“Ya es muy tarde para ser sólo de una provincia…”
Criollo del universo, Francisco Madariaga
El camino al poder
En Nixon, la película biográfica de Oliver Stone (1), Richard Nixon se pregunta sobre su camino al poder. Sabe, con sentido trágico, lo que señaló Walter Benjamin y se citó mil veces, “todo testimonio de cultura es a la vez testimonio de barbarie” (2); y, dicho fácil: que toda biopic de triunfo y realización personal implica a la vez un recuento de cadáveres, de las víctimas simbólicas y reales que fue necesario sacrificar para llegar al objetivo.
Su padre, su hermano, John y Robert Kennedy son los cuatro cuerpos que Nixon contabiliza. Sin las muertes familiares, un joven pobre de una ciudad dormida de California jamás hubiese tenido la posibilidad financiera de acceder a la Universidad y al ascenso social necesario para aspirar a lo máximo; las muertes kennedyanas, la caída de ese “Camelot” (3) y la Guerra de Vietnam rompieron la barrera más fuerte que existía entre quien sería elegido presidente en noviembre del 68 y la Casa Blanca, como si existiese una relación necesaria entre el triunfo de unos y la tragedia de otros.
¿Y cuáles fueron los “cuerpos” de Mauricio Macri? ¿Qué transformaciones fundamentales tuvieron que realizarse en un país plebeyo como Argentina para que, 33 años después del retorno de la democracia, “los ricos” lleguen al poder?
El macrismo se narra a sí mismo en la misma clave de relato épico del emprendedorismo a la Silicon Valley. Un gigante, dicen, nacido en un garaje. Y así como la rebelión del capitalismo digital triunfó con su acné y su Bill Gates sobre los machos alfa de los “capitanes de la industria”, así como los Jedis de George Lucas arrasaron con el Taxi Driver de Martin Scorsese, así fue como el PRO le ganó al peronismo. Una revolución tecnológica y científica contra la política concebida como profesión.
Esta narración limpia y auto-transparente esconde sin embargo sus “muertos en el placard”, los profundos cambios políticos y sociales argentinos de los cuales Cambiemos es más consecuencia que causa. Si el discurso motivacional de Steve Jobs frente al alumnado de la Universidad de Stanford (4) no habla de las prácticas laborales de Apple en China, el discurso oficial macrista tampoco se refiere hoy a “las bajas” con las que cimentó su larga marcha hacia el poder. La ilusión del capitalismo limpio y de la política sin víctimas.
¿Cuáles fueron entonces las víctimas, los “muertos” simbólicos sobre los cuales Mauricio Macri activó su acceso al sillón de
Rivadavia? El ejercicio, hecho aún en este presente continuo llamado “el peor momento del gobierno”, amerita un viaje en el tiempo.
Cuerpo 1: La clase política
De existir un sismógrafo político en la Plaza de Mayo quizá podría haber registrado que lo que estaba sucediendo esa tarde soleada del 10 de diciembre de 2015 no era un terremoto, sino una réplica de uno anterior y gigantesco, que todavía reverbera y late, como una herida mal curada. Y de otra plaza igual de soleada, pero bastante más sangrienta, la del diciembre legendario de 14 años atrás: el diciembre de 2001. Esa que transformó a Argentina para siempre y sepultó a una de sus creaciones más notables: la clase política de la democracia.
A fines de 1983 Argentina asistió a un experimento: el de la creación y desarrollo de una clase política moderna, al estilo europeo occidental. Los partidos políticos (con sus cuadros, sus operadores, sus militantes, sus concejales/diputados/senadores, sus comités y sus unidades básicas) emergieron como el cuerpo fundamental. Aparecieron como los soles alrededor de los cuales orbitaría el resto de los planetas.
