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El joven Manuel ha depositado confianza en las palabras del padre Misael. Éste, cada noche, lo invita a rezar la oración mayor junto a él. Lo ha instruido en el arte místico de la plegaria, la interiorización espiritual que, alega el sacerdote, purgará su alma, quedando absuelto de todo pecado para ser un hijo purificado de Dios. Y Manuel manifiesta su entrega incondicional. El reverendo le ha impuesto el dogma. Le ha mostrado que la fe es lo más importante para ser salvo y que se debe confiar en los designios, siempre inescrutables, del Señor. Y el muchacho le cree. En ocasiones, cuando se arrodilla frente a la cama, el padre se coloca justo a las espaldas y aprieta las manos junto a las del chico. Es una oración reforzada, le susurra al oído. Así Dios nos escuchará mejor, a ti como hijo y a mí como padre, le farfulla cada vez, de forma casi inaudible, manifestando el secreto que no desea que ausculte la pequeña imagen tallada del macerado hombre de la cruz que pende sobre la cabecera de la cama. En las noches de frío a Manuel le resulta agradable la compañía de aquella plegaria doble, pero en los días de calor le parece insoportable, no puede tolerar el cuerpo firme y pegajoso aunado a las nalgas, el respirar anheloso y cálido que expulsa el padre en las oraciones, y las palabras de despedida cuando le sella el pastoso beso en la nuca. Pero ahora, arrodillado, reposando los codos sobre el colchón, el muchacho está rezando frente a la efigie del profeta y el padre no ha llegado.
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Esta noche no me levantaré. Dios ha reforzado mi fe. Dios es mi pastor, mi guía, mi lumbrera y mi camino. Escucha mi oración y permite que sea fuerte, no consientas que caiga en la oscuridad del pecado, oh Dios amado, oh Padre amado.
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Qué sueño tan horrible, por amor a Dios. Sálvame, Señor. Vigílame y protégeme, Padre. Cuídame, Señor. Qué sueño tan horrible. Ayúdame, Señor, te lo imploro. No volveré a hundirme en las satisfacciones del pecado. Lo juro. Porque no soporto esta oscuridad. Mis ojos no soportan tanta oscuridad. Camino, tanteo mi lecho, menos tibio sin mi cuerpo. Palpo el ropero, duro como la negrura que me sofoca. No encuentro la salida que me acoja hacia la luz, Señor, guíame hacia ese escape. No permitas que mi pie vuelva a tropezar. Palpo una pared fría cual mis manos, helados que se funden en la frialdad. Encamíname, Señor. En vano continúo gritando. Esta casa es tan triste y tan sola y tan grande que el padre Misael no me puede oír. No obstante, tú Señor, Padre amado, que oyes los lamentos de todos tus hijos, guía mis piernas, acógelas en tu luz, sácame de esta oscuridad y prometo ser fiel hasta el último de mis días. Prometo ofrendar mi fe en cada mañana. Prometo cumplir las penitencias de tu divino mandato. Confío en ti, Señor, Padre amado. Tu palabra será una lámpara para mi pie y una luz para mi vereda. Lo sé, Señor, confío de forma plena en ti. Dirígeme hacia la luz. Guíame hacia tu luz.
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La puerta se abre y el muchacho, descalzo, llama a la alcoba del padre. Ha tenido que atravesar el largo purgatorio del corredor que separa las habitaciones como si fuera el interminable umbral entre el infierno y el paraíso.
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Y llega a mí con los carillos temblando y castañeteando los dientes, gélido, fantasmal.
He tenido un sueño horrible, padre. Soñé con una marioneta en los dientes de una enorme bestia. El engendro era de temer. Tenía unos ojos enormes y rojos y me miraba mientras me sostenía en su boca pues ese fantoche no era otro sino yo. De qué forma me contemplaba. Bufaba como un toro y su baba era muy líquida y caía pegajosa, asquerosa. Todo estaba oscuro. Pero sus ojos, oh Dios, sus horrendos ojos.
Entra, hijo amado, digo. Y lo acojo en mi cama, y sonrío en mi interior por su infantil temor a la oscuridad.
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Entra, joven. Entra, triunfal a tu Jerusalén, donde se te aclama.
