El Hombre Que Sedujo A La Gioconda. Dionigi Cristian Lentini. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Dionigi Cristian Lentini
Издательство: Tektime S.r.l.s.
Серия:
Жанр произведения: Историческая литература
Год издания: 0
isbn: 9788835406457
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de los anfitriones y teniendo libre acceso a las refinadas habitaciones del palacio, el joven de 22 años no podía permanecer insensible a las llamadas de las jóvenes cortesanas que desfilaban delante de él en aquellas frías tardes de invierno.

      III

       Alessandra Lippi

El encuentro con Pietro Di Giovanni y la parada en Prato

      Al primer resplandor del sol de Mantua, Tristano, abandonado en los brazos de Morfeo después de estar con su jovencísima amante, había regresado recientemente a su habitación; trataba de disfrutar de un merecido sueño, cuando una voz insistente bajo su ventana lo trajo de vuelta a la realidad:

      "Su Excelencia… Su Excelencia… Mi señor…"

      Un soldado con un pequeño pergamino en la mano demandaba urgentemente su atención.

      La carta tenía el claro sello papal y ordenaba a Tristano que regresara a Roma lo antes posible.

      Así, sin esperar siquiera la fama del campo de batalla, el oficial pontificio tuvo que abandonar la ciudad de Virgilio con su escolta, pero no sin antes entintar rápidamente dos diligentes mensajes: uno para el marqués Federico, disculpándose por la repentina partida y confirmando con seguridad el renovado apoyo del Santo Padre hacia él y el duque de Ferrara; el otro para su Beatriz, agradeciéndole el haber compartido generosamente con él aquella noche y deseándole el encuentro con ese amor necesitado que la promesa nunca pudo darle.

      Cabalgó durante todo el día, parando sólo en Bolonia para refrescar los caballos, antes de cruzar los Apeninos Emilianos hacia Florencia.

      Al día siguiente, cruzando un compacto y silencioso bosque de hayas, un disparo de ballesta cruzó ligeramente el camino del joven fideicomisario pontificio, levantando en vuelo una bandada mixta de tordos y palomos. Mientras que instintivamente Tristano y sus hombres frenaban y se preparaban con sus armas en la mano, en la misma trayectoria, un caballo marrón exhausto y sangrante, pasó a su lado como un rayo. Lo montaban un hombre y una joven que le sujetaba las caderas. Poco después, cuatro jinetes más y luego dos más, en obvia persecución de los primeros.

      Impulsivamente, el osado embajador decidió unirse a la caza en el denso bosque de hojas caducas, obligando a los dos de la escolta a hacer lo mismo.

      Sin embargo, tan pronto como el bosque se abrió en un claro ligeramente inclinado, los tres frenaron y, ocultos en el arbusto, trataron de entender lo que estaba pasando, manteniendo su distancia.

      El corcel color marrón cayó al suelo; los dos jóvenes, sin su cabalgadura, trataron en vano de atrincherarse en una pequeña cabaña semiabandonada, ahora alcanzada por sus perseguidores; dos de ellos bajaron de sus caballos con sus espadas desenvainadas, mientras que los otros cuatro rodeaban la casucha.

      Mientras su protegida intentaba con todas sus fuerzas abrir la maltrecha puerta, el joven, unus sed leo, se preparaba para enfrentarse a los dos matones con una daga. A pesar de la evidente inferioridad numérica, el hombre logró detener la embestida por la derecha y después de golpear al primer oponente en el bajo vientre, se volvió hacia el segundo por la izquierda, esquivando el golpe y apuñalándolo en el costado. Cogió una espada, miró rápidamente hacia la mujer, mientras tanto rodeado por el resto de los jinetes, reanudó la lucha con el primer oponente, logrando con unos pocos golpes desarmarlo y reducirlo, a pesar de su tamaño, con los hombros en el suelo. Pero al mismo tiempo, el grito desesperado de ayuda de su compañera llamó su atención; volviéndose hacia la mujer, arrojó su espada como si fuese una jabalina en el pecho del bruto que se precipitaba contra él, recibiendo a su vez un dardo de ballesta en el hombro por parte del último jinete que quedaba en la silla; nada pudo hacerse cuando otros dos se acercaron por detrás de él y le cogieron con una malla metálica similar a las utilizadas en la caza, arrojándole al suelo e inmovilizando inmediatamente sus miembros con un cinturón.

      "No, Pietro…" gritó la joven desesperada. "¡Déjenlo! Es a mí a quien quieren", estalló en lágrimas.

