Imagino un infierno de hielo. El Hades sería un paraíso en comparación. Una tortura sin fin en el entumecimiento perenne. Pero lo que tolera ahora mi cuerpo es el calor. Un calor intenso que se prolonga a medida que avanza la enseñanza del padre Misael y que me oprime con el aire cargado por su presencia cercana, tan cercana. Admito sus palabras como una muestra de su sabiduría espiritual. No pretendo molestarlo más con la frivolidad de mis cuestionamientos. Solicito la bendición y me la otorga con mayor fuerza, pues me cincela un sacro beso en la boca.
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Hemos decidido cenar pan, yo un poco de vino y él un vaso de jugo. En la mesa charlamos sobre temas de especial interés para él. Miro sus ojos y mientras le explico determinadas concepciones sobre sentir al santo espíritu palpo el dorso de su mano. Luego dirijo las mías a su rostro. El impacto del rubor roza mi cara. Acaricio sus mejillas y lo beso de nuevo, esta vez de forma profunda.
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Palpita el aborrecible beso que demarcará el itinerario de la traición y el infierno.
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Estoy en su habitación y me señala un pijama beige. Me indica que estoy apto para servir a un representante de Dios en el mundo, que de hoy en adelante seré su auxiliar espiritual. Me explica que la sotana es la única vestimenta sacra que posee el ser humano. Mis nuevas tareas consisten en desvestirlo y colocarle el traje de dormir. Me resulta una ocupación sencilla y accedo gustoso por servir al padre, a un purificado hijo de Dios.
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Sus manos resbalan lentas por mis muslos. Las siento tibias, reparadoras, tan perturbadoras y apacibles. Contengo un gemido. Vibro al notar su respiración en la zona de mi bragadura sin ropa, en la trepidación de mis vellos que se agitan atraídos por la onda de magnetismo de su piel surcando mi piel por el rose de sus dedos castos. Ahora es mi pecho el que se satisface, se regocija en un deleite que no pertenece a este mundo. Mi piel se eriza. Estoy dominado por su tacto. Arrebatado por el contacto de su dermis inmaculada. Los pliegues de mi camisa se agitan al ser desabotonada con lentitud. Chillo sin contemplación alguna, pero él no se detiene. Parece que ha iniciado una tortura de la cual se sabe verdugo y no quiere ver escapar a su víctima. Presencio este segmento de mi existencia como un momento vital. Lo abrazo y lo mantengo así durante un tiempo que no me atrevo a establecer. Soy yo quien inicia la separación. Me viste con una agilidad insospechada. Un sofoco inflama mi cuerpo. Formal, se arrodilla frente a mí y me implora la bendición. Se le doy con un beso en su cabellera espesa. Vislumbro que mi alma no reposará tranquila hasta que satisfaga mi cuerpo. Mi cuerpo no se encontrará satisfecho hasta inicie lo que niega mi alma. No soporto más y aquí acostado me rindo al dulce suplicio del solitario placer. Luego es el vacío. Rezo toda la madrugada por mi salvación.
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El padre acepta la derrota de su alma, se ha resignado y se entrega a la voluntad de Dios. Se prosterna sobre el piso de baldosas frescas y reza, caído sobre su rostro. Padre mío, si es posible, no me hagas beber este cáliz. Pero, no obstante, no se haga lo que yo quiero, sino lo que tú. Confortado por haber eludido su responsabilidad espiritual el padre Misael intenta descansar, pero le resulta imposible conciliar el sueño. Se asoma a la ventana y al fin siente la brisa que golpea su cara y aplaca el largo calor.
El joven ha ingresado en la profundidad del sueño, y con él a la calamidad de la pesadilla que no lo abandona. Esta vez intenta, a pesar de la fragilidad de su hechura, escapar de los jadeos de la ciclópea bestia que está a un paso de alcanzarlo con los colmillos babeantes. Conoce el inevitable fin de su historia. Su sudor serán gotas de sangre que caerán sobre la tierra. Una ráfaga de calor impregnada en el aire circula inútil sobre el cuerpo escalofriado del muchacho.
