Es de sobra conocida la propuesta estructural de Lévi-Strauss a propósito de la distinción saussureana entre lengua (propia del tiempo reversible) y habla (propia del tiempo irreversible). Aplicada a la temporalidad del acontecimiento mítico, sostiene el antropólogo, permite descubrir una estructura permanente referida simultáneamente al pasado, al presente y al futuro; una estructura no solo histórica y ahistórica (relativa al habla y a la lengua), sino perteneciente a un tercer nivel temporal que combina ambos y presenta, de manera simultánea, «el carácter propio de un objeto absoluto» (Lévi-Strauss, 1973, p. 240).
Ciertamente, esta teoría estructuralista y existencialista no puede desentrañar el sentido último de los mentados pasajes bíblicos; su método solo permite la plasmación de combinaciones de elementos míticos fundamentales o, cuando más, el escéptico preludio de una búsqueda infructuosa: «Si los mitos tienen un sentido…».12 No obstante esta imposibilidad, la teoría del antropólogo arroja una luz sobre la temporalidad del relato mítico. La narración de ese objeto absoluto —tercer nivel del mito respecto a la lengua y al habla, a los respectivos tiempos reversible e irreversible— evoca un tiempo absoluto. La razón científica que abomina del lugar vacío (privado de materia) es la misma que abomina del tiempo incondicionado (privado de movimiento). Tan importante es resaltar que el relato mítico incluye un lugar y un tiempo imposibles de circunscribir (el sexto día, al oriente del Edén) como asentar que el tiempo del acontecimiento mítico es absoluto. No remite a un pasado, a un presente o a un futuro relativos, sino a una cosmogonía o a una escatología absolutas, incondicionadas e independientes de nuestras coordenadas limitadas; es decir, a un illo tempore que implica un curioso nunc: un semper que explica, en sentido mítico, la esencia última del ser humano.
LA REGENERACIÓN DEL MUNDO
El último relato hebraico que veremos aquí versa sobre la regeneración del mundo. Mediante una afirmación categórica («El fin del mundo ya ha tenido lugar»), uno de los grandes historiadores de las religiones refleja con acierto el mundo imaginario de los pueblos primitivos, para quienes el nacimiento y la muerte universales son incesantes (Eliade, 1963, p. 74).13 Esas sociedades no conciben el transcurso de la vida y las épocas de manera autónoma, ligado a un tiempo profano, continuo, como el nuestro, sino regulado según un modelo transhistórico por una serie de arquetipos que dan todo su valor metafísico a la existencia humana.14 Desde esta perspectiva presocrática, todo término ad quem es solo aparente, como lo es cualquier valor que se quiera dar a los objetos del mundo exterior: todos dependen fundamentalmente de su participación en una realidad trascendente. Una piedra vulgar puede, en virtud de su forma simbólica o de su origen (celeste o marino), adquirir un carácter sagrado (un aerolito, una perla). Otro tanto cabe decir de los actos humanos. La nutrición o el matrimonio no son meras operaciones fisiológicas, sino que reproducen un acto primordial, repiten un ejemplo mítico: la comunión con la naturaleza o con otro ser humano. Hablando en propiedad, «el hombre arcaico no conoce ningún acto que no haya sido previamente hecho y vivido por otro, otro que no era un hombre»;15 es decir, por alguien con el que establece una comunión transhistórica y, en cierto modo, sagrada.
Tomemos el caso del diluvio. Todos los cataclismos cósmicos cuentan la destrucción del mundo y la aniquilación de la especie humana, salvo unos pocos supervivientes: fin de una humanidad y aparición de otra. Tras esta escatología, una tierra virgen surge, símbolo de una cosmogonía, que conduce a otra escatología, y así sucesivamente. Este conocimiento del transcurrir universal se perdería sin una representación: los rituales del nuevo año en la civilización semita establecen libaciones que simbolizan la venida de la lluvia vivificadora y, sobre todo, la recreación del mundo. Pero cuidemos de no limitarnos a una interpretación material. Estas ceremonias sobrepasan con creces un sentido meramente físico; simbolizan otro metafísico y cósmico: el diluvio significa el fin de un mundo marcado por el mal, la victoria sobre el enemigo marino —encarnación del caos— y el surgimiento de un nuevo mundo.16 La lección es patente: el diluvio realza la omnipotencia divina y la debilidad humana.
