Es posible pensar que cuando las centrales patronales y los sindicatos del campo llamaron al paro y a las rutas, lo hicieron de manera casi rutinaria, como tantos otros sectores lo habían hecho sistemáticamente durante aquellos años calientes. Business as usual en la gimnasia jacobina de la sociedad movilizada argentina. Algo de gimnasia revolucionaria para entonar mejor la negociación “paritaria”. Es probable que no supiesen, porque nadie hasta ese momento lo sabía, que la puja redistributiva se había súbitamente penalizado, y que el gobierno iba a hacer de ese conflicto uno de vida o muerte.
¿Qué cambió? O, como se preguntaba Ernesto Tenembaum en su libro de época: ¿Qué les pasó? (8) Las interpretaciones circulantes y más irrisorias podían ir hacia los bordes del psicoanálisis (una secreta venganza del ex presidente Néstor contra su mujer ahora Presidenta), hasta otras más “políticas” que hablaron del creciente autoritarismo de la pareja presidencial. La realidad es que el conflicto con el campo cristalizó un cambio radical en el gobierno, que supuso a la vez un cambio radical en toda la política argentina, en un país donde el peso del Estado da la “pauta” del comportamiento social. El Estado kirchnerista pasó entonces de procesar a producir conflicto, como si se hubiese pasado a otra rama de la industria, y a cifrar en esta producción la matriz de su acumulación política. Del Partido del Orden de 2003-2008 al Partido de la Revolución de 2008-2015. El Gobierno y el Estado se pondrían a la vanguardia de su propia sociedad movilizada, siempre “yendo por más”. De un gobierno que corría de atrás a la sociedad a una sociedad que corre de atrás a un gobierno. La caída del poderoso jefe de Gabinete Alberto Fernández y la guerra contra el grupo Clarín nacen en aquellos días. Es sintomático cómo en cada crónica de época, las distintas negociaciones por el conflicto avanzaban hasta llegar a la Casa Rosada, para luego terminar derribadas en el maximalista “los quiero de rodillas”. Un gobierno lleno de palomas con un solo halcón: Néstor Kirchner.
Imaginemos la escena. De un lado Carlos Kunkel, viejo montonero y dirigente de Florencio Varela, jefe político de Kirchner en los 70 y ahora uno de sus fieles. Del otro, Carlos Raimundi, antiguo cuadro del alfonsinismo juvenil, luego un caminador de las variantes del progresismo, sentado allí en representación de la “izquierda” del ruralismo: la Federación Agraria. Raimundi expone una serie de correcciones al proyecto de “la 125”. Kunkel escucha, entiende y calla. La deformación de Kunkel era evidente: su antiguo rictus de joven –que desafió al mismo Perón– migró en el tono de un viejo pejotista, con poncho, íntimo de dirigentes como José María Díaz Bancalari, una suerte de “rosista”. Pero Kunkel escucha, entiende y ahora pide que lo entiendan. Le dice a Raimundi: “Está bien, pero te paso el teléfono y convencelo vos”. Kunkel era un jacobino de hojalata. Y le extendía el teléfono simbólico para que fuera ese viejo joven radical el que convenciera a Néstor Kirchner. Irreductible.
Así nace el “pueblo kirchnerista”. Los franceses tienen en su cultura política el concepto de “peuple de gauche”, que engloba la práctica política pero también los usos y costumbres de su población de izquierda. Sus diarios, su noche, sus consumos, sus ritos, su estética y su ética. Etnografía urgente del país que inventó la grieta. En el año de la Resolución 125, el kirchnerismo adopta una faz identitaria que hasta ese momento le era esquiva: pasa de tener electores a tener militantes. Se empiezan a plantar ya no solo en la política sino en la sociedad civil las mil flores que florecerían poco después. Pero este fenómeno no viene sin su contraparte. El 2008 es también el año del nacimiento del antikirchnerismo de masas, y de la (otra) calle militante.
