Como todas las jóvenes de aquel tiempo, pertenecientes a familias ilustres, Isabel salió del claustro para casarse, y había acogido con alegría los homenajes de Fernando, porque, habiéndole dicho éste que descendía por su madre del Cid, pensaba que con tal origen, la historia de su vida debía encerrar, forzosamente, algunas aventuras interesantes. Pero cuando vio que el descendiente del Cid se limitaba a adorarla con todo su corazón y a decírselo en alta voz, y a pedir su mano a su hermana con el consentimiento de su padre, sus pensamientos románticos disminuyeron considerablemente. Cuando el matrimonio estuvo convenido por ambas partes sin obstáculos, la joven se imaginó que todo esto no había pasado regularmente y que la historia de su vida no estaba completa, que le habían cercenado el primero y más interesante de sus volúmenes; y haciendo justicia a las buenas cualidades de Fernando, veía aproximarse tranquilamente una dicha que nada le había costado.
Pero no sucedía lo mismo por parte de Fernando. Parecíale que el día de su felicidad no llegaría tan pronto como deseaba, y la idea de una dilación le ponía fuera de sí; sin la enfermedad de Juanita y su estado casi desesperado, ya se hubiera verificado el matrimonio. Este mismo hombre, tan apasionado e impaciente, renunciaba a todas sus esperanzas y venía a despedirse de su prometida. En vano Juanita quiso conocer la causa de tan brusca marcha.
—Te ruego que calles—lo dijo Isabel;—te conservaré mi amor a este precio. Te amo, no amaré más que a ti; te seré fiel, te esperaré toda mi vida si es necesario, pero nada digas a mi hermana; éste es mi deseo.
—Y yo deseo que hable—dijo Juanita con dulce voz, reteniendo por la mano a su futuro hermano, que sufría al verse detenido.
Pálido y turbado, Fernando fijó en la enferma una mirada suplicante, oprimido como estaba por un tiránico amor a quien no quería ofender. Se disponía a marchar con su secreto, cuando este misterio fatal e impenetrable fue descifrado y descubierto, contrariando a Isabel, de la manera más natural.
De pronto, presentose en la puerta del salón, como no atreviéndose a entrar, un hombre vestido con una ropilla negra. Este hombre era el señor Manuel Perico, notario real de la ciudad de Granada, y apoderado del duque de Carvajal. Llevaba a la condesa de Pópoli el contrato de matrimonio.
Isabel se estremeció. Fernando se aproximó al notario y quiso arrebatarle los papeles que presentaba a la Condesa; pero ésta se había apoderado de ellos y se apresuró a ojearlos.
—¡Está bien!—dijo después de leerlos;—éstos son los artículos en que habíamos convenido con el señor Duque... El dote que yo aseguro a mi hermana... ¡Ah!—dijo la Condesa sorprendida, y un ligero carmín cubrió sus mejillas, ordinariamente tan pálidas.—¡He aquí unas condiciones que nunca se me habían impuesto! ¿Las conoce usted, Fernando?
—¡Sí, señora!—repuso el noble joven con voz balbuciente;—mi padre me había rogado que hablase a usted de ellas. He rehusado; y como ésta es la condición que pone a su consentimiento, he renunciado al matrimonio. Vengo, pues, a pedirle que dispense a mi padre, y a despedirme de usted.
Al acabar de decir estas palabras, extinguiose su voz; Isabel le tendió la mano con ternura, y Fernando se apresuró a enjugar las lágrimas que no había podido contener.
Entretanto, el señor Perico permanecía de pie con una pluma en la mano y sin atreverse a hablar. Juanita concluyó tranquilamente la lectura del contrato.
Era generalmente admitido en la ciudad el rumor de que la condesa de Pópoli estaba enferma del pecho desde hacía mucho tiempo. Sólo ella sin duda lo ignoraba, porque miraba con indiferencia todo lo que pudiese prolongar su existencia. Sin su consentimiento, y casi a pesar suyo, su joven hermana le prestaba los más asiduos cuidados sin que la Condesa sospechase la causa, queriendo aquélla al menos, si no podía salvarla, ocultarle hasta el último momento el golpe fatal que la amenazaba; porque los médicos de Granada, que pretendían no engañarse, habían anunciado que la Condesa no sobreviviría al otoño, y corría a la sazón el mes de septiembre. El duque de Carvajal, que era un hombre práctico, había añadido al contrato las dos cláusulas siguientes: primera, que la Condesa se obligaba a no volver a casarse; y segunda, que, en caso de muerte, todos sus bienes, tanto de España como del reino de Napóles, pasarían a ser propiedad de su hermana.
