ISABEL: Mire, padre, realmente me está poniendo nerviosa. Voy a llamarla a mamá. (Amaga salir)
SACERDOTE: Esperá, por favor.
(Pausa.)
ISABEL: ¿Qué, padre, qué?
SACERDOTE: Cerrá los ojos, por favor.
ISABEL: ¿Eh? ¿Por qué?
SACERDOTE: Por favor. Cerralos.
ISABEL: No entiendo qué es lo que quiere, padre. Esto no tiene sentido.
SACERDOTE: Ya lo sé. Creeme que para mí la cosa no es más fácil que para vos. Pero necesito que hagas eso, y voy a tratar de responder a tu preocupación.
ISABEL: No, padre. No. Suficiente.
SACERDOTE: Voy a venir a verte todos los domingos. Después de misa nos dejan salir. Vamos a comer mandarinas, y vamos a hamacarnos en las hamacas del patio grande.
ISABEL: (Sorprendida) Eso me dijo Julio recién. ¿Usted estuvo escuchando nuestra conversación?
SACERDOTE: Juramos que no íbamos a decir nada de lo del gallito bataraz. (Ella lo mira, cada vez más sorprendida) Y yo me eché la culpa por incendiar la chimenea, para no delatar a mi primita Isabel.
(Isabel lo mira, sin atinar a hablar.)
Yo soy Julio, Isabel. Yo soy Julio después de un millón de años ¿No me reconociste ni por un segundo?
ISABEL: ¿Julio? ¿Qué dice? Julio acaba de irse, y tiene dieciocho años… no… usted está mal de la cabeza.
SACERDOTE: ¿Y cómo sé lo del gallito bataraz? ¿Alguien más conoce nuestro escondite secreto? Detrás del lapacho, seis pasos a la izquierda, tres hacia la pared de la enredadera y dos hacia la derecha. Ahí guardamos nuestras cartitas a los ocho años, y un juego de botones de tu saquito azul, a los diez. ¿Sigo?
ISABEL: No. Estoy mareada. (Se sienta)
SACERDOTE: No te asustes, pero cambiaron muchas cosas. Batuque… Petrona…Tu mamá… ya no están.
ISABEL: ¿¿¿Qué???
SACERDOTE: Pasaron cuarenta y cinco años desde el momento en que yo me fui al seminario y que vos tuviste tu accidente.
ISABEL: ¿De qué accidente habla, padre?
SACERDOTE: Soy Julio, Isabel. Soy tu primo Julio. Yo no me fui recién al seminario ¿Entendés? Fue hace muchos años.
ISABEL: ¡No! ¡Usted está loco! (Sale por el extremo opuesto al que llegó) ¡Mamá…!
(El cura se sienta, agobiado. Luego de unos segundos, ella vuelve a entrar, muy turbada. Lo mira al cura buscando respuestas.)
ISABEL: ¿Qué pasa…?
SACERDOTE: ¿Te viste?
ISABEL: ¿Qué?
SACERDOTE: Si entraste a tu habitación.
ISABEL: (No logra entender nada) Sí.
SACERDOTE: Te viste.
(Pausa.)
ISABEL: Hay una… (Pausa) ¿Está muerta?
SACERDOTE: Sos vos, Isabel. Esa viejita sos vos. (Ella, atribulada, lo mira, no atina más que a escuchar) Esa sos vos.
Nunca más volví a sentir la felicidad de estar con vos, Isabel. Al principio venía a verte, cada semana, los domingos. Te contaba de mis cosas en el seminario, cortaba jazmines y te los dejaba en el florerito al lado de tu cama, para que los olieras al despertarte. Pero nunca despertaste, Isabel. Y yo, que me pasé la vida diciéndole a la gente que tenga esperanza, la fui perdiendo. Y cada vez que levanto el pan para que se haga el cuerpo de Nuestro Señor lo miro, y dentro de mí crece la rabia, y le pregunto en silencio que si es el dios bueno que nos ama, por qué cuernos te hizo esto a vos, Isabel. Por qué, si tengo que enseñarle a la gente que nuestro buen Dios nos ama, me hace esto a mí. ¿Cómo pude vivir tantos años pidiéndole a la gente que tenga confianza, que tenga fe, que tenga esperanza, cómo, yo, que perdí la confianza, que perdí la fe, que perdí la esperanza? ¿Por qué nos hizo esto, Isabel?
