Esta era su única oportunidad de encontrar a su hermana, Jacqui. Era la única pista que tenía.
Esforzándose para recordar la imagen de la ruta en su mente, trotó calle abajo dándose cuenta de que a medida que dejaba el epicentro de la moda de Milán, los senderos se volvían más angostos y los escaparates de las tiendas menos imponentes. Aquí era donde se exhibían los artículos más baratos y las imitaciones, los precios en euros bajaban con cada cuadra y los carteles de los descuentos de enero gritaban de las ventanas destartaladas.
Se atisbó a sí misma en el vidrio oscurecido. Su piel tenía la palidez del invierno y tenía las mejillas enrojecidas por el frío. Se puso un gorro de lana sobre su cabello cobrizo más que nada por el calor, pero también para tener sus ondas rebeldes bajo control. Acurrucada en su viejo saco azul con el cierre roto, parecía fuera de lugar en esta elegante capital de la moda. Se sentía una intrusa entre los lugareños inmaculadamente vestidos con sus cabellos perfectamente arreglados, sus botas caras y su natural sentido del estilo.
Cuando ella y Jacqui era niñas, frecuentemente las obligaban a vestirse para ir a la escuela con ropa raída, rasgada, que no era de su talle, con su padre viudo insistiendo de manera enfadada que no había dinero para comprarles algo mejor. Cassie lo había aceptado mucho más fácilmente que Jacqui, que odiaba verse desaliñada y pobre.
Era lógico que su hermana se hubiese sentido atraída por una de las capitales mundiales de la moda en donde la vestimenta era moderna, hermosa y nueva.
Jadeando, Cassie vio que el nombre de la calle siguiente le parecía conocido.
Esta era la calle a la que quería llegar. Ahora todo lo que tenía que hacer era encontrar la tienda.
Se llamaba Cartoleria, pero no sabía si ese era realmente su nombre o la descripción. Había sentido la barrera del lenguaje cuando habló por teléfono con la secretaria. Cassie había logrado obtener el nombre de la calle de la mujer cada vez más impaciente, aunque lo único que sabía decir en inglés eran las palabras “estamos cerrando” que había repetido varias veces antes de gritarle finalmente “Addio” y colgar el teléfono.
Cassie había decidido que la única forma de saberlo era visitando la tienda personalmente.
Le había llevado una semana organizarse y conducir todo el camino desde Edimburgo, en donde se había estado quedando, hasta Milán. Había planeado llegar mucho antes, pero se había quedado atrapada en el tráfico para entrar a la ciudad y se había perdido varias veces antes de encontrar un lugar barato para estacionar. Su GPS no había funcionado y casi no le quedaba batería en su teléfono. Afortunadamente, había pensado en imprimir el mapa. ¿A qué hora cerraban la mayoría de los lugares aquí? ¿A las seis de la tarde? ¿O más tarde?
La ansiedad la inundó al ver que la tienda que tenía más adelante ya estaba cerrando por el día, el comerciante volteaba el letrero en la puerta y apagaba las luces.
–Disculpe. Cartoleria. ¿Sabe para qué lado es? —Le preguntó ansiosa, porque cada segundo era preciado.
Él frunció el ceño y luego señaló calle abajo y dijo algo en italiano que no pudo entender. Al menos la había orientado en la dirección correcta, porque había estado a punto de apresurarse hacia el otro lado.
–Gracias —le dijo.
–¡Signorina! —Pero Cassie no se iba a detener por nada.
Estaba sin aliento por el entusiasmo. Había una pequeña posibilidad de que Jacqui estuviese realmente trabajando en esta tienda. Cassie se imaginó entrando y enfrentándose cara a cara con su hermana. Se preguntó qué haría Jacqui. Sabía que ella gritaría de alegría y la abrazaría lo más a fuerte que pudiera. Luego tendrían la posibilidad de hablar y descubrir qué había ocurrido y por qué Jacqui había desaparecido por tanto tiempo sin dar señales.
Aunque no era muy probable, Cassie no podía evitar soñar.
Allí estaba, más adelante. Vio el letrero, Cartoleria, y empezó a correr. Tenía que estar abierta. Esta era su chance, su oportunidad de reconectarse con la única familia que aún le importaba.
Salpicó las piedras del pavimento empapadas por la lluvia, zigzagueando entre los peatones que se movían lentamente y se refugiaban bajo enormes paraguas.
Entonces se detuvo observando el escaparate de la tienda con incredulidad.
Cartoleria estaba cerrada.
No solo por el día sino para siempre.
Las ventanas estaban selladas, pero a través de un hueco de la cubierta que se estaba descascarando, podía ver el oscuro armazón más allá. El letrero arriba de la puerta, maltrecho y raído, era el único recuerdo de que esta tienda había estado abierta una vez.
Observando el espacio desolador y vacío, Cassie se dio cuenta, demasiado tarde, que había malinterpretado a la impaciente asistente cuando la llamó hacía una semana. La mujer había intentado decirle que estaban cerrando la tienda definitivamente. Si lo hubiese entendido en su momento, podría haber vuelto a llamar inmediatamente, hacer más preguntas y ser más persuasiva.
En cambio, había conducido cientos de kilómetros solo para encontrarse en un callejón sin salida.
Su pista se había esfumado junto con sus esperanzas y sueños. Había perdido la única oportunidad de volver a encontrar a su hermana.
CAPÍTULO DOS
Cassie observaba la tienda vacía y se sintió aplastada por la decepción. Sabía que tenía que irse, alejarse en la noche húmeda y oscura y emprender el largo viaje de vuelta hacia su auto, pero no se decidía a marcharse.
Era como si darse la vuelta ahora significara darse por vencida para siempre, y cuando lo pensaba así sentía los pies enraizados en el lugar. No podía quitarse de encima la certeza de que aún debía haber algo que de alguna forma la condujera a Jacqui.
Miró a su alrededor y vio que una de las tiendas cercanas aún estaba abierta. Parecía ser una pequeña cafetería y restaurante. Quizás alguien allí supiera quién era el dueño o dueña de Cartoleria y a dónde se había ido.
Cassie se dirigió al pequeño restaurante, aliviada de encontrar un refugio de las rachas de lluvia. En el interior había un aroma delicioso a café y pan, lo que le recordó que hoy no había comido. Había una enorme máquina de capuchinos cromada en un lugar destacado sobre el mostrador de madera.
Adentro había espacio solo para cuatro mesas y estaban todas ocupadas. Pero había un asiento vacío en la barra, así que se sentó allí.
El camarero, que parecía estresado, se apresuró a atenderla.
–Cosa prendi? —le preguntó.
Cassie adivinó que quería tomarle su pedido.
–Lo siento, no hablo italiano —se disculpó, con la esperanza de que entendiera—. ¿Sabes quién era el dueño de la tienda de al lado?
El joven se encogió de hombros, confundido.
–¿Puedo ofrecerle comida? —le preguntó en un inglés entrecortado.
Cassie se dio cuenta de que la barrera del lenguaje había terminado con su interrogatorio y rápidamente examinó el menú garabateado en el pizarrón negro de la pared del fondo.
–Un café, por favor. Y un panini.
Despegó unos billetes de su disminuida reserva en la cartera. Los precios en Milán eran aún más altos de lo que esperaba, pero se hacía tarde y estaba muerta de hambre.
–¿Eres americana? —le preguntó el hombre que estaba sentado al lado de ella.
Impresionada, Cassie asintió.
–Sí.
–Mi