13. ¿CÓMO LA VIRTUD MARCA LA DIFERENCIA?
14. ¿SE PUEDEN ENSEÑAR LAS VIRTUDES MÉDICAS?
15. HACIA UNA FILOSOFÍA INTEGRAL DE LA MEDICINA
PREFACIO
TENGO LA GRAN SATISFACCIÓN de presentar al lector la traducción al español de The Virtues in Medical Practice, de Edmund Pellegrino y David Thomasma, con la ilusión de que pueda encontrar, igual que yo encontré en su día, un libro transformador. Me ayudó a descubrir la importancia del cultivo de las virtudes para una práctica clínica que pretenda el bien integral del paciente y la consecución de una vida lograda con el ejercicio de la profesión.
Este libro puede ser muy valioso para los estudiantes de ciencias de la salud y profesionales sanitarios en ejercicio, independientemente de su profesión o especialidad. En un entorno sanitario, en el que cada vez con mayor claridad se percibe la necesidad de rehumanizar la práctica clínica, parece importante disponer de herramientas que nos ayuden a formarnos como profesionales sanitarios. Dicha formación quedaría amputada si se limitase exclusivamente a la adquisición de conocimientos y habilidades técnicas. Este libro es una de esas herramientas.
Las profesiones sanitarias han ido cambiando, al igual que otros ámbitos de las sociedades occidentales, a lo largo de la historia. A partir del siglo XVII los avances científicos de Galileo o Newton prestigiaron las ciencias como el mejor método de conocimiento de la realidad. Desde entonces lo científico ha seducido incluso a la filosofía que ha tratado de imitar su método para el conocimiento de las realidades que había sido su objeto de estudio desde sus inicios. Me refiero a realidades no empíricas, no mensurables, que se escapan al método científico. La confianza en la razón humana creció tanto que se pusieron bajo sospecha los saberes procedentes de los humanistas de tiempos anteriores. Durante el siglo XIX se consideró que el saber debía basarse en los hechos positivos, y se consideraba inaceptable cualquier otro camino para el conocimiento de las cosas. Todas las disciplinas del conocimiento aspiran hoy a ser científicas.
Pero es evidente que, a pesar de la gran importancia de lo científico en la práctica de la medicina, esta es mucho más que una ciencia. La medicina es un arte. Los médicos y el resto de los profesionales sanitarios hemos de apoyarnos en los conocimientos que las ciencias nos proporcionan, pero eso es insuficiente para una toma de decisiones adecuada. Y decidir es lo que nos toca continuamente, por lo general, en un clima de incertidumbre por las características intrínsecas de la medicina, muchas veces a toda prisa y soportando grandes presiones (paciente, familia, gerente, etc.). Estas decisiones deben tener en cuenta los hechos (particularidades del caso, datos científicos, evidencias científicas, tipos de tratamiento, resultados de estos, etc.), pero también los valores (opinión del paciente, sentido de la salud y la enfermedad, relación con las ultimidades, justicia, libertad, responsabilidad, etc.). Es evidente que no hemos recibido, en general, una formación específica para ello. La mayoría hemos recibido una formación cientificista, biologicista, y carecemos, en general, de una formación filosófica, epistemológica, antropológica y ética que nos ayude a encontrar el verdadero sentido de nuestra profesión y a una toma prudencial de decisiones. Esta toma de decisiones se repite a diario, varias veces al día. De manera que no es infrecuente la desmotivación, y la vivencia de la profesión como una carga. Algunos pacientes pueden convertirse en una preocupación. Si se llega a esta situación, hay dos salidas: o bien iniciar una formación, en muchas ocasiones voluntarista y autodidacta; o, ante la impotencia, dejarse llevar por la sordera y ceguera morales, hacia una anestesia moral que, en muchas ocasiones, conduce a un evidente desánimo, y sienta las bases para ser atrapado por el síndrome del trabajador quemado. Así que, a la mitad de la vida profesional, podemos sentirnos como condenados a seguir haciendo de médicos hasta la jubilación. Con mimbres como estos no se puede pretender la tan demandada rehumanización de la práctica sanitaria.
El objetivo ha de ser, por tanto, facilitar la formación de los profesionales sanitarios. Pero no hay que confundir formación con mera instrucción. Dicha formación ha de considerar que los profesionales sanitarios somos ante todo personas y debe aspirar a un crecimiento en plenitud. La sola instrucción puede lograr ese nuevo bárbaro que denunciara Ortega y Gasset como «un profesional perfectamente adiestrado en la técnica de su disciplina, pero incapaz de situarla en su contexto y relacionarla con otras materias; más instruido que nunca pero más inculto también».1 Lograr médicos y otros profesionales sanitarios con muchos conocimientos y técnicamente competentes es necesario, pero no suficiente. Lo propio de la inteligencia es saber hacerse preguntas. Es el único camino para encontrar respuestas. El hombre y, por ende, los profesionales sanitarios, necesitamos hacernos ciertas preguntas y encontrar las respuestas. Preguntas sobre el sentido de la vida, la libertad, la vocación, la responsabilidad, la prudencia en la toma de decisiones; y también sobre la humildad intelectual, la abnegación, la lealtad a nuestras obligaciones y compromisos, la actitud ante la vulnerabilidad del otro, el ámbito espiritual, el ámbito religioso, y en fin la conciencia de finitud y contingencia percibidas vivencialmente ante la enfermedad, el sufrimiento, la muerte, la influencia de las ideologías en la toma de decisiones, la mercantilización creciente de la práctica sanitaria, etc. Ninguna de estas cuestiones puede abordarse desde las puras ciencias. Son dimensiones absolutamente reales, pero sin unidades de medida; y por tanto, no mensurables. Escapan al método científico.
Hace falta una apertura hacia las humanidades, hacia una sabiduría de la vida. Comparto con Lacalle2 que nos movemos en la actualidad en un contexto caracterizado por:
— Un divorcio entre la razón y la sabiduría que ha conducido al hombre al llamado pensamiento débil, con el descrédito de la razón para conocer la verdad de lo real.
— El relativismo, que ha puesto en tela de juicio que exista la verdad.
— El positivismo que ensalza las ciencias positivas y niega validez a otras formas de conocimiento humano, marginando la formación humanística.
— Una hiperespecialización del conocimiento y una fragmentación del saber, que provoca una mirada parcial sobre lo real.
— Una cultura utilitarista que antepone la praxis a la teoría. Se imparte mucha instrucción y poca sabiduría. Se enseña a hacer cosas pero no el sentido que tiene el hacerlas.
— El objetivo de la educación es la empleabilidad y no el que el educando alcance la plenitud.
Ante este reto, pensamos que el libro de Pellegrino y Thomasma que presentamos puede ser una herramienta docente muy importante. Una obra que nos permite reflexionar sobre las virtudes en la práctica de la medicina y sobre la necesidad del descubrimiento y cultivo de dichas virtudes. La educación de alumnos y profesionales en ejercicio debe perseguir el que alcancen su plenitud como personas ejerciendo la profesión sanitaria. Si no, se corre el riesgo de reducir su paso por las aulas y por los centros