¿Por qué tanto castigo?
ISABEL: No. Yo no soy esa vieja. Yo soy yo.
SACERDOTE: ¿Entendés, Isabel, por qué te digo que lo peor es la duda? La duda de saber si te tiraste o te caíste, la duda de seguir creyendo y esperando… Y en vez de despertarte, y decirme que me quede tranquilo, que ya pasó todo, aparecés de esta manera. ¿Qué estás haciendo, Isabel? ¿Qué hiciste todo este tiempo? ¿Me escuchabas?
ISABEL: No… yo recién fui hasta el balcón… y volví. Pasó un segundo para mí, y cayeron un millón de años sobre mis cosas… (Piensa, lo mira) Y sobre vos. (Pausa) Tenés la voz diferente, Julio. Y tus ojitos ya no brillan como antes.
SACERDOTE: Los tuyos sí. (Pausa) Tu mamá esperó siempre que despertaras. Fue más fuerte que yo. Pero estaba muy viejita, muy mayor cuando se fue. Antes de irse, te dejó su crucecita de brillantes en las manos, para que te cuidara. Después te siguió atendiendo Petrona, algunos años. Hasta que tuve que encargarme de buscar otra gente, enfermeras. Gente con experiencia en estas cosas. (Pausa) Hoy vine porque me pidieron que venga. Porque empezaste, luego de tantos años, a balbucear, a decir cosas ininteligibles. Me dijeron que estabas muy desmejorada. Que estaban esperando un desenlace. Vine a darte la unción de los enfermos, Isabel.
ISABEL: Ay ¿Ya me la diste?
SACERDOTE: No. Me estaba preparando cuando apareciste.
ISABEL: ¿O sea que no estoy muerta?
SACERDOTE: No, todavía no.
ISABEL: Qué suerte. ¿Será que Dios te dará la oportunidad que le pedías?
(Pausa.)
SACERDOTE: ¿Sufriste mucho?
ISABEL: ¿Yo? Nada. Yo fui hasta el balcón…
SACERDOTE: Y apareciste acá.
ISABEL: Sí. Y ustedes cuidando a esa viejita. Qué zonzos.
SACERDOTE: Esa viejita sos vos.
ISABEL: ¿Te parece? ¿De verdad creés que eso que está ahí es Isabel? Me parece que no aprendiste nada, primito. Yo soy yo. Yo, que soy capaz de reírme de tu cara seria, de tu cuellito rígido, de tus modales. Se ve que te educaron bien en el seminario ¿Eh? Te volvieron seriecito. ¿Ya te olvidaste de nuestras picardías? (Imita a señora grande) Un muchachito como vos, Julio, que va a ser sacerdote, no puede ponerle sal al té de la tía Zulema…
SACERDOTE: ¡Vos le ponías la sal, malvada!
ISABEL: (Divertida, miente) ¿Yo? Sería incapaz de alguna maldad… (Pausa. Un poco más seria) ¿Sufriste mucho, Julio? En tu vida. Sufriste mucho.
SACERDOTE: Fue difícil ¿Sabés qué me sucedió? Que empecé a odiar las cosas que más quería ¿Te acordás de aquella curvita del río en San Antonio de Arredondo, en Córdoba?
ISABEL: Claro, si fuimos el verano pasado.
SACERDOTE: Bueno, en realidad no fue el verano pasado. Fue hace cuarenta y pico de años.
ISABEL: Ah, claro. Me cuesta hacerme a esa idea.
SACERDOTE: Bueno, ese lugar tan lindo, donde compartimos nuestras travesuras, se fue arruinando de a poco…
ISABEL: (Interrumpe) ¡Nos escapamos con los caballos y se largó la tormenta! Mamá estaba desesperada ¡Cómo creció el arroyo, de golpe!
SACERDOTE: Yo tenía un susto… no te dije nada para no preocuparte, pero…
ISABEL: (Divertidísima) ¡Y te retaron a vos solo!
SACERDOTE: Porque, como siempre, el único culpable era yo.
ISABEL: