Cruzó la Plaza de Pontevedra a paso ligero, intentando no tropezar con el montón de gente que transitaba por ella y por las calle de los alrededores. Hacía un rato que había empezado a llover y, de repente, salieron, no se sabe muy bien de dónde, un buen número de paraguas que dificultaban la circulación de los que no los llevaban, como le ocurría a Ariel, debido a la poca consideración de la mayoría de los que llevaban tan incómodo artilugio para ampararse de la lluvia. Ariel, en ese momento, no tenía ni el chubasquero, sólo una ligera cazadora vaquera que estaba comenzando a empaparse. En cuanto llegase a casa se daría una ducha, se pondría el pijama y luego, antes de cenar, llamaría a Uxía.
–Entonces, ¿no te importaría hacerme ese favor?
–No. Puede ser divertido recorrer las tiendas –respondió Uxía cuando Ariel le explicó lo que deseaba que hiciese.
–¿Y cuándo lo vas a hacer? ¿No trabajas también por las tardes? –preguntó Ariel mientras vigilaba las patatas que estaba friendo en la sartén que tenía al fuego.
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