Qué duda cabe, el relato bíblico del diluvio contiene aspectos desemejantes respecto a otros relatos orientales y precolombinos. No solamente en las derivadas morales (en el relato del Génesis, el hombre acepta la prohibición divina del asesinato),17 sino también en las representaciones imaginarias del tiempo. La versión judía solo es cíclica en apariencia; en realidad, propone un desarrollo diacrónico. Al salir del arca, Noé construye un altar y ofrece un sacrificio a Yavé. Apenas Dios aspira el aroma de los holocaustos, dice en su corazón: «Nunca más volveré a maldecir el suelo por causa del hombre» (Gen 8:21). A la bendición de Noé y sus hijos, a la prohibición de alimentarse con sangre de animales y derramar sangre humana, sucede la Alianza entre Dios y Noé, sellada mediante el arcoíris, símbolo y señal de que «no habrá más aguas diluviales para exterminar toda carne» (Gen 9:15). El nuevo mundo, ahora reorganizado, parece destinado a perdurar.
La razón de estas diferencias con otras versiones diluvianas estriba en el carácter monoteísta de la religión judía y, consiguientemente, en una de sus invenciones estelares, la creación, expuesta sin género de dudas desde el primer versículo: «En el principio creó Dios los cielos y la tierra» (Gen 1:1). Aquí la cosmogonía surge de la nada, concepto incomprensible para la mayoría de las religiones del entorno judío. De manera consecuente, esta cosmogonía determinada por un principio absoluto exige una escatología también determinada por un término absoluto, tras la cual no haya más que lo que hubo en el principio: Dios (de lo contrario, este dios no sería Dios).
Parece oportuno esbozar unas indicaciones breves sobre este mito bíblico y una película de reciente éxito: Noé (Noah, D. Aronofsky, 2014; escribiremos Noah para el personaje). La cinta recrea uno de los mitos principales de muchas religiones: el diluvio; esto es, una inmensa descarga de agua enviada por los dioses (1.er mitema) en respuesta a un desorden moral humano (2.º mitema), con fines punitivos (3.er mitema). La mayoría de los diluvios incluyen el anuncio o amenaza divina (4.º mitema) y la respuesta humana, consistente en la fabricación de una nave que asegure la vida de un héroe, sus familiares y una parte de la vida sobre la tierra para escapar a la destrucción divina (5.º mitema). Encontramos relatos míticos en la babilónica Epopeya de Gilgamesh (relato de Uta-napišti o Ziusudra para los sumerios y Atrahasis para los acadios), en el hindú Śatapatha brāhman.a (relato de Manu), en el libro del Génesis de la Torá escrita (relato de Noé) y en el Timeo de Platón.18
La cinta de Aronofsky conjuga con tiento y talento efectos especiales, mensajes ecologistas y escenas emotivas que aplica, según las necesidades fílmicas, a personajes de procedencias hebraicas heteróclitas (libros canónicos, apócrifos, tradiciones…). Dios, ángeles caídos, semitas y cainitas se ayudan o se confrontan mientras asisten a las tres fases principales del mundo: la antigua, la catastrófica y la actual. Es llamativo cómo los mitemas del diluvio aparecen duplicados: diferentes escenas los representan, por un lado, mediante relatos, recuerdos, sueños; por otro, mediante el desarrollo argumental de la película. Así, junto con el fuego, dentro del arca, asistimos al relato de los relatos, en el que Noah cuenta a su mujer, Naamá,19 sus tres hijos e Illa el origen del mundo (cosmogonía, aquí tomada del Génesis I), que enlaza directamente con el pecado original y la pérdida de la inocencia humana.20 El consiguiente desorden que esta infracción acarrea sobre la tierra permite presagiar el diluvio inminente: «Va a destruir el mundo»,21 desvela Noah a su mujer. Una entrañable escena, en la que Noah enseña a su hijo Ham —que acaba de arrancar una flor por mero placer de tenerla en sus manos— el uso sostenido