—continuó sonriendo y dándonos la mano,—que mi parte es la mejor, y que de los tres seré el más dichoso.
»La campana del castillo sonó en aquel momento, y nos separamos renovando el juramento de eterna amistad, que el Cielo oyó, y que nuestros corazones ha mantenido.
»Contra la costumbre, y turbando la tranquilidad de nuestra pacífica morada, una numerosa y brillante sociedad acababa de llegar a ella. Era un número bastante crecido de jóvenes señores de las cercanías que, reunidos desde por la mañana para una partida de caza, habían querido descansar de su fatiga en el castillo del duque de Arcos, su vecino.
»Como castellano, mi tío sentíase lisonjeado con esta visita y recibió alegremente a sus nuevos huéspedes; parecía inquieto, y en su orgullo español se apresuraba para ejercer dignamente los deberes de la hospitalidad. Díjome que bajase al salón para recibir a aquellos señores y hacer los honores de la casa. Obedecí, y, al verme, hubo entre aquella multitud, cuyas miradas todas se dirigieron hacia mí, una especie de rumor, el cual no podía explicarme, y que me turbó extraordinariamente. Recibíamos muy pocas veces, y los nobles señores que nos honraban con su visita eran, por lo general, viejos duques y ancianos señores, amigos y contemporáneos de mi tío. Semejante sociedad fijaba poco la atención en mí, y tenían la costumbre de mirarme como a una niña. Durante este tiempo yo había crecido; contaba quince años; era bien parecida, y por el incidente de tan inesperada visita, me convencí de que llamaba la atención mi persona; mis amigos nada me habían dicho, y el efecto rápido y maravilloso que produje en la concurrencia me sorprendió en extremo... Todo, en aquel día, me decía que era linda; y si hubiese podido dudarlo todavía, las exclamaciones que oía a mi alrededor bastaban para disipar mis dudas.
—»Por San... ¡Qué linda es! ¡qué talle de reina! ¡qué hermosos ojos negros! No hay nada mejor en la corte.
—»Yo lo daría todo por ella—dijo un hombre de pequeña estatura y de bigotes negros.
—»Y yo también—agregó una voz ronca que me causó miedo;—todo, excepto mi jauría y mi caballo árabe.
»Estas y otras exclamaciones semejantes se repetían en el salón por veinte personas a la vez, sin que yo perdiera una sola palabra.
»Poco después llegó mi tío; acababa de vestirse con su gran uniforme y el gran cordón de la Orden de Calatrava, e invitó a sus convidados a pasar al comedor.
»Al oír estas palabras, aquellos señores se olvidaron de mí, pues el apetito que tenían, como buenos cazadores, no les permitía pensar más que en comer; en verdad no tenían otra cosa que hacer.
»A los primeros instantes de silencio, sucedió una conversación animada y ruidosa como en el final de una asamblea. Cada cual refería sus proezas en la caza, y después que el vino circuló en abundancia, no hubo medio de entenderse. ¡Qué discursos, Dios mío! ¡Cuánta ignorancia! ¡cuánta fatuidad! Menos mal, cuando estos nobles señores no son más que tontos o fatuos; pero muchos de ellos se distinguían por su grosería y malos modales.
»Aturdida y disgustada de aquella sociedad, parecíame oír una lengua desconocida, que estaba en un mundo nuevo y extravagante, lejos de mi país, de mis amigos a quienes ansiaba volver a ver; antes de que terminase la comida, las frecuentes libaciones habían acalorado los cerebros de nuestros convidados.
—»¡Por esta hermosa joven!—exclamó uno de ellos apurando un vaso de vino.
—»¡Por nuestro huésped el duque de Arcos!—agregó otro.
—»¡Por los jabalíes de estos dominios!—dijo la voz ronca que había oído antes en el salón.
