Solo cuando finalmente empecemos a recuperar parte del poder real y la riqueza que por derecho nos pertenece a quienes la producimos, solo entonces podremos acceder al nivel de esta cruda vedad: A OJOS DE QUIENES CONTROLAN LA SOCIEDAD, CADA UNO DE NOSOTROS PUEDE SER REEMPLAZADO.
Pero solo somos reemplazables en el mercado, porque somos intercambiables, y, hasta que asumamos el control, seguiremos siendo propiedad de la cultura que imagina que somos sustituibles. (NEGRO)
La verdad, por supuesto, es que NADIE es reemplazable..., pero siempre habrá más y más entre nosotros que aspiren a hacerse con el control de nuestras vidas, de nuestra cultura, de nuestro mundo... cosa que, para ser plenamente humanos, debemos hacer y haremos.
(1979)
POR UN ARTE EN CONTRA DE LA MITOLOGÍA DE LA VIDA COTIDIANA23
Traducción de Gemma Deza Guil
1. ¿De dónde vienen las ideas? Todos los mitos de la vida cotidiana entretejidos a ella forman una envoltura ideológica sin fisuras, el falso relato del funcionamiento del mundo. Los intereses a los que sirve la ideología no son intereses humanos propiamente dichos, sino que la ideología sirve a la sociedad apuntalando su forma particular de organización social. La ideología en la sociedad de clases sirve a los intereses de la clase dominante. En nuestra sociedad, esa ideología se sostiene como el único conjunto posible de actitudes y creencias, y todos nos vemos más o menos obligados a adoptarlas y a identificarnos como miembros de la «clase media», una categoría basada en criterios vagos y cambiantes, entre los cuales se incluyen el nivel de ingresos, el estatus social y la identificación, que sustituye a una imagen de la clase dominante y sus verdaderos fundamentos de poder social.
Históricamente, el avance del capitalismo industrial ha erradicado las habilidades artesanales entre las personas trabajadoras y la actividad «económicamente productiva» en el seno de la familia y, por ende, ha mermado nuestras posibilidades de sentirnos realizados y valorados por nuestro trabajo. Frente a ello, cada vez más se nos dirige a buscar la satisfacción en la «vida privada», satisfacción que se ha redefinido en términos de compra y consumo y que se supone que debe representar, en tanto que antítesis del mundo rutinario, todo lo que echamos en falta en el trabajo. Al tiempo que las oportunidades de control personal se reducen de manera generalizada, salvo en contados casos, se envenenan la sensación de seguridad en uno mismo, la confianza y el placer en su concepción más literal. Frente a ello, la publicidad, la criada de la industria, promete poder personal y realización mediante el consumo, y cada vez nos engatusan más mediante un conjunto acordeónico de mediaciones, en forma de productos de consumo, que se interpone entre nosotros y el mundo natural y social.
Nuestro modelo de organización económica, en el que las personas parecen menos importantes que las cosas que producen, nos impele a dar la vuelta a la realidad y otorgar el aura de vida a las cosas al tiempo que se lo arrebatamos a las personas: personificamos los objetos y cosificamos a las personas. Este fetichismo de la mercancía, según el término de Marx, no es un hábito mental universal: tiene sus orígenes en un sistema productivo que nos desliga de nuestras capacidades productivas, de nuestra capacidad para hacer cosas, que se transforma en una mercancía en sí misma, el nivelador abstracto «mano de obra», que el patrono puede adquirir a cambio del salario. Experimentamos esta condición como una alienación de nosotros mismos y de los demás. La mejor manera de entendernos en tanto que entidades sociales es contemplando imágenes de nosotros mismos, adoptando el papel de voyeurs con respecto a nuestras propias imágenes, y así, para conocernos por dentro, nada mejor que mirar a través del visor a otras personas y cosas.
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