Las preguntas cayeron en aluvión. Sudhir inició las hostilidades con una duda sobre el grado de participación política popular durante el gobierno del partido Ba’ath y la violencia reconocida de la acción estatal en el interior de la sociedad. Mor indagó sobre el papel de la opinión pública global, manifestada por las instituciones internacionales del tipo de la ONU o del Banco Mundial, en el tremendo proceso de cambio del régimen de la tierra acaecido en el Irak ocupado. Apuntó también a las responsabilidades de las potencias que se muestran incapaces de controlar los efectos caóticos, no buscados ni queridos, pero provocados por sus intervenciones violentas en países como Sierra Leona, Somalía, Afganistán, Irak o Libia. Fernando Rosa Ribeiro nos recordó que no hay lugar en el mundo donde se acepte de modo explícito algún tipo de soberanía ejercida por una empresa transnacional. Insistió además en que no existe forma de gobierno que sea capaz de perdurar sólo sobre la base de la violencia, siempre es necesaria una cuota importante de consenso. Así fue que, al contrario de lo imaginado por los norteamericanos, los shiitas no recibieron al ejército de la Coalición como salvador. Samuel Nyanchoga y Dmitrii Tokarev preguntaron acerca del papel de los intelectuales en el conflicto, a lo cual Huri contestó que no hay ahora ningún espacio posible en Irak para la acción propia de los intelectuales. Jan Houben agradeció la mención de su compatriota lejano, Hugo Grocio, por parte de nuestra oradora del día, pero protestó contra la idea de que el terrorismo fuese la única opción de los grupos afectados en el vuelco del sistema económico. Mamadou Diawara se plegó a las objeciones de Jan y destacó la influencia, las complicidades de Arabia Saudita y Turquía en el propio movimiento terrorista. Hamadi Redissi intervino para decir que, en realidad, la economía global y el fundamentalismo eran las caras de una misma moneda. Ward Keeler aludió, oportunamente, al poder disruptivo de la corrupción en países como Irak o Libia, al mismo tiempo que se preguntó si acaso no podría verse en el respeto a ciertos derechos de propiedad un buen punto de partida para lograr el cambio social progresivo. Margret Frenz quiso saber si había o no similitudes entre los procesos de Irak y Afganistán. La cuestión quedó flotando. Fui el último en preguntar. Pedí a Huri que nos mostrase o leyese documentos legales donde se advirtiese con claridad el punto de inflexión de la vida económica que ella nos había explicado. Presenté las disculpas del caso, es decir, del positivismo excesivo encerrado en mi pretensión. Pregunté, por fin, qué campo de acción había sido atribuido al Estado a partir de 2003-2006. Huri reconoció que, poco tiempo ha, se habían producido signos de un intervencionismo formal del Estado en la actividad económica; se trata de una ley muy estricta sobre el respeto de técnicas de preservación del ambiente a cargo de las empresas petroleras. En síntesis, tengo la impresión de que Huri tendría que habernos mostrado más datos cuantitativos y haber hecho, ante nuestros ojos, un ejercicio comparativo de textos legales concretos a uno y a otro lado de la cesura de 2003. Me temo que, en estas circunstancias, debemos atenernos a creer todo cuanto nos dijo, sin pruebas empíricas explícitas. Si bien tengo pocas dudas de que no existan y de que Huri no las conozca (perdón, parezco Kristina a propósito del caso Nisman).
En el almuerzo ceremonial, que sigue por ley al seminario, compartí la mesa con Kumar y Dmitrii. Nuestro compañero ruso dominó la conversación. Todo comenzó con preguntas sobre la comida de su país, que el propio Dmitrii definió “limitada, hipercalórica, sabrosa, aunque nada refinada”. Supimos entonces que los quesos del país se reducen a dos o tres del tipo de los quesos amarillos, nada extraordinario ni que soporte una comparación con sus equivalentes franceses. Acerca del caviar, nuestro amigo recordó que, un día de los años ochenta, su madre lo llevó a pasear al centro de San Petersburgo y tan contenta estaba que le compró un sándwich de caviar. Dmitrii guarda esas imágenes y sinestesias como un tesoro imborrable en la memoria. En consecuencia, el buen caviar es también un producto de lujo en la tierra bañada por el mar que lo produce. Enseguida, tanto Kumar como yo lo sometimos a un interrogatorio acerca de la política en la Rusia actual. El punto de partida de su explicación se colocó en la década del noventa, un período de grandes humillaciones para su país. La generalización justificada de esa vivencia hizo posible el resurgir del nacionalismo que promueven Putin y sus hombres. Un apotegma, hoy corriente en Rusia, resume bien la situación: “a los amigos [del poder, se entiende], todo les está permitido; con los enemigos, se aplica la ley”. Me suena, me suena. “Al enemigo, ni justicia” y otras delicias por el estilo del General y sus epígonos. A propósito del recuerdo de Dmitrii, Kumar también evocó uno de su infancia en Larkana, hoy Pakistán. Sucedió antes del traslado forzoso a la India que hubo de realizar su familia en 1947, como parte del intercambio de hinduistas y musulmanes a que llevó la partición del subcontinente indio. En la casa de Kumar había un gallo y una gallina que llevaban una existencia asombrosa de pareja constituida. El gallo tenía unas plumas de colores con las que se pavoneaba de techo en techo. La gallina lo seguía con los ojos, extasiada, pero nunca abandonaba el tejado de la casa. Un día, alguien se robó el gallo. Tanto se ufanó y se mostró el soberbio que habrá terminado en la mesa de un pobre, convertido gracias al ave en príncipe durante varias horas. La gallina esperó hasta la mañana siguiente, quietita cerca de la chimenea del horno. De pronto, lanzó un alarido, más que un cacareo, de duelo y tristeza, bajó del techo como una viuda loca y se escondió en el corral donde murió al poco tiempo. No entiendo bien por qué, me quedé clavado en el salón de estar junto a Rimli y Kumar. Hablamos de las historias, los cuentos filosóficos, las fábulas. La conversación derivó hacia las formas del islam y las leyendas conexas. Ahí me enteré de que el sufismo es, en realidad, igual que el budismo, una religión atea, con la ventaja respecto de este de que no tiene,