»Este intrépido cazador, el Nemrod de la partida, era un joven de veinticuatro a veinticinco años, de cabellos y bigotes rojos, cuyas facciones, de expresión dura y altanera, hubieran sido regulares si no hubieran estado surcadas por una enorme herida que se había hecho con la rama de un árbol.
—»¡Por los jabalíes de estos dominios—repitió,—y por el que he muerto esta mañana!
—»Te equivocas, Eduardo—respondió uno de los convidados;—ese jabalí ha sido muerto por mi mano.
—»¡No! Lo mató mi bala; yo lo he visto.
—»¡Sí, cuando lo has tocado estaba ya muerto!
—»¡Mientes!
»Su adversario quiso lanzarse sobre él, pero el duque de Arcos se levantó para separarlos, lo que consiguió después de algunos esfuerzos, logrando que la disputa no pasase de allí. Como medida de precaución, acordose la partida, y mientras los convidados se despedían, llamaron a sus domésticos e hicieron ensillar sus caballos.
»Entonces me encontré sola un momento con el terrible Eduardo, el eterno cazador, y me fue fácil conocer que brillaba menos en el salón que en la mesa. El vino de España, que mi tío les había prodigado, debilitó su cerebro, y costole gran trabajo balbucear algunas excusas sobre la escena que acababa de desarrollarse; poco a poco fuese animando, sus ojos se enrojecieron, su andar era menos vacilante, y me dirigió algunas frases galantes y tan expresivas, que consideré prudente retirarme.
—»No tema usted nada—me dijo;—yo parto; pero, noble castellana, espero que tendrá usted a bien conceder a un animoso caballero el beso de despedida.
«Rehusé... pero en vano; y como él insistiese, quise arrojarme a la puerta; pero adivinando mi pensamiento, se interpuso en mi camino y me rechazó bruscamente.
»Fuese a causa del choque brusco que recibí, o por el terror que aquel hombre me inspiraba, vacilé y caí dando un grito de terror.
»En aquel momento apareció Carlos en la puerta del salón, y lanzándose a Eduardo, le golpeó en la mejilla. Este, furioso, echó mano a un cuchillo de monte que llevaba en la cintura, e hirió a Carlos. Yo vi el acero brillar; vi la sangre correr; después no percibí nada, no sentí nada; había perdido el conocimiento.
»Cuando volví en mí, cuando principié a recordar mis ideas, estaba acostada; me encontraba en un gran aposento apenas iluminado, y a la débil luz de una lámpara distinguí dos hombres: uno de ellos, de pie, levantaba mi cabeza y procuraba hacerme beber un líquido que no sabía lo que era; el otro estaba arrodillado al pie de mi cama y oraba.
—»Dios nos ha oído—murmuró en tono bajo una voz que me era conocida, la de Carlos.—Por fin vuelve en su conocimiento, ya abre los ojos.
»Y los dos amigos se abrazaron. Los veía, y no podía explicarme cómo estaba en aquella estancia, en aquel lecho, sin criados, sin ninguna de mis doncellas y no teniendo otros acompañantes que Teobaldo y Carlos.
»Llamé, y nadie acudió; traté de hablar, y se me impuso silencio; pedí que al menos se me permitiese ver la luz del día: pero esto no se me concedió sino al día siguiente, y sólo entonces supe la verdad.
»Carlos fue herido en el brazo, pero su herida no era grave. Una fiebre ardiente se había apoderado de mí; estuve algunos días delirando y me vi atacada de una enfermedad contagiosa, enfermedad que hacía tiempo azotaba el país, y que hería de muerte a todo el que alcanzaba. Al primer síntoma de la aparición de la viruela, el espanto en el castillo fue grande. Mi tío, egoísta y miedoso como todos los ancianos a quienes lo avanzado de su edad les hace amable la vida y que temen perder los bienes que poseen, no quiso verme, y mandó cerrar todas las puertas que daban a mis habitaciones; me hubiese hecho salir del castillo, pero no