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Había puesto sobre el fuego las cacerolas con la comida para el día siguiente y con el estofado para la cena, cuando saqué del bolso el cuaderno y lo abrí, apoyándolo sobre la mesa de la cocina.
Sin pensarlo, sin saber a dónde me llevaría la pluma, comencé a escribir.
Si amar es una culpa
entonces soy culpable.
Atadme los pulmones
y sofocad el canto
que sale impúdico
a molestar el sueño de los justos.
Si amar es un defecto
entonces, soy imperfecta,
indigna.
Arrancadme jirones del corazón
y ponedlos sobre la fría bandeja
de lo correcto.
Si amar es inoportuno
cuando el camino se tuerce,
perdedme.
Nada hay más peligroso
que una chispa encendida
cuando alrededor se amontonan
ramas secas.
Pero si amar es inevitable
oportuno,
merecido,
si es aliento,
luz,
magnificencia del alma,
recorrido,
descubrimiento,
juventud,
rescate,
cambio,
motivo,
por todo esto, amo,
pero sobre todo porque en mí
la estrella del coraje
todavía no se ha perdido.
Me paré, apoyé la pluma en la mesa, temblando por la emoción y sorprendida por mis mismas palabras.
Era la primera vez que atrapaba las palabras con la tinta.
Era el momento de apagar los fuegos y comenzar a esperar que Filippo volviese a casa.
Mi mente vagaba libre en los sueños, imaginando que desde esa puerta entrase Pietro, con su sonrisa, con su amor fresco.
El teléfono suena y me devuelve bruscamente a la realidad.
«¿Diga?»
«Hola, pequeña, ¿puedes hablar?»
«Sí, pero ¿cómo es posible que tengas el número de teléfono de mi casa? ¿Y por qué...?»
«El número lo cogí de tu ficha, en la oficina… sólo quería decirte que te amo y te deseo con locura».
Mi mano derecha apretaba fuerte el auricular del teléfono mientras la puerta del piso se abrió dejando entrar a mi marido.
Colgué inmediatamente, dejando el teléfono sobre la encimera de la cocina y, continuando dando la espalda a mi marido, me puse a mover cacerolas y cucharones.
Me temblaban las manos.
Él estaba hablando por el radiotransmisor con un compañero, para nada cansado de doce horas de servicio.
«¿Está lista la cena?»
Bocados amargos, dulces migajas
Quizás les sucede a todas las mujeres el tener que aceptar situaciones que racionalmente parecen imposibles de soportar, insostenibles.
Yo hacía todo lo posible por intentar comprender a Filippo, justificaba su comportamiento siempre distante, sus maneras, últimamente cada vez más bruscas, pero todo esto me hacía tanto daño que, a menudo, en los recurrentes momentos de soledad estallaba en un llanto tan desesperado, que no conseguía encontrar ningún consuelo.
Tampoco cuando las lágrimas paraban y los sollozos se calmaban me sentía un poco más tranquila.
Sólo estaba cansada.
Cansada en mi interior.
Y mientras me sentía que me hundía, el único pensamiento que me daba una razón para existir era Pietro.
* * *
Era un invierno frío, llovía continuamente desde hacía demasiados días como para recordar cuántos.
Estaba ordenando las facturas en las carpetas, escondida detrás de un estante lleno de papeles.
No había oído a Pietro acercarse.
«He encontrado un lugar».
Su aliento cálido sobre el cuello, dejado al descubierto por los cabellos recogidos en la nuca, me confundía las ideas.
«Baja las escaleras hasta la planta baja, luego continúa otros dos rellanos, donde están todas las cajas. Nos vemos abajo».
En cuanto dijo esto, de la misma manera que había aparecido, desapareció, dejándome presa de una tormenta de emociones.
Sentía mis brazos pesados y las piernas no me sostenían, el corazón latía tan fuerte que parecía que todos en el estudio lo podían escuchar.
¿Qué debía hacer?
Razona.
Razona.
Me importaba un rábano razonar en aquel momento.
Razona, haz funcionar la cabeza.
¿Qué debo hacer?
¿Desciendo?
No, no desciendo.
¿Y si no desciendo y él se enfada y ya no me habla más?
No puedo arriesgarme a pasar sin aquello que sólo él sabe darme.
Desciendo.
No.
No lo sé.
Me encontré bajando los escalones de aquel lugar tan sombrío, donde todos los vecinos acumulaban cosas totalmente inútiles.
Estaba oscuro.
¿Y si Pietro no había bajado?
¿Y si me había gastado una broma pesada?
En la penumbra que me envolvía vi emerger su rostro y sus manos extendidas que me buscaban.
Mis pasos levantaban pequeñas nubes de polvo que danzaban en los haces de luz que penetraban desde los vidrios sucios.
Me dejé llevar como en un sueño, como si no fuese yo partícipe de aquel encuentro sino que lo viese a través del monitor de un televisor.
Sus brazos eran poderosos y me estrechaban fuerte contra su pecho.
«Hacía tanto tiempo que deseaba abrazarte así», me dijo.
Yo no conseguía hablar: un nudo de emociones y de miedo me apretaba la garganta sofocando cada sílaba en la boca.
Sus manos vagaban sobre mi cuerpo explorándolo, mostrándole al tacto todo lo que la oscuridad que nos circundaba escondía a la vista.
Luego, bajando dulcemente a lo largo del cuello con los dedos acariciadores se paró en el primer botón del cardigan que llevaba puesto.
Me puse rígida.
Y él lo advirtió.
«¿Qué sucede, pequeña? ¿De qué tienes miedo, no sabes que yo te amo? ¿Lo sabes? Entonces,