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Una noche más el padre Misael no podrá conciliar el sueño, mientras, asomado en la ventana, con el muchacho dormido en su lecho, solo desea una copa de vino, no el sagrado cáliz que metamorfosea en la sangre del Señor sino en la que palia los nervios contenidos y el reprimido deseo de ser otro. Abajo la ciudad duerme. A lo lejos no observa ninguna ventana con luz y se percata de que su desvelo es infinito, que no se puede comparar con el de nadie. Es una soledad sin terminación ni intervalos. Reconoce el hecho de no tener un semejante. El mundo no comprendería. No comprenderá. Dios, en su infinita sapiencia y con su omnipresente mirada, no comprendería. No comprenderá.
LUNES
Oración y blasfemia
…sanctificetur nomen tuum.
El pecho cruje y un sismo en miniatura nacido de los bronquios ensancha la cavidad torácica, germina en los anillos de la tráquea ronroneando un responso inconsciente y colectivo invocado por millones de bacilos ávidos de sustancias, convulsionando, a su paso, faringe y laringe. La avalancha microscópica fluye y desparrama su aureola con la trepidación de toda la epiglotis. El minúsculo ciclón reverbera en la membrana pituitaria y distribuye el aluvión entre nariz y paladar propiciando la congestión en el súbito estallido del ronquido.
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He pasado toda la madrugada en vela, implorando misericordia al cielo, escuchando el susurro de mis jaculatorias que se mezcla con el estrépito de la respiración del chico. El sonido de su pecho inflamado ha sido otro aliciente para mi vigilia. Llamaré al médico a primera hora. En cada ocasión que me embargó el deseo de contemplar su anatomía reposando sobre mi lecho, me sometí a una increpación estimulada por mi anhelo de mantenerme como un hijo de Dios. Seguir los pasos del profeta y no ceder un ápice a la instigación del mal. Quiero servirte Señor y derrotar la tentación del demonio y decirle que no solo de carne vive el hombre. Él trata de tentarme, de apartarme de ti, oh Padre amado, pero yo me subordinaré de forma exclusiva a tus mandatos.
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Tomás ve sombras donde no las hay. Las inventa. A veces, durante las mañanas soleadas del verano persigue lagartijas, animalejos que se cuelan entre las paredes de piedras del jardín, entre las hendeduras de los adobes del patio trasero, entre las grietas del borde de los ventanales, por donde aquellas vandálicas alimañas afloran para tomar un poco de sol. Tomás las reprende con la voz anciana, con los gruñidos gruesos cargados de lentitud y parcos de ímpetu. Aunque en otras tantas ocasiones arroje los ladridos con una energía inusual, como haciendo valedera su antaña autoridad de can dominante, su talante centinela de un Cerbero a tiempo parcial al acecho de sus débiles antagonistas, cerciorándose de que nadie usurpe sus dominios. Ahora mismo brinca con repentino arrojo que ha sacado quién sabe de qué lugar de su empolvada anatomía y amonesta a la sabandija que de seguro ha buscado refugio en alguna rama del viejo almendro donde el animal realiza piruetas de acechanza mientras ladra y ladra. Pero por lo general es su imaginación cansada la que esboza, en su fantasía daltónica, exacerbada por su gastada agudeza olfativa, a los demonios que siempre lo atormentan. Me digo, luego de observarlo, que después de todo no somos tan diferentes. Simples animales instintivos sucumbiendo a los caprichos de nuestra naturaleza. Todo esto si no fuera por nuestra alma. Gracias, Dios amado, por habernos insuflado un alma.
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He celebrado la eucaristía sin la presencia del muchacho, y aunque no estuvo ausente la mano caritativa que osciló el incienso, no resultó una experiencia similar a las que percibo cuando él está presente. No haberlo visto durante un par de horas ha sido mayor tormento que haberlo tenido acostado a centímetros de mi piel.
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El veredicto del doctor ha sido definitorio. Es un fuerte catarro el que doblega las defensas del jovencito, me dice con voz grave, esbozando la sonrisa de rigor, pero con un par de días de reposo y una surtida dosis de analgésicos estará de regreso su salud. Ambos caminamos hasta la puerta cuyos goznes emiten un chillido atestado de óxido y nos sacudimos por la agresión auditiva. Pasado el percance el doctor se voltea con solemnidad, sumiso agacha la mirada y pide la bendición. Dibujo una cruz en el aire justo al nivel de su rostro, luego se despide con una venia. El muchacho vuelve a dormir inspirando y exhalando con dificultad. Palpo su frente para explorar la dolencia, pero lo único