      "Detente", dijo el jefe, "No lo mates todavía", y, señalando a la pobre chica, continuó: "Vamos a divertirnos primero".

      "¡Bastardos!" gritó el prisionero mientras se retorcía y trataba, en vano, de liberarse de sus ataduras. "¡Sinvergüenzas, cobardes, hijos de un perro!"

      Uno de los maleantes sujetó a la aterrorizada chica del cabello, le arrancó la ropa y la forzó contra la pared del cobertizo, inmovilizándole los brazos, y mientras otros dos le ataban las piernas con una cuerda, comenzó a colocarle un trapo en la boca para amortiguar los gritos.

      En ese momento, Tristano, incapaz de permanecer impasible ante tan abominable violencia, decidió finalmente intervenir: salió al descubierto con sus hombres e, irrumpiendo en escena, atacó heroicamente a aquella atroz manada de hienas lujuriosas. Los maleantes, aunque pocos, seguían siendo superiores en número y no se amedrentaron: la tensión aumentó de nuevo. Pero mientras uno de los bravucones se subía de nuevo los pantalones, Tristano reconoció el lirio de los Medici en el friso de la capucha, e incluso antes de que el ballestero comenzara a tensar su arco contra uno de los suyos, levantando el puño al cielo, los convocó:

      "Detente, te lo ordeno, en nombre del señor Lorenzo de Médicis" y regiamente estiró su brazo hacia adelante y luego a la derecha y de nuevo a la izquierda, contra cada uno de los cuatro esbirros. "Tengo veinticinco hombres en mi comitiva listos para arrestaros y entregaros a las galeras de mi amigo Lorenzo", añadió.

      El más grande, entonces, reconociendo en el anillo la efigie de su señor, y temiendo por lo tanto graves repercusiones contra él, ordenó inmediatamente a sus hombres que arrojaran sus armas; también trató de esbozar excusas por lo que había sucedido, pero Tristano lo silenció inmanentemente:

      "Lárgate, delincuente".

      Los cuatro, temerosos, montaron sus caballos y desaparecieron en el bosque de hayas.

      Los soldados papales, aún incrédulos por la manera en que el joven oficial había resuelto el asunto, liberaron rápidamente a los dos jóvenes y, vendando sus heridas lo mejor que pudieron, los subieron en un caballo.

      Así, reanudaron su viaje cuando el sol comenzó a ponerse a su derecha.

      Por la noche llegaron a Prato, donde Tristano conocía a alguien que tal vez podría ocuparse de los dos desgraciados, lo cual le permitiría continuar su viaje hacia Roma lo antes posible.

      Cerca de la Piazza del Duomo, dos chicas acababan de regalar una barra de pan a un mendigo con frío y se preparaban para volver a casa. Tristano saltó repentinamente de su caballo, señaló a las dos jóvenes y exclamó:

      "¡Alessandra!"

      La más delgada de las dos se dio la vuelta, miró un momento a quien se había atrevido a pronunciar su nombre a esa hora tardía y, recibiendo de la vista la confirmación de lo que ese sonido acababa de despertar en su baúl de recuerdos, respondió:

      "Tristano"

      En un instante la chica corrió para encontrarse con él y libre de cualquier convención o inhibición, ya que entre ella y el chico habían compartido algo más, echó los brazos alrededor de su cuello, cerró suavemente los ojos y apretó la cabeza con fuerza sobre el pecho del forastero.

      Alessandra era la agraciada hija de Lucrezia Buti y del difunto pintor florentino Filippo Lippi. Su madre, Sor Lucrezia, había sido monja en el monasterio de Santa Caterina, obligada por la familia a una monacalización forzada. Su padre, capellán del convento del mismo monasterio de Prato, ya era reconocido en vida como uno de los mejores pintores de su tiempo y por ello muy a menudo recibía encargos por parte de las jerarquías eclesiásticas y las familias adineradas para pintar obras muy importantes, sobre todo de temas bíblicos y hagiográficos. Fue durante uno de estos trabajos que los dos se conocieron. La atracción fue inevitable e irrefrenable… ella era muy hermosa y sensual, él sumamente carismático y sensible: los dos religiosos se enamoraron locamente. La relación pecaminosa entre los muros sagrados del convento duró algún tiempo, durante el cual Sor Lucrezia se prestó voluntariamente a modelar algunos cuadros de Fray Felipe, hasta que éste, con ocasión de la procesión