Con el sueño revolucionario ahogado en sangre, Argentina ingresaba al ideal reparatorio de la democracia liberal recitando el Preámbulo de la Constitución. Con la democracia, decía Alfonsín, se come, se cura, se educa. Y sobre todo: se vive y no se mata. La ceremonia llegaba justo después de la dictadura militar. Y estaba en sintonía con la de otros países. En Italia, el eurocomunismo proponía una vía democrática para resolver los grandes problemas del país; en España nacía la Transición democrática después de la dictadura franquista; en Portugal se asentaba un orden de libertades tras la llamada Revolución de los Claveles. La democracia, en Argentina, tenía algo de aquellos bríos del Viejo Continente. Era lo que permitía transitar el paso de “lo revolucionario” a “lo político”. Y, por lo tanto, del revolucionario al político. Esta utopía era compartida por los reformadores y modernistas de los dos partidos mayoritarios, que deseaban ubicar en el mismo basurero de la Historia tanto a Herminio Iglesias –viejo cacique peronista– como a Ricardo Balbín –viejo cacique radical–. Singularmente, el modernismo de época no se registraba, como en la generación anterior, en clave de edad biológica o de lucha generacional entre padres e hijos. Raúl Alfonsín y Antonio Cafiero no solo eran “viejos”, sino que además poseían sólidas carreras políticas a sus espaldas, cimentadas en mil acuerdos, roscas y compromisos. A priori, un prospecto poco atractivo para un programa de reforma política y social.
Sin embargo, y a la manera de su adorado François Mitterrand –líder del socialismo francés que había llegado al Palacio del Elíseo en 1981–, habían sabido reinventarse en padres de la nueva era, con la voluntad de contener y posibilitar a la vez, con una mezcla de audacia y prudencia, los huracanes de la primavera democrática. Aspirantes a estadistas, hombres de la posguerra sucia argentina, entendían su rol como el de pacificadores y estabilizadores, y con el objetivo fundamental, para el cual ningún compromiso era desechable, de preservar la democracia. Esto implicaba necesariamente la erradicación de la violencia política como método y la elaboración de compromisos implícitos y explícitos entre sí. Los desafíos objetivos y la autovisualización de sí mismos como guardianes de la democracia, auspiciaron la creación de una cultura de clase: radicales y peronistas espalda con espalda contra el remanente del Partido Militar. Clase política que, como todas, tendría su faceta solar en la presencia de Cafiero en el balcón alfonsinista de la Casa Rosada del “Felices Pascuas” de 1987, durante la primera rebelión militar “carapintada”, y una más lunar y oscura en los negocios del joven operador radical, Coti Nosiglia, con el sindicalista gastronómico peronista, Luis Barrionuevo. Eran los partidos del “pacto”, pero no con ese recitado sesgo de La Moncloa (5) (un pacto anterior a la democracia que nacía marcándole sus límites y posibilidades). La nuestra era una La Moncloa ambulante y permanente. Una La Moncloa argentina.
Así, la nueva clase política se enfrentó a las siete plagas de Egipto de la naciente democracia. En los años que fueron desde el primer levantamiento carapintada en 1987 hasta la sanción de la Ley de Convertibilidad en 1991, se produjeron tres alzamientos militares, dos hiperinflaciones, un ataque guerrillero a un cuartel, y una interna peronista. Para colmo, también se había producido una caída global algo más impactante: la del Muro de Berlín (noviembre de 1989). Pero el “sistema”, aquello que sus guardianes se habían juramentado proteger y defender, aguantó contra todo pronóstico. Corrían los tiempos heroicos de la democracia argentina, los años que “vivimos en peligro”, y también aquellos años de “enamoramiento” entre la sociedad civil y “los políticos”, en donde aún las fronteras entre ambas dimensiones eran porosas y dinámicas, como prueban la masiva militancia juvenil de los años ochenta y la explosión cultural urbana.
Los años duros dejaron su marca, y la clase que protagonizó el Pacto de Olivos ya no tuvo la legitimidad de antaño, pero sí la fuerza y el volumen político para procesar en conjunto y “por adentro” las ansias reeleccionistas de un Carlos Menem popular por el éxito del plan Cavallo junto con la necesidad de dar un nuevo marco regulatorio al sistema político. El Pacto de 1994 muestra un éxito paradojal: por un lado actualiza, transforma y ordena las reglas del juego político-institucional hasta la actualidad (la Convención Constituyente como el Mundial de la clase política, donde se escenifica su poder) y, por otro lado, es el comienzo lento de su divorcio con la sociedad civil y del nacimiento de ese nuevo animal político anfibio (50% clase política y 50% nuevas figuras mediáticas de la sociedad civil) que sacaría provecho de ella: el Frepaso (Frente País Solidario, integrado por el Frente Grande,