¡Yo sirvo a la gente!
Su trabajo de guarda jurado le hacía sentirse un escalón por encima de los demás.
Para mí ya era tarde, demasiado tarde para renunciar, para desatar lazos ya apretados, para renunciar, para prescindir de Pietro.
Comencé por dolor,
por dolor en el amor,
por amor del dolor,
ahora ya no lo sé.
Escribí amor
y no me di cuenta
más que después de muchas líneas,
cuando el dolor se calmó
cansado y afligido
sobre la palma tensa del corazón.
Y amé.
Sin remordimientos ni reservas,
segura,
en la oscuridad,
de encontrar el dolor,
sólo el dolor.
La cena de gala
Giovanni Percalli, el nuevo administrador de la sociedad que gestionaba la cadena de supermercados donde trabajaba, había decidido ofrecer una cena a todos los trabajadores para darse a conocer y para festejar este nuevo objetivo.
«Yo no pienso, ni por asomo, ponerme de punta en blanco por un tipo que con dinero ha comprado un cargo en una sociedad...»
«¡Pero, Filippo! Estarán todos, hazlo por mí, ¿qué papel haré?»
«¿Papel? ¿Qué papel harás? ¡Tú trabajas en ese supermercado, puede que tú estés obligada a hacer todo lo que te pidan!»
«¿Y si fuese yo la que quiere ir?»
«Escucha, Misia, yo no tengo ganas de ir y además mañana debo cubrir a un compañero, hago doble turno, si realmente quieres ir puedes hacerlo perfectamente sola».
Conversación acabada.
Televisión encendida.
Fin.
Tragándome lágrimas de rabia y de desilusión me metí en un baño de agua caliente.
De fondo el sonido del telediario me acompañaba, exasperándome, en cada habitación.
Cerré a mi espalda la puerta de la habitación y me puse delante del armario para buscar algo que pudiese servir para presentarme en la cena.
* * *
La sala de reuniones estaba ya llena de colegas y de otras personas que no conocía.
El servicio de catering ya había preparado un buffet impresionante.
Me sentía un poco más tranquila: pasaría una bella velada con Pietro, él me diría que le gustaba como iba vestida, que con los cabellos en lo alto estaba fascinadora, me haría sentir hermosa por una noche, como Cenicienta.
El director estaba en el centro de la sala con su consorte: una pareja de mediana edad que transmitía la complicidad que los unía. Ella miraba continuamente hacia él, mientras hablaba, como buscando consuelo en su mirada, mientras que él la acariciaba, con la palma abierta, la espalda. Pero lo que me llamó la atención enseguida de la esposa del director fue su sonrisa que parecía que iluminaba todo su rostro.
«¡Ah, Buenas tardes, Pietro».
La voz del director me devolvió a la realidad.
«Finalmente has venido, te quería presentar a Giovanni, el nuevo administrador, ven, ven».
Me volví radiante, ignorante de lo que mis pupilas verían.
Pietro con una mujer de la mano: su esposa.
Yo, sola.
La sonrisa desapareció de mi rostro, delante de la escena que desde las pupilas había llegado, lentamente, hasta el cerebro.
Jesús, hubiera querido desaparecer engullida por la tierra.
Él llevaba un traje azul oscuro, una camisa blanca tensa sobre el tórax conocido y una corbata fina, del mismo color que el traje.
Ella, ojos claros, cabellos rubios y lisos cortados a lo paje que apenas le tocaban los hombros: llevaba un traje negro largo que le dejaba la espalda al descubierto, en la mano un bolso con forma de concha.
En el dedo anular izquierdo, junto al anillo de boda, una cascada de diamantes tan brillantes que llamaban la atención de todos.
La mujer del director, mientras Pietro se entretenía con los responsables de otros puntos de venta, se volvió hacia la mujer de Pietro:
«Querida, estás espléndida, ¡y qué hermoso anillo! ¿Te lo ha regalado Pietro?»
«¡Oh, sí! ¡Me lo ha regalado hace unos días, y fíjate, sin tener que celebrar nada!»
«Querida, entonces ten cuidado, los hombres son auténticos diablos, ¡siempre saben cómo hacerse perdonar incluso lo que nunca sabremos!»
Me parecía estar viviendo una pesadilla: tenía las mejillas enrojecidas, las manos heladas y unas grandes tremendas de llorar.
En cuanto estuve segura de que las piernas me sostendrían, me dirigí hacia el baño con paso vacilante.
Abrí la puerta de cristal que daba al vestidor y luego todo desapareció.
* * *
A lo lejos oía una voz que me llamaba, con amabilidad.
«Misia, querida, qué pasa, venga, abre los ojos. Nos has dado un buen susto».
La mujer del director me acariciaba la nuca dulcemente y me miraba fijamente con ojos sinceramente preocupados.
Ahora me acordaba… Pîetro con su esposa, el baño, luego la oscuridad total.
Quizás leyendo en mi mirada interrogadora todas las preguntas que se acumulaban en mi mente, la señora Olga me explicó lo sucedido.
«Querida, te vi venir hacia el baño con una forma de caminar tan vacilante que pensé seguirte para asegurarme de que estabas bien, y en cambio te he encontrado caída en el suelo, desvanecida. ¿A lo mejor tienes la tensión baja? Y dime, querida, ¿dónde está tu marido? Quizás sería mejor que te marchases a casa...»
«Le estoy agradecida, pero ya me siento mejor. No es nada, de verdad. Gracias».
Había visto a aquella mujer sólo unas cuantas veces, en el negocio, y ella ahora estaba arrodillada con mi cabeza apoyada en las piernas. El toque de sus manos, en la nuca, de repente me trajo a la mente a mi abuela, pero sólo fue un flash.
Intenté levantarme pero las piernas todavía no me sostenían. La señora Olga me ayudó a sentarme y luego a levantarme.
Fue de esta manera que hice mi entrada en la sala de las reuniones donde estaba el buffet, sujetada por la mujer del director, llamando la atención de todas las miradas, incluida la de Pietro.
Tenía ganas de llorar.
Las siguientes dos horas las transcurrí en compañía de los compañeros y compañeras que, con consideración, se alternaron para hacerme no dejarme sola.
En un momento determinado la estrecha vigilancia a la que me encontraba sometida, me dio un respiro, lo suficiente para que Pietro se acercase y, con tranquilidad, me susurrase al oído:
«Eres muy hermosa. Me hubiera gustado encontrarte en el baño, desvanecida, completamente en mi poder, ¡así no habrías podido negarte!»
Lo odiaba por sus bromas de un único sentido pero su cercanía me derretía las articulaciones y los ligamentos, tanto que sentía de nuevo las rodillas blandas y la sangre que se