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Alabada el agua bendita de los nardos que han untado en tu cuerpo. Descansa, que mañana te levantarás y andarás.
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Deliro, puesto que he mirado de cerca el rostro de la bestia, y esto solo puede pasar en mis sueños. Es la fiebre. Su baba inunda mi cuerpo. Escucho su exhalación y no tengo fuerzas para gritar, tan solo bravura para escupir su rostro, ni siquiera con saliva, sino con una mirada de asco y horror. Lloro, como es normal en los momentos de espanto, e imploro al cielo, como es natural en un creyente. Expulsa la bestia al infierno, Señor. Protégeme. Cuídame, Señor. Sé mi amparo. Tú, Señor, eres mi pastor. Contigo nada me faltará. Nada ni nadie podrá lastimarme.
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El joven al fin duerme, esta vez sin pesadillas, tras el arrebato de la fiebre. El padre, en su habitación, se dispone a cambiar su atuendo por un traje que le brinde la comodidad para el descanso. Se desnuda y contempla su cuerpo frente al espejo. Los vellos convergen en el pubis como un remolino proveniente de los muslos y del ombligo y circunvalan la pelvis llegando al epicentro de su pudenda parte, que poco a poco se yergue en una erección potente. Líbrame del pecado, Señor, implora, sin éxito. Su deseo es mayor que su capacidad de abstinencia. Pero de pronto se siente invadido por un impulso, por una borrasca no natural que hace ensanchar su pecho en señal de satisfacción y que deprime el flujo de sangre que su naturaleza ha impulsado hacia su pene. Agradece a Dios, se coloca el indumento de dormir y se deja caer de rodillas frente a la cama. Gracias, Padre, avanza a expresar, con lágrimas de conformidad surcando sus pómulos. Hoy sus ojos reposarán con serenidad. Sus oídos están tensados hacia el silencio profundo de la noche apacible. Dios, al parecer, lo ha escuchado. Al menos es lo que el padre Misael se empeña en creer.
MARTES Y MIÉRCOLES
Fragancia y hedor
Adveniat regnum tuum.
Circula en el ambiente, evaporándose a ratos, huyendo, divirtiéndose, y luego asomándose con timidez, volviendo a atosigar de placer mi olfato con la impertinencia de su aparición. Recepto la fragancia y siento cómo los músculos de mi rostro se estiran en una sonrisa de deleite. Satisfago mi necesidad de oler infiltrando por mis narinas el cargado aire balsámico, aquieto la premura odorante inhalando más hondo y me pierdo en el sudor de las flores. Al abrir mis ojos, la aparición del rostro del muchacho junto a mí me devuelve a la realidad de mis olfacciones rutinarias pues al saludarlo acojo el aire que ha trocado del aroma de sus mejillas al horrendo tufo hepático de mi aliento mañanero.
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Decidí que el chico continuara con su reposo, por lo tanto oficié la misa sin su ayuda. En esta ocasión me resultó más tolerable su ausencia. Motivé el movimiento pendular del incensario cuyo humo ha marcado mi piel con una esencia de resina. Ahora lo veo recostado contra el sillón, sacudiéndose la nariz en un pañuelo caqui mientras se introduce una variada dosis de los dibujos móviles que transitan por la pantalla. Salgo hacia la calle, con destino al mercado.
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Malecón está desierto. El frescor del río me brinda un olor de agua dulce que se mixtura con el sencillo aroma de las palmeras que adornan los contornos. El tránsito es leve. El callejón de siempre me acoge con el hedor a cerveza regada, a orina implantada en despreocupados rincones, con postes manchados de pestilencia. Acelero el paso mientras observo el nombre del nuevo local graficado en letras mayúsculas y cursivas. Un sitio de perdición, Señor, y en mi callejón predilecto.
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El mercado es un torbellino de olores. Las legumbres y las hierbas, los granos y mariscos, los alimentos procesados y las frutas, derraman una extensa gama de sensaciones que invaden el olfato. Gobierno mi cuerpo hacia la estancia de las especias. Me impregno de la emanación acre de la canela, del comino, de los clavos de olor, de la pimienta dulce. Pago por las especias con algunas monedas que Isaac, el vendedor, hombre solterón y de rostro carnoso, recibe con gesto de simpatía.
