5 Eliade, M. (1991). Mito y realidad. Barcelona: Labor, p. 78.
6 Ibid., p. 82.
7 Disponible en: http://hoycinema.abc.es/noticias/20160902/abci-venecia-cine-viernes-201609022041. html
8 Disponible en: http://www.religiousgames.org
9 Disponible en: https://u2fanlife.com/u2-y-la-influencia-de-la-biblia/
Mitos bíblicos: ¿contradictio in terminis?
El mito es uno de los relatos más evocadores de la condición misteriosa del ser humano. La mitocrítica cultural propone una hermenéutica propia —estudio de las relaciones entre el auténtico relato mítico y los factores configuradores de la sociedad contemporánea—, encaminada a ampliar el conocimiento profundo del mundo actual, plural y desconcertante, a través de la recepción de los mitos en la literatura y las artes. Quizá el mito —donde se concentran in nuce nuestro pasado y nuestro futuro— contenga la clave interpretativa válida de la nueva conciencia individual y colectiva.
No hay, tal vez no puede haber, una definición universalmente válida del mito. Espectadores, lectores y críticos coinciden, a lo sumo, en la existencia de una mitología antigua, de otra medieval y de otra, en fin, moderna; pero apenas alcanzan un acuerdo unánime sobre lo que sea un mito. El mismo desacuerdo generalizado en torno a los elementos que interactúan con el mito (imagen, símbolo, motivo, tema, mitema, personaje, figura, tipo, forma, estructura) está en la base de las disensiones. A esta disconformidad generalizada se suman la ambigüedad, el impresionismo crítico e incluso los presupuestos ideológicos. En tales circunstancias, alcanzar un consenso sobre la definición del mito forma parte de las quimeras del investigador. El intento es, no obstante, ineludible.
Valga, a modo de hipótesis de trabajo, esta definición:
El mito es un relato de carácter funcional, simbólico y emotivo, compuesto de una serie de elementos —invariantes (reducibles a temas) y variantes (reducibles a motivos)— sometidos a crisis, de uno o varios acontecimientos extraordinarios con referente trascendente (personal o universal), carentes —en principio— de testimonio histórico, que remite siempre a una cosmogonía o a una escatología individuales o colectivas, pero siempre absolutas.
No es un relato cualquiera, sino un tipo particular de relato: con sus inconfundibles características, su singular estructura, su objeto específico y su referente absoluto. General, fría y programática, esta definición sale al paso de innumerables análisis autocalificados de mitocríticos en los que se echa en falta una fundamentación epistemológica, una coherencia hermenéutica y una voluntad heurística. También aspira a ser pragmática y generalizable. Pretende responder a la pregunta clave que todo investigador debe plantearse ante cualquier producción mitológica: ¿dónde está el mito?
¿Dónde, por ejemplo, en la Biblia?, ¿acaso la expresión mito bíblico no es oximorónica?, ¿no es una contradictio in terminis, piedra de escándalo para quienes asimilan la Biblia como texto sagrado, transmisor de una verdad intocable?
En primer lugar, se impone una serie de observaciones precisas sobre la relación entre mito y religión.
1.ª Ambos conviven de manera íntima, de modo semejante a como el mito comparte su ámbito con la literatura o las artes. En las disciplinas correspondientes, ni la mitocrítica ni la ciencia de la religión coinciden en el objeto, el método o el contenido. La mitocrítica solo se ocupa de mitos (de su referente cultural a quo o ad quem), utiliza protocolos identificativos y persigue una comprensión del mundo y del hombre mediante sus propios procedimientos.
2.ª Conviene remachar que sin religión no hay mito; podrá haber proyecciones deformantes, sublimatorias y viscerales (Barthes, Sontag, Haraway), pero no habrá mito. Religión, literatura, bellas artes, psicología, lógica o sociología son cimientos sobre los que se asienta el edificio mítico. Ahora bien, la contribución de cada una es dispar: prioritaria en religión, literatura y bellas artes, y secundaria en psicología, lógica y sociología; indispensables en mitocrítica, estas últimas se tornarían nocivas si sofocaran aquellas.
3.ª Salta a la vista que quizá no haya un ámbito humano tan sensible como el de la religión. Esta hipersensibilidad procede, a menudo, del valor sentimental que fieles y opositores confieren, erróneamente, a la religión. Toda religión deja de serlo apenas se reduce a mero sentimiento; es decir, a sentimentalismo. Y, ahí, la mitocrítica tiene vedada la palabra.
En segundo lugar, compete diferenciar religiones muertas y religiones vivas. Sobre aquellas, poco hay que decir: los dioses helénicos y sajones hoy carecen de fieles. Maticemos: ciertamente asistimos a un renacer de la creencia en divinidades nórdicas, revitalizadas a partir de retazos medievales transmitidos por sagas y monjes cristianos, sobre todo a nivel de consignación cultural; no hay, sin embargo, constancia histórica alguna de los sucesos narrados en los relatos nórdicos. Se trata del caso específico donde religión y mitología coexisten, de modo semejante a como ocurriera en tiempos de la mitología grecorromana.
Sobre las religiones vivas, se requieren dos observaciones, una epistemológica y otra metodológica.
La primera, suele decirse que cualquier investigador de cualquier ciencia debe andar como sobre ascuas al abordar las relaciones entre su objeto de estudio y la religión. No ha de ser así en nuestra disciplina: si religión y mitocrítica se ciñen a su ámbito y quehacer respectivos, ninguna debería sobrepasar la linde. La contención intelectual forma parte del rigor académico.
La segunda, de orden metodológico, versa sobre la enunciación formal de los mitos. Valga el ejemplo de los diversísimos relatos (egipcios, sumerios, griegos…) sobre los orígenes del mundo; todos ellos, hoy, son considerados míticos. ¿Cabría aplicar idéntica calificación a los judíos, cristianos y musulmanes? Sí y no. Aun siendo científica, la mitocrítica no es matemática. En puridad, sería preciso diferenciar, en cada caso y situación, el tipo de enunciado del contenido, la cualidad del narrador de la del narratario, las coordenadas espaciotemporales del acontecimiento de su interpretación, etc. La hermenéutica mitológica no es idéntica a la hermenéutica religiosa. Ahora bien, desde un punto de vista exclusivamente formal, todos esos textos son míticos; reflejo particular de las formas de nuestra vida, todo mito es formulado como fuente originaria de nuestra misma vida. Quiere esto decir que el relato considerado como mítico existe, primordialmente, en las formas discursivas dirigidas a circunstancias enunciativas y públicos precisos;1 premisa formal que en nada invalida —gracias a la hermenéutica de la mitocrítica cultural— la referencial trascendente —el contenido verídico, el mito como veridicción—. De lo contrario, caeríamos en el error, habitual pero lamentable, de orillar el mito hacia el terreno de la falsedad, en cuyo caso nos convertiríamos, con razón, en los destinatarios de la Mitopoética, de Tolkien.2 En el caso que nos concierne, el acto de la creación mitológica presupone la existencia de un sujeto, un material o una fuente y un objeto; tanto es así que sujeto, fuente y objeto componen el esquema triádico de toda formulación creativa.3
Estamos así en condiciones de abordar, con mayor solidez, la dimensión mítica de los relatos bíblicos. A continuación, abordaremos una serie de mitos, todos ellos extraídos del Antiguo Testamento y relativos a tres momentos fundamentales: el origen del mundo (en particular, de la especie humana), la caída del ser humano