Lacy apela al poder del discurso compartido para recuperar el control en una «obra de desarrollo comunitario». Junto a otras mujeres artistas, realizó una acción en la que cada una elegía a otra mujer ajena al mundo del arte para crear, dentro del espacio de la galería, una comunidad temporal simbolizada por algo que cada una de ellas hacía para expresar su yo. Lacy se refiere a esta obra como «nombrar» y como «acto de autodefinición». Para Lacy la obra culminaba cuando ella misma se autodenominaba «la mujer que es violada», «prostituta» y «la mujer que ama a las mujeres». El propósito de Lacy era identificar la solidaridad con las mujeres con la solidaridad con los menos favorecidos. Al nombrarse con lo que ella no es realmente, pretendía ir en contra de la táctica de división social que lleva a las mujeres a identificar a diferentes categorías de mujeres con el Otro.
Merece la pena reflexionar sobre el hecho de que las definiciones de Lacy fueran específicamente sexuales. La identificación de su propia esencia con las definiciones sociales de la mujer más viles y sexuales es un tema recurrente que algo tiene que ver con aquella idea del artista como un perpetuo marginal, pero también se relaciona con el énfasis feminista en la identidad de la mujer explotada, del mismo modo que el «tercermundismo» de la política de la nueva izquierda pretende incitar a un debate sobre el oportunismo, la explotación y la ceguera ante las condiciones de vida de la clase trabajadora. La realidad vital de las mujeres de clase baja es, sin duda, un tema honorable, pero en el mundo del arte de autor su significado es frecuentemente objeto de inversión y distorsión, por la misma razón que a la bohemia no le atraen tradicionalmente los duros trabajadores de fábrica sino los «seres inferiores»: el «lumpen» y los «desviados». Tomemos, por ejemplo, la obra de Diane Arbus. Se suele decir que sus retratos son imágenes metafóricas de sí misma y que lleva a cabo un proceso de autoobjetivación que logra hacer invisibles a los individuos que aparecen en sus fotografías, vaciándolos de realidad y convirtiéndolos en signos. Si esto se logra mediante una simple fotografía, seguro que se puede conseguir con cualquier otro medio.
El arte sobre los desposeídos es un tema complejo. El interés que provocan las prostitutas o, por ejemplo, las bailarinas de topless en el feminismo de clase media es la negación de su subjetividad y su autodeterminación, especialmente en lo que respecta a sus propios cuerpos. Se puede admirar o envidiar a aquella artista privilegiada que abandona la seguridad de su mundo para entrar en el de lo «opuesto», sin que nadie le engañe haciéndole creer que la vida es fácil o le haga sentirse culpable por odiarlo. Pero existe el peligro de hacer de esta realidad un equivalente turístico de la opresión psicológica de una misma y, en el caso de las artistas, de convertirla en materia prima para labrar su carrera. Hay mujeres cuya obra se alimenta de la victimización (sobre todo sexual) de las mujeres de clase baja, uniéndose así a los muchos hombres que hacen lo mismo. Lo que hace este tema tan confuso es el intentar sustituir la causalidad psicológica por la económica.
Acabo de describir el lado negativo de la atracción que despierta el tema de la prostitución en las mujeres artistas. Pero aún se puede decir más: la idea de la mujer «sin nada que perder», solo con su cuerpo como garantía, la convierte en una heroína y a su vida en una aventura. Ello lleva fácilmente a una interpretación romántica de la prostituta como renegada individualista, como aquella heroína-víctima que, en un gesto de agridulce autodeterminación, al menos, cae luchando: Nana en Vivir su vida de Godard y la suicida sin nombre de la performance de Klick. Al conquistar el amor, ella se alza con un poder mayor que su «cliente», quien debe ceder a la pasión y pagarle por permitírsela. O, en una versión menos romántica: la prostituta como una racionalista con ideas muy claras respecto al intercambio de sexo por dinero.
Hace un par de años, Suzanne Lacy comenzó a hacer una obra sobre prostitutas, investigando el modo en que su vida «convergía con la de ellas». Esta obra, aún en proceso, consiste hasta el momento en una representación del mundo social de las prostitutas. Lacy ha visitado a algunas de ellas, ha tratado a sus conocidos y ha adquirido su lenguaje (en el que la prostitución se denomina «el juego» o «la vía rápida»). De momento, ha observado sus actividades más que compartirlas. En los primeros esbozos que ella ha expuesto —mapas donde aparecen anotados lugares y movimientos— no realiza ningún tipo de análisis moral ni económico. La ausencia de este meta-nivel evita la condescendencia, pero deja en la sombra la realidad de estas mujeres, basada en condiciones de explotación determinadas en función de su clase, e ignora también las diferencias de clase y de raza que distinguen a las prostitutas a domicilio de las mujeres de la calle.
Al planificar su obra, Lacy consultó a Margo St. James14, fundadora de COYOTE (Call Off Your Old, Tired Ethics, «Abandona tu vieja y agotada ética»), el sindicato de prostitutas de San Francisco. La definición de lo urbano en San Francisco incluye una cierta tolerancia cosmopolita con la «desviación»15. Como cualquier otra ciudad, a excepción de Los Ángeles, San Francisco es un lugar con una gran tradición sindical. Tal y como afirman St. James y sus compañeras, la prostituta es, de hecho, la esposa en cueros, carente de un velo de amor romántico que esconda el hecho de que el matrimonio es sexo de alquiler. Desde su punto de vista, la prostituta es una empresaria pequeñoburguesa injustamente perseguida por hacer explícita la naturaleza de las relaciones sexuales en el capitalismo. Ella es simultáneamente la esposa arquetípica (víctima) y su opuesta (la empresaria).
Fue la obra de Eileen Griffin, procedente de San Diego pero muy vinculada al área de la bahía, la que la puso en contacto con COYOTE. Durante los últimos años, Griffin ha realizado vídeos documentales sobre sexo y género. Aunque, al parecer, su orientación personal prioritaria se dirige hacia la contracultura y ha estado implicada en grupos alternativos de mujeres, también orienta su trabajo hacia el mundo del arte. Griffin utiliza material muy caliente: el baile de prostitutas de COYOTE en San Francisco, los masajes de relax y la cirugía transexual, produciendo respecto a estos dos últimos temas dos complicados collages de entrevistas. En Sittin’ on a Fortune [Sentarse en una fortuna, 1974] realizó grabaciones de una sala de citas por la que desfilan clientes, «chicas», funcionarios municipales y una terapeuta sexual. Griffin pregunta a los hombres qué piensan de las mujeres, y a las mujeres qué piensan de los hombres; qué es, exactamente, lo que hacen en su trabajo; qué tipo de economía conlleva; cómo se sienten con respecto a su trabajo y a sí mismas; cómo se metieron en él y cuánto tiempo piensan dedicarse a ello. Una bella masajista filosofa sobre la vida con aire de superioridad, haciendo generalizaciones sobre los hábitos de consumo de las mujeres y sobre sus hombres. Las más jóvenes tienen las cosas menos claras. Los hombres, la mayoría jóvenes marineros, son, como cabría esperar, vulgares y violentos, y están llenos de clichés. La terapeuta sexual es imbécil. Una masajista masturba a un cliente ante la cámara y, en el momento del clímax, Griffin le pregunta