—No admitimos semejantes condiciones—dijeron a la vez los prometidos esposos.
—¡Tales condiciones son absurdas e imposibles!—continuó Isabel.—¿Por qué coartar tu libertad de ese modo? Eres joven; debes volver a casarte y dar al hombre que elijas largos años de ventura. En cuanto a tu sucesión—continuó haciendo un esfuerzo por sonreír,—tú eres la primogénita, y por poco que vivamos, espero que moriremos juntas.
Dicho esto, arrancó el contrato de las manos de su hermana, lo alargó a Fernando, el que lo hizo pedazos y los arrojó sobre el tapiz.
Juanita contempló a los jóvenes con una dulce sonrisa, tendió hacia ellos sus manos, y dijo al notario con acento melodioso:
—Señor Perico, tenga usted la bondad de rehacer el contrato como estaba, y tráigamelo mañana... Ahora, déjenos: quiero estar sola con ellos.
El notario salió, y los prometidos esposos cayeron de rodillas a los pies de Juanita.
—Escúchenme—les dijo, después de hacerles levantar;—el matrimonio de ustedes se llevará a cabo, y no me den las gracias—agregó vivamente.—Las condiciones que se me imponen, nada me cuestan. Hace mucho tiempo que me he prometido a mí misma y he jurado a Dios no volver a casarme; cumpliré este juramento. En cuanto a mis bienes, todos aquellos de que yo puedo disponer, los cedo como dote a mi hermana; pero los demás, que son los más considerables, no estoy segura de que me pertenezcan.
Los jóvenes hicieron un gesto de sorpresa, y Juanita continuó lentamente y con voz temblorosa, a causa de la emoción:
—Si se presentase una persona que busco y que no he podido volver a ver, y a quien pertenece toda esta fortuna, aun después de mi muerte, Fernando, será preciso devolverla... ¿Me lo jura? Fío en su honor. Pero si esa persona no apareciese, todos esos bienes serán suyos y de mi hermana.
—Háganos el favor de explicarnos eso—dijo Fernando.
—¡Ah! Es un grande y terrible secreto, que sólo ustedes conocerán... Pero sí, es necesario... es necesario que sea antes de mi muerte, ¡y ésta está muy próxima!... No me interrumpan, pues—dijo la Condesa notando la emoción de su hermana.—Es muy largo de contar, e ignoro si mis fuerzas bastarán. Pero cuando tenga necesidad de descanso, lo diré... e interrumpiré mi relato.
Y haciendo que los dos jóvenes se sentaran junto a ella, la Condesa comenzó en esta forma:
II
«Mi hermana y yo nacimos en el reino de Nápoles, que en aquel tiempo era una provincia de España. Siendo muy jóvenes aún, perdimos a nuestros padres y quedamos bajo la tutela de nuestro tío, el duque de Arcos, del que no pretendo hacer el retrato, porque fue muy conocido. En su juventud, había sido virrey de Nápoles, y su dureza e inflexible rigor causaron la desgracia del pueblo, a quien trataba como esclavo, conduciéndole de este modo a la desesperación, a la rebeldía. Bajo su gobierno ocurrió aquella famosa revolución de una semana, durante la cual el pescador Masaniello fue aclamado rey por el pueblo y asesinado después por el mismo pueblo que le había aclamado. El duque de Arcos, al volver al poder, no fue ni más hábil ni más clemente; redobló sus rigores, a los que él denominaba rigores saludables. Este era todo su sistema político; no conocía otro. El clamor público obligó, por último, al rey de España a darle un sucesor, retirándose el Duque murmurando de la debilidad de un soberano que no le dejaba concluir la gloriosa obra a que había