En «Viernes Santo Criollo», García Calderón describe una fiesta popular en la época de Semana Santa mostrando cómo se manipula la imagen del Cristo rubio, el Bermejo, en la dramatización de la historia del Calvario. La trágica y solemne ceremonia va seguida luego de una celebración en la cual el pueblo se entrega a la más descontrolada libación alcohólica. «Cólera de Cristo» es una historia ubicada también durante la celebración de Semana Santa «en una aldehuela donde se renueva cada año escrupulosamente, con un magnífico realismo sanguinario, la Pasión de Cristo».18 El escritor muestra el espectáculo tragicómico en que había venido a parar el recurso teatral utilizado por los misioneros católicos a fin de ganar la atención de los indígenas, «colgando de la cruz a un hombre de carne y hueso, a un cuerpo que padece y se lamenta como los demás.» El relato se centra en la historia de uno de esos Cristos de carne y hueso que un día decide tomar una lanza de sus victimarios y atacarlos con ella. El escritor pone en labios del relator esta observación: «Los soldados romanos, el Calvario, todo eso está muy lejos, es bastante confuso y poco interesante, en suma, para esta raza dolorida que ha escalado mascando coca, todos los calvarios eventuales».19 Lo común en estas tres viñetas o relatos es que Cristo aparece bien como el niño o bien como la sangrante víctima. No hay en la memoria popular ni en el folklore o las fiestas alguna referencia a la vida misma de Jesús. La resurrección apenas si se toca de pasada, sólo como anuncio de una breve nota escatológica.
Acercándonos al poeta César Vallejo, lo que caracteriza su poesía es una nota constante de búsqueda religiosa y metafísica, en la cual aparecen muchas veces metáforas relativas a la simbología cristiana propia de la religiosidad popular: el jueves santo, la cruz, el calvario, el sudario, las manos clavadas. Vallejo utilizaba la figura del Cristo sufriente como metáfora de su propio sufrimiento interior y del drama humano. En su primer libro Los heraldos negros, el poema «Los dados eternos» resume bien lo que parece haber sido su extraño combate con Dios:
Dios mío, si tú hubieras sido hombre,
hoy supieras ser Dios;
pero tú, que estuviste siempre bien,
no sientes nada de tu creación.
Y el hombre sí te sufre: ¡el Dios es él!20
Aquí estamos frente a lo que suena al mismo tiempo como un clamor y una protesta. La protesta contra un Dios que no puede comprender a la humanidad porque no sabe lo que es la condición humana, y el clamor por un Dios encarnado. El trasfondo es el de una cristología carente de lo que debiera ser precisamente su mensaje central, la verdad fundamental de la encarnación: «El Verbo se hizo carne.»
La perspectiva crítica de Miguel de Unamuno
Salta a la vista del lector de Mackay que éste recibió una profunda influencia del escritor español Miguel de Unamuno, y que en su apreciación de lo que sea el Cristo de la religiosidad española seguía las intuiciones del maestro vasco de Salamanca, quien había exclamado:
¡Oh Cristo pre-cristiano y post-cristiano,
Cristo todo materia,
Cristo árida carroña recostrada
con cuajarones de la sangre seca,
el Cristo de mi pueblo es este Cristo
carne y sangre hechos tierra, tierra, tierra!...
Porque él el Cristo de mi tierra es sólo
tierra, tierra, tierra, tierra,
carne que no palpita…
¡Y tú, Cristo del Cielo,
redímenos del Cristo de la tierra!21
Para Mackay esta exclamación final de Unamuno «arroja un rayo de luz profética a través de la vida e historia religiosas de España y Sudamérica». Sin embargo conviene recordar que con ese gusto por la paradoja que le caracterizaba, Unamuno en otros escritos parece contradecirse. Así en determinado momento afirma que prefiere quedarse con ese Cristo español de su tierra. En uno de sus ensayos cuenta que un sudamericano le había manifestado repugnancia por las imágenes españolas de un Cristo sanguinoso, y afirma entonces: «le contesté que tengo alma de mi pueblo, y que me gustan esos Cristos lívidos, escuálidos, acardenalados, sanguinosos, esos Cristos que alguien ha llamado feroces. ¿Falta de arte? ¿Barbarie? No lo sé. Y me gustan las Dolorosas tétricas, maceradas por el pesar».22
Unamuno concluye este ensayo precisamente con palabras en las que hace suya una cristología que se afirma en los sufrimientos del Cristo de la tierra, dejando para el mañana escatológico la resurrección y sus consecuencias.
Sí, hay un Cristo triunfante, celestial, glorioso; el de la Transfiguración, el de la Ascensión, el que está a la diestra del Padre, pero es para cuando hayamos triunfado, para cuando nos hayamos transfigurado, para cuando hayamos ascendido. Pero aquí, en esta plaza del mundo, en esta vida que no es sino trágica tauromaquia, aquí el otro, el lívido, el acardenalado, el sanguinolento y exangüe.23
Puede decirse sin embargo, que la cristología del cristianismo agónico de Unamuno no se queda paralizada por este amor de la imagen del crucificado. En la larga meditación teológica que Unamuno ofrece en su poema «El Cristo de Velásquez», la contemplación de Cristo lleva a la dimensión ética, a la riqueza espiritual renovadora, a la esperanza y la alegría.
No se había equivocado Mackay al valorar positivamente la obra de Unamuno desde una perspectiva evangélica, puesto que éste criticaba acerbamente muchas de las características del catolicismo español que cualquier protestante también criticaría. El valor de Unamuno estaba en haber sacado la reflexión teológica a la palestra cultural y literaria de su tiempo, el haberse atrevido a pensar su fe en voz alta en medio de un ambiente en el cual la religión oficial se aceptaba sin discutir, aunque no se tomaba en serio. Aun en sus posiciones paradójicas, Unamuno como encarnación del carácter español estaba intentando vivir su cristianismo en el contexto de las luchas profundas que han caracterizado la vida española. Como en el caso de los místicos del siglo dieciséis y el de tantos espíritus liberales del diecinueve y el veinte, la España que representaba Unamuno fue una y otra vez aplastada por la España medieval guerrera e inquisitorial que forjó la América española. Con Mackay podría decirse que así el Cristo norafricano desplazó al que había nacido en Belén.
El abismo entre la religión y la ética
La observación de las notas de la imagen de Jesús en la cultura latinoamericana llevaron a Mackay a la reflexión teológica. Dentro del marco de la teología sistemática Mackay formulaba su observación de que en Iberoamérica predominaba una Cristología docética. En la historia de la doctrina cristiana el docetismo era la postura de quienes si bien afirmaban la presencia de Dios en Cristo negaban la realidad de su existencia humana. Se les conocía como los ‘docetas’, término proveniente de una palabra griega que significa «apariencia.» Para ellos el carácter humano de Jesucristo era sólo una vestimenta o apariencia externa. Pero no se trataba únicamente de ponerle nombre teológico a una realidad sino de examinar las profundas consecuencias que tenía para la vida práctica. Mackay señala que como resultado de una Cristología que se concentra en el Jesús niño y en el Jesús crucificado y muerto, hay un abismo entre la profesión religiosa y la ética:
El Cristo muerto es una víctima expiatoria. Los detalles de su vida terrenal hacen muy poco al caso y se tiene relativamente poco interés en ellos. Se le considera como un ser puramente sobrenatural, cuya