“¿Qué hiciste tú durante la guerra, padre?”, es la pregunta que podrían formularle en clave argentina sus ahora votantes a Mauricio Macri: “¿Qué hiciste tú durante el conflicto con el campo?”. Lejos estaba entonces de convertirse en el referente institucional de la protesta. El matrimonio entre Macri y la sociedad antikirchnerista, la misma que llenó el Monumento a los Españoles y el Monumento a la Bandera en Rosario, estaba lejos de ser definitivo. El Pueblo Macrista nació antes que Macri. Una síntesis urbana inesperada: la ciudad que defiende el campo. Las plazas de 2008, las de la 125, las plazas de la alianza entre capas medias urbanas y soja. Vividas como militantes, no conocíamos la soja, no habíamos visto un solo silobolsa en la vida, manteníamos el intacto imaginario de la “vieja oligarquía”, y nos desayunamos con esta invasión a la ciudad, el aluvión zoológico chacarero, tecnificado, que mezclaba en la plaza a viejos vinagres del corredor norte urbano con chicos y chicas en ojotas a los que sus padres, desde pueblos agrarios, habían mandado a estudiar: el campo y los vecinos/ unidos adelante, en ese chancleteo mate en mano que hizo temblar al país. La soja era el petróleo del kirchnerismo. Y, como siempre y paradójicamente, el kirchnerismo la odiaba. Porque odiaba lo que necesitaba. Un yuyo. Sin embargo, no sólo no sabíamos cuál era el tejido productivo de la soja, la estructura impositiva que hacía saltar a sus productores como energúmenos. Es que ni siquiera se sabía qué era, de dónde venía ese malón, de qué edificios bajaba esa marea donde algunos le ponían el nombre al gobierno usando una lengua de guerra que se creía hundida en un viejo sótano policial: llamaban “yegua montonera” a Cristina. Por Callao, por Santa Fe, Corrientes, 9 de Julio... Clase media contra clase media, cuerpo a cuerpo. Luis D’Elía contra Alfredo de Ángeli era ese sumo.
Las plazas de 2008 parecían alcanzar la conciencia para sí de las plazas de 2001. Ya no era el grito “unánime” del “Que se vayan todos”, sino el grito coordinado de una Argentina dinámica y competitiva que pedía “Que se vaya el Estado” de sus vidas y bolsillos. En ese año comienza a tejerse el lenguaje definitivo del antikirchnerismo, que, de algún modo, reactualiza el lenguaje del antiperonismo: Estado, punteros, planes, militantes, subsidios, todo era lo mismo. Los chacareros y los vecinos indignados irrumpían y hacían uso del espacio público y de la plaza en un gesto que es cifrable: como si fuera “por primera vez”. Un modo de estar subrayando la excepción: hacían pesar que estaban ahí obligados a estarlo por las circunstancias, forzados por la excepción, y entonces no respondían a ningún protocolo ciudadano. Podían insultar y cortar rutas o calles porque ellos eran en realidad las víctimas de todos los cortes de ruta y cortes de calle históricos. Respondían con la misma moneda como muestra excepcional y con el convencimiento de clase de que no podían ser reprimidos porque la “represión” existía para defenderlos a ellos. El grito de 2008 era por sacarse el Estado de encima.
Los días del conflicto que cambió al kirchnerismo (y a Argentina) destruyeron su segunda coalición política, la que sobrevino después de la Transversalidad: la Concertación Plural con los llamados “radicales K”. Puede decirse que el kirchnerismo 2003-2007 fue el menos peronista de todos, o el más lúcido con respecto a sus posibilidades reales. Fundar una gobernabilidad en la Argentina pos 2001 sostenida en el cascoteado PJ era, para el primer Kirchner, garantía de minorías, y por esto exploró todos los métodos y armados alternativos posibles: “Que se metan la Marchita en el culo” (9), en una cristalina definición de Aníbal Fernández.
La traición del vicepresidente Julio Cleto Cobos definió la opción peronista del kichnerismo: desempató contra el proyecto de su propio gobierno y liquidó el asunto. Apareció, así, su “tercera” coalición, ya que si bien el peronismo siempre estuvo presente, en la contabilidad gubernamental era menospreciado como eje de acumulación política. A partir del 2008, Néstor Kirchner asumirá de manera explícita el rol de jefe partidario, revitalizando su rol y el de las organizaciones