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Tajo el róbalo en rebanadas gruesas que sumerjo primero en agua y luego, ya limpia la carne, en limón y sal. Sofrío y coloco los comestibles en un plato de porcelana. El aroma es apetecible y fuerte, tanto que Tomás ha abandonado su distrito de batalla diaria para velarme con su lengua hambrienta al pie de la cocina, hecho que quizá refute mi escepticismo en la capacidad de su nariz. Muelo las bolillas de pimienta, las rajas de canela, los clavos de olor y el comino. Agrego vinagre. Un líquido lacrimal me recorre desde los ojos y arrojo dentro de la sartén las cebollas picadas con su olor de dulce pestilencia. Incorporo al pescado junto con un poco de jerez. Lo tapo y lo dejo cocer a fuego lento.
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He recurrido una vez más a la imploración del perdón divino. Estoy arrepentido de haber pecado de pensamiento y palabra, de obra y omisión. Señor, acoge a este pecador suplicante para que vuelva a tu camino y pueda ser salvo en ti.
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Están allí, bailando con gozo en la putrefacción. Embelesados por la lascivia. La lujuria se satisface en el fango del regodeo carnal y la concupiscencia. Los placeres deshonestos se subliman en peces horrendos, en conchas abismales, en légamos de mierda. Cabras, dromedarios, caballos y aves ansiosas del goce avalan el desenfreno. El espacio hiede a pecado, a lujuria. Corrompen el entorno con una peste emanada del lado más oscuro de nuestro ser. Dejo de observar el cuadro y me cercioro de los pocos minutos que dispongo para el descanso, antes que doblen las campanas.
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Estoy por acudir a misa con un cansancio muscular enorme. Ingiero dos vasos de agua que aplacan el rugir de mi hígado, o al menos eso imagino o deseo. Me coloco la sotana. Me siento más puro.
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El chico me inquiere con una pregunta que de momento me pasma. Me obliga a retroceder hasta que caigo vencido en el sofá. Lo estimulo para que se siente junto a mí. Accede no sin anticipar un gesto que me advierte la disposición de no transgredir en su propósito. Acaricio un mechón que resbala por su frente y lo ubico detrás de la oreja, lugar que le corresponde. Siento la mirada cargada de expectación. Trato de no defraudarlo y le cuento que Dios es un ser bueno y misericordioso y que no podemos conocerlo físicamente o imaginarlo con los perfiles anatómicos a los que estamos habituados, pero esta invocación de catequesis no satisface su curiosidad. Me muestro fuerte. Le digo la verdad, que a Dios hay que amarlo y no pretender conocerlo. Me dice, con cara de derrota y resignación, que Dios es complicado. Yo solo tengo vida para aspirar el dulce olor a almizcle que me impregna en la nariz al despegar sus nalgas del mueble. Lo llamo. Él voltea con una mirada luminosa, con esa mirada que me incita a agarrarlo de las mejillas y satisfacer mis impulsos. Pero suplico la ayuda del Señor, que todo lo puede, y entonces, con fuerzas renovadas, encamino al muchacho a mi habitación. Le indico que es un secreto. Le revelo que yo conozco a Dios. Se lo muestro.
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Dios no es pequeño, aunque lo parezca a simple vista. Está alejado para tener una mayor perspectiva del mundo, eso es todo. Su mirada, sabemos, es ubicua. Sentado en su trono, su cabeza está coronada por una tiara y en sus piernas descansa el sagrado libro. Su espalda está protegida por un largo capote imperial. Lo puedo ver ahora, mientras el padre Misael me muestra esta peculiar pintura. La oscuridad del cuadro me infunde temor. No obstante, lo resisto. En el horizonte, tras la bruma que encapota el cielo encerrado en el vidrio cóncavo, está Dios, y puedo verlo. Ahora lo conozco. Y veo su sonrisa.
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Me dispongo a tomar el sueño con el fragante hedor de su nuca. Hemos orado juntos, cuerpo a cuerpo, y le hemos pedido a Dios que nunca nos aparte de su camino, para poder congraciarnos en sus preceptos. Hay algo cargado en el ambiente que me impide una respiración normal. Siento la absurda premonición de que estoy a punto de caer en una pesadilla de la que no podré despertar. Afuera ha empezado a golpear la lluvia, muy suave.