Todos sabemos que Dios, al ser espíritu, y el más supremo de todos, no siente. Al menos no como este hombre desdichado, al menos no como este pobre joven adolecido de un infierno inaugurado que ni siquiera se ejecuta. Es hora de dormir, padre, descanse, que mañana el mundo traerá nuevos aires. Dios no comprende sus suplicios.
Los hombros del padre Misael reciben un peso colosal. Extenuado, se postra sobre la cama y cierra los ojos. La pesadilla del cuchillo y las orejas volverá a emerger del oscuro rincón de la culpa.
VIERNES
Dulce y amargo
Panem nostrum quotidianum da nobis hodie…
ESTACIÓN PRIMERA
La boca se abre en el bostezo que prorrumpe un inaudible alarido. La lengua cargada y espesa lo obliga a deglutir en seco con la amargura natural de las mañanas. Recuerda la caída de la noche anterior. No es la primera vez que emula la antiquísima práctica de Onán, pero puede decirse que se había apartado del pecado y redimido a través de un vasto camino de expiaciones y fatigosos días de penitencia. Los deseos más elementales han tomado forma de un agitado coro que dentro de su cuerpo reclama satisfacciones que su alma no está dispuesta a consentir. Y este hecho dictamina la condena. Siente sucio el cuerpo, registra maculada su alma, aborrece su entrepierna. Sus manos han quedado manchadas por la secreción y contempla superpuesta en ligera estela la capa rígida que lo delata. Se levanta de la cama y lava sus manos con abundante jabón. Entona una plegaria.
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ESTACIÓN SEGUNDA
Perdóname, Padre amado, si grandes son mis culpas, mayor es tu bondad. Acoge mi plegaria. No me apartes de ti. Intento soportar en verdad, Padre, esta carga que pesa sobre mis hombros y que me oprime. Bríndame tu ayuda para seguir en pie, no dejes que mis pasos desmayen, no permitas que mi alma desfallezca en el pecado. Sé mi protector. Sé mi guía. Ayúdame, Señor, a mantenerme firme en tu palabra.
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ESTACIÓN TERCERA
Es bueno, en verdad, sentir el respeto que dirigen hacia la autoridad de un representante de Dios en la tierra. Estas señoras han suplido con éxito mi ausencia en los preparativos y aquí presencio una representación completa del vía crucis traducida por los movimientos torpes de los muchachos. Qué esbeltos se muestran. Sobre todo el mío, transmutado en el hombre zaherido y semidesnudo enganchado en el madero. Un impulso me invita a mirar la cómoda extensión de sus piernas pálidas, los pies que se estiran provocadores, el bulto que se origina en sus calzas y que articula en mi mente una imagen poco decorosa que sacudo con una renovada oración. Siento el despertar de una porción de mí. Aclamo a los cielos para que derribe aquella traición de mi cuerpo.
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ESTACIÓN CUARTA
Cómo eludir, Padre amado, las incitaciones del demonio. Cómo. Dame fuerzas. Recurro a tu palabra, a tu sagrada palabra y me reconforto.
Luego de cortas invocaciones, me sorprendo de hallar dentro del sacro libro una estampa de la virgen. Observo las líneas que dibujan su perfil, la mirada emanada hacia el cielo, la magnificencia con la que reposa el pequeño sobre su hombro, inconsciente del destino que le aguarda. El chico me llama. Dejo la Biblia casi al borde del escritorio. La estampa la guardo en el bolsillo de mi camisa y salgo. La comida tiene un exceso de sal que no le reprocho al muchacho. El queso, en cambio, se aplasta en mi paladar y atenúa la sensación salobre. La dulce amargura del vino compensa el choque de estos extremos.
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ESTACIÓN QUINTA
Estoy atento a la actitud del chico en cuyo labio se ha gestado un rasgo de mímica que me permite intuir su propósito de hablar.
Padre, he pensado acerca de lo que hablamos ayer y no quiero estar en el infierno. Quiero cumplir con las medidas impuestas por Dios.
Lo miro con sorpresa. Sus palabras son un apoyo para soportar esta carga que me atormenta, para tapiar de una vez el pesado postigo del deseo que se me muestra