Por encima del hombre, Keri respondió:
–Voy a encontrar a su hija.
CAPÍTULO TRES
Lunes
Al atardecer
Fuera, mientras se daba prisa por regresar al coche, Keri trataba de ignorar el calor que se levantaba de la acera. En apenas un minuto, aparecieron gotas de sudor en su frente. Mientras marcaba el número de Ray, decía palabrotas en voz baja para sí misma.
«Estoy a seis putas manzanas del Océano Pacífico y en pleno mes de septiembre. ¿Adónde me llevará esto?»
Después de seis tonos, Ray finalmente contestó.
–¿Qué? —preguntó, su voz sonaba tensa y molesta.
–Necesito que nos encontremos en Main, enfrente del Instituto West Venice.
–¿Cuándo?
–Ahora, Raymond.
–Espera un segundo. —Podía oírlo moviéndose de un lado a otro y quejándose por lo bajo. No parecía que estuviera solo. Cuando volvió a ponerse al habla, a ella le dio la impresión de que había cambiado de habitación.
–Estaba ocupado en otra cosa, Keri.
–Bueno, pues desocúpate, detective. Tenemos un caso.
–¿Es lo de Venice? —preguntó él, claramente exasperado.
–Lo es. Y podrías por favor dejar ese tono. Claro, a menos que pienses que la desaparición de la hija de un senador de los Estados Unidos en una furgoneta negra no es algo que valga la pena comprobar.
–Dios mío. ¿Por qué la madre no dijo lo del senador por teléfono?
–Porque él le pidió que no lo hiciera. Él se mostró tan despectivo como tú, quizás incluso más. Espera un segundo.
Keri había llegado a su coche. Puso el altavoz del teléfono, lo tiró en el asiento del copiloto y se subió. Mientras arrancaba, le dio el resto de los detalles: la falsa identificación, el casquillo de proyectil, la chica que vio a Ashley subirse a la van— posiblemente en contra de su voluntad—, el plan para coordinar las entrevistas. Cuando estaba finalizando, su teléfono dio un pitido y ella miró la pantalla.
–Me está entrando una llamada de Suárez. Quiero darle los detalles. ¿De acuerdo? ¿Ya te desocupaste?
–Ahora mismo me estoy subiendo al coche —contestó él, haciendo caso omiso a la indirecta—. Puedo estar allí en quince minutos.
–Espero que te disculpes de mi parte con ella, quienquiera que fuera —dijo Keri, incapaz de no sonar sarcástica.
–No era el tipo de chica que necesite disculpas —replicó Ray.
–¿Por qué no me sorprende?
Pasó a atender la otra llamada sin decir adiós.
Quince minutos más tarde, Keri y Ray caminaban por el tramo de Main Street donde Ashley Penn pudo o no haber sido raptada. No había nada que obviamente se saliera de lo ordinario. El parque canino de al lado de la calle estaba animado con alegres ladridos y dueños que llamaban a sus mascotas con nombres como Hoover, Speck, Conrad y Delilah.
«Dueños de perros ricos y bohemios. Oh, Venice».
Keri trató de sacar los pensamientos superfluos de su cabeza y concentrarse. No parecía haber mucho que llevara a algún lado. Era evidente que Ray sentía lo mismo.
–¿Es posible que ella simplemente despegara o se escapara? —sopesó él.
–No lo descarto —replicó Keri—. Desde luego que no es la inocente princesita que su mamá cree que es.
–Nunca lo son.
–Sea lo que sea lo que le haya pasado, es posible que ella haya jugado un papel en ello. Cuanto más profundicemos en su vida, más sabremos. Necesitamos hablar con gente que no nos dé la versión oficial. Como ese senador. No sé qué pasa con él, pero está claro que le incomodaba que yo estuviera investigando su vida.
–¿Alguna idea del porqué?
–Todavía no, más allá de un presentimiento de que oculta algo. Nunca he conocido a un padre tan indiferente ante la desaparición de su hijo. Estuvo contando historias de borracheras con cerveza a los quince. Parecía forzado.
Ray se estremeció visiblemente.
–Me alegra que no lo hayas censurado por eso —dijo—. Lo último que necesitas es un enemigo con la palabra senador delante de su nombre.
–No me importa.
–Bueno, pues debería —dijo él—. Unas pocas palabras de él a Beecher o Hillman, y eres historia.
–Soy historia desde hace cinco años.
–Anda ya…
–Sabes que es verdad.
–No empieces —dijo Ray.
Keri vaciló, lo miró, y luego dirigió la vista hacia el parque canino. A unos metros de ellos, un cachorro de pelo marrón pequeño y peludo se revolcaba feliz en el suelo.
–¿Quieres saber algo que nunca te he dicho? —preguntó ella.
–No estoy seguro.
–Después de lo que pasó, ya sabes…
–¿Evie?
Keri sintió que se le encogía el corazón al oír el nombre de su hija.
–Correcto. Hubo un tiempo justo después de lo que sucedió en el que estuve como loca tratando de quedarme embarazada. Duró unos dos o tres meses. Stephen no lo pudo soportar.
Ray no dijo nada. Ella continuó:
–Entonces me levanté una mañana y me odié a mí misma. Me sentía como alguien que había perdido un perro y fue a la perrera a buscar un sustituto. Me sentí como una cobarde, como si solo me preocupara de mí, en lugar de centrarme donde debía. Estaba dejando ir a Evie en lugar de luchar por ella.
–Keri, debes dejar de hacerte esto a ti misma. Eres tu peor enemigo, desde luego.
–Ray, todavía puedo sentirla. Ella está viva. No sé dónde ni cómo, pero lo está.
Él le apretó la mano
–Lo sé.
– Ahora tiene trece años.
–Lo sé.
Caminaron el resto de la manzana en silencio. Cuando llegaron al cruce con la Avenida Westminster, Ray finalmente habló:
–Escucha —dijo, en un tono que indicaba que volvía a centrarse en el caso—, podemos seguir cada pista que surja. Pero es la hija de un senador. Y si ella no se fue solo de juerga, los de arriba se harán cargo de esto. En poco tiempo los Federales se involucrarán. Los mandos allá del centro lo querrán también. Para mañana a las nueve, a ti y a mí nos habrán apartado de una patada.
Probablemente era cierto pero a Keri no le importaba. Se las vería con la mañana siguiente, a la mañana siguiente. Ahora mismo tenían un caso en el cual trabajar.
Ella suspiró profundamente y cerró los ojos. Después de ser su compañero por un año, Ray había aprendido a no interrumpirla cuando estaba intentando concentrarse.
Después de cerca de treinta segundos, abrió los ojos y miró alrededor. Al cabo de un instante, señaló hacia una tienda al otro lado del cruce.
–Allí —dijo ella y comenzó a caminar.
Este tramo de Venice, desde el norte de Washington Boulevard hasta Rose Avenue, era una extraña encrucijada de humanidad. Estaban las mansiones de los Canales de Venice al sur, las tiendas caras de Abbot Kinney Boulevard directamente hacia el este, el sector comercial al norte y la parte cutre de los surfistas y patinadores a lo largo de la playa.
Pero a lo largo y ancho de toda la zona