»Tan grande era el terror que experimentaba al ver acercarse la tempestad, que no acertaba a pronunciar una palabra. Para colmo de humillación, Teobaldo, que acababa de llegar, entró en el salón. Mi tío le informó de lo que se trataba.
—»Hela aquí—dijo, tomando la carta, que Carlos tenía en la mano;—he aquí la discípula de usted, que nos va a leer su traducción. Sígala con el original, y vea si está bien.
»Había dos papeles; me entregó uno y dio el otro a mi profesor, cuya inquietud igualaba a la mía. Teobaldo estaba turbado, pálido. Pero su admiración fue tan grande como la que yo experimenté, cuando fijó su vista en el papel que se me había entregado; la carta del margrave estaba delante de mí legible, la entendía perfectamente.
»Leí en voz alta; y Teobaldo, que atendía, entretanto, al original, no pudo detener más de una vez sus exclamaciones, que mi tío tomaba por muestras de aprobación. Por mi parte, viéndome salvada, y no explicándome este suceso sino por un milagro que mi razón no acertaba a comprender, me preguntaba interiormente:
—»¿Qué ser caritativo, qué hada ha venido en mi auxilio y cuida de mí de esta manera?»
—Pero perdónenme, amigos míos, perdónenme—dijo la Condesa con voz débil.—Estos acontecimientos de mi infancia me han entretenido más de lo que deseaba... y no tengo fuerzas para continuar...
Su hermana, que ya había estado a punto de interrumpirla, le impuso silencio, y alargando su mano a Fernando, le dijo, despidiéndole:
—Hasta mañana.
III
La Condesa continuó su relato, al día siguiente, en estos términos:
»Mi tío había salido del aposento; Teobaldo y yo nos mirábamos aún asombrados del suceso, sin que pudiéramos darnos cuenta de una aventura que creíamos sobrenatural; porque excepto mi preceptor, que acababa de llegar, nadie entendía el alemán en el castillo, incluyéndome a mí, que hacía un año lo estaba aprendiendo.
»Carlos permanecía de pie en un rincón del salón y nos miraba sonriendo; de pronto, dirigiéndose a Teobaldo, dijo:
—»Y bien, querido maestro: ¿no adivina usted que pueda haber aquí otro discípulo, que le debe la dicha de haber sido útil a su bienhechora?
»Teobaldo quedó estupefacto, porque esta frase acababa de ser pronunciada en el más puro alemán. Yo no pude menos de exclamar:
—»¿Cómo, Carlos, esa traducción es de usted? ¿Dónde, pues, ha aprendido?
—»Lo que usted no ha querido estudiar, lo he estudiado yo—nos dijo.
»En efecto, hacía tres años que Carlos asistía asidua y silenciosamente a todas mis lecciones, y las había aprovechado mucho más que yo. Cuando estaba solo y entregado a sí mismo; cuando habían pasado las dos terceras partes del día, empleaba en estudiar los momentos que yo consideraba perdidos en la ociosidad.
»Teniendo entrada a todas horas en mi gabinete de estudio, del que estaba encargado, servíase de mis libros y de mis cuadernos; su aplicación y su constancia le habían hecho un joven mucho más instruido de lo que podía pedirse a sus años.
»El joven, el paje, a quien todos despreciaban en la casa, poseía perfectamente nuestra lengua y varios idiomas extranjeros; conocía la historia y la geografía. No había olvidado la música; y apenas había yo salido, se sentaba al clavicordio; algunas veces, me acuerdo perfectamente, creí, oyendo los sonidos lejanos, que mi maestro se había quedado tocando y que ensayaba todavía.
»Fácilmente comprenderán ustedes, queridos amigos, que después de este descubrimiento, Carlos no tuvo necesidad de ocultarse. Estudiaba con nosotros, en mi compañía. Este acontecimiento había excitado mi emulación, y encontré desde entonces en el estudio un placer que había ignorado hasta entonces.
»Teobaldo sentíase orgulloso de nuestros progresos, de los de Carlos sobre todo, porque su precoz inteligencia concebía con una facilidad asombrosa las cuestiones más difíciles y abstractas. Reunía a una memoria feliz, una concepción rápida, una imaginación ardiente y unos sentimientos nobles y elevados que no nacían en la imaginación, sino en el corazón. Tales eran las cualidades que brillaban en él de una manera notable.
»Teobaldo mirábale con frecuencia sorprendido y me decía en voz baja y con acento profético:
»Créame usted, no será un hombre vulgar; cualquiera que sea el estado o carrera que abrace, llegará a un puesto elevado.
—»Si fuese así—respondía Carlos,—a ustedes lo deberé, amigos míos; y el pobre huérfano no lo olvidará jamás.
»Muy en breve el maestro no tuvo nada que enseñar a su discípulo, que era ya su compañero de estudio. Por mi parte, no podía seguirlos ni llegar a su altura; pero sentíame orgullosa de saber apreciar lo que valían.
»Sus conversaciones eran dulces y amenas: en ellas dejaban ver sus nobles y puros sentimientos; tenían elocuencia fácil, sencilla y persuasiva. En la soledad del viejo castillo, cerca de aquel anciano achacoso y colérico, las horas nos parecían demasiado breves cuando nos encontrábamos en aquel santuario del estudio y de la amistad. A los días indiferentes y tranquilos de la infancia, debía suceder la edad de oro de la juventud, con sus quiméricos encantos, sus grandes ilusiones y su inmenso porvenir. Más sabio que nosotros y ya menos dichoso, Teobaldo era más grave, más reflexivo. Conocía el mundo; es decir, los pesares; nosotros no conocíamos más que nuestro mutuo afecto, la amistad y la dicha.
»Una mañana, brillaba el bello sol de otoño, estábamos los tres en un extremo del parque, hablábamos familiarmente, y Carlos nunca habíase mostrado más gracioso y amable.
—»He soñado esta noche—nos dijo—que yo era gran señor y primer ministro.
—»¿En qué reino?—le interrogué yo.
—»Mi sueño no me lo ha dicho.
—»¿Y qué puesto me daba usted en ese sueño?
—»Usted, señora... era reina.
—»¿Y Teobaldo?
—»¡Confesor del rey!
»A esta broma imprevista lancé una carcajada, y mi alegría excitó la de Carlos. Sólo Teobaldo guardó su compostura, y nos dijo moviendo la cabeza:
—»¡Eso sí que es extraño!
»A estas palabras, nuestra alegría creció de pronto.
—»No se rían ustedes...—nos dijo con gran seriedad y sangre fría.—Debo ser el más razonable de los tres... y soy el más débil y supersticioso... Lo que acaban de decirme me ha impresionado, y a mi pesar no puedo dejar de creerlo.
—»¿Por qué?—le interrogué.
—»Porque he soñado exactamente lo mismo.
»Todos lanzamos un grito de sorpresa.
—»Sí—dijo a Carlos;—yo sacerdote y tú gran señor.
—»¿Y yo?—pregunté a mi vez.
—»Usted, señora, es diferente—me dijo con tristeza;—no estaba con nosotros, nos había dejado, nos había abandonado.
—»¡Ah! Entonces ese sueño no es verdad, no tiene sentido común—exclamé.—Ignoro qué destino nos estará reservado; pero sea el que quiera el mío, juro que nada en el mundo me hará olvidar los amigos de mi infancia.
—»Y nosotros juramos lo mismo—exclamaron los dos a la vez, extendiendo hacia mí sus manos, que