Por lo cual, cuando ya se preparaba el Concilio Vaticano I, muchos Obispos solicitaron que se publicara una colección legislativa nueva y única, para facilitar, de modo más claro y seguro, el cuidado pastoral del Pueblo de Dios. Como este trabajo no pudo llevarse a término por el mismo Concilio, la Sede Apostólica apremiada posteriormente por muchas circunstancias que parecían afectar más de cerca a la disciplina, decidió la nueva ordenación legal. Así, al fin, el Papa Pío X, apenas iniciado su Pontificado, asumió esta tarea, porque se había propuesto el objetivo de reunir y reformar todas las leyes eclesiásticas, y dispuso que la obra se realizara bajo la dirección del Cardenal Pedro Gasparri.
Para emprender una obra tan amplia y difícil, había que resolver primero la cuestión de la forma interna y externa de la nueva colección. Desechado el modelo de una compilación, que hubiera debido consignar las distintas leyes en su prolijo tenor original, pareció mejor elegir la forma moderna de una codificación, y por eso, los textos que contenían y proponían algún precepto, fueron redactados de nuevo en forma más breve; toda la materia fue ordenada en cinco libros, que seguían sustancialmente el sistema institucional de personas, cosas y acciones, propio del derecho romano. La obra se llevó a cabo en el espacio de diez años, con la colaboración de personas expertas, consultores y Obispos de la Iglesia entera. La naturaleza del nuevo «Código» se enuncia claramente en el proemio del canon 6: «El Código conserva en la mayoría de los casos la disciplina hasta ahora vigente, aunque no deje de introducir oportunas variaciones». No se trataba, pues, de establecer un derecho nuevo, sino solo de ordenar de una forma nueva el derecho vigente hasta aquel momento. Muerto Pío X, esta colección universal, exclusiva y auténtica, fue promulgada por su sucesor Benedicto XV el 27 de mayo de 1917, y obtuvo vigencia desde el 19 de mayo de 1918.
El derecho universal de este Código Pío-Benedictino fue unánimemente reconocido y ha resultado utilísimo a nuestra época para promover eficazmente, en la Iglesia entera, el trabajo pastoral, que iba alcanzando entretanto un nuevo desarrollo. Sin embargo, tanto las condiciones exteriores de la Iglesia, en un mundo que, en pocos decenios, ha sufrido una sucesión tan rápida de acontecimientos y tan graves alteraciones de la conducta humana, como, por otra parte, la situación de dinamismo interno de la comunidad eclesiástica, hicieron inevitable que fuera urgente y vivamente reclamada una nueva reforma de las leyes canónicas. El Sumo Pontífice Juan XXIII había escrutado, con gran lucidez, estos signos de los tiempos, y al anunciar por primera vez, el 25 de enero de 1959, el Sínodo Romano y el Concilio Vaticano II, indicó también que estos acontecimientos servirían de necesaria preparación para emprender la deseada renovación del Código.
Efectivamente, aunque la Comisión para la revisión del Código de Derecho Canónico fue constituida el 28 de marzo de 1963, ya empezado el Concilio Ecuménico —siendo designado Presidente el Card. Pedro Ciriaci, y Secretario el Rvdmo. Sr. Jacobo Violardo—, los Cardenales miembros de la Comisión, en la sesión del 12 de noviembre del mismo año, de acuerdo con el Presidente, convinieron en que las labores de verdadera y propia revisión habían de ser aplazadas, y que no podían comenzar hasta que hubiese concluido el Concilio. Porque la reforma debía hacerse de acuerdo con los consejos y principios que el mismo Concilio iba a establecer. Entretanto, a la Comisión nombrada por Juan XXIII, su sucesor Pablo VI, el 17 de abril de 1964, añadió setenta consultores, nombró luego como miembros de la Comisión a otros Cardenales e hizo venir consultores de todo el orbe, para que prestasen su auxilio en la perfecta realización del trabajo. El 24 de febrero de 1965, el Sumo Pontífice nombró nuevo Secretario al Rvdmo. P. Raimundo Bidagor S.J., al acceder el Rvdmo. Sr. Violardo al cargo de Secretario de la Congregación para la Disciplina de los Sacramentos, y el 17 de noviembre del mismo año designó al Rvdmo. Sr. Guillermo Onclin Secretario Adjunto de la Comisión. Muerto el Card. Ciriaci, fue nombrado nuevo Pro–Presidente, el 21 de febrero de 1967, el Arzobispo Pericles Felici, quien, siendo ya Secretario General del Concilio Vaticano II e incorporado, el 26 de junio de ese año, al Sagrado Colegio Cardenalicio, asumió seguidamente el cargo de Presidente de la Comisión. Al cesar en su cargo de Secretario el Rvdmo. P. Bidagor por cumplir ochenta años el 1º de noviembre de 1973, el 12 de febrero de 1975 fue designado nuevo Secretario de la Comisión el Excmo. Sr. Rosalío Castillo Lara S.D.B., Obispo titular de Precausa y Coadjutor de Trujillo, en Venezuela, quien fue nombrado Pro–Presidente de la Comisión el 17 de marzo de 1982, al morir prematuramente el Cardenal Pericles Felici.
A punto ya de concluir el Concilio Ecuménico Vaticano II, se celebró una Sesión solemne ante el Sumo Pontífice Pablo VI, el 20 de noviembre de 1965 —en la que estuvieron presentes los Cardenales miembros, los Secretarios, consultores y oficiales de la Secretaría, que había sido constituida entretanto—, con el fin de celebrar la inauguración pública de los trabajos de revisión del Código de Derecho Canónico. En la alocución del Sumo Pontífice se ponen como los fundamentos de toda la labor, y se recuerda que el Derecho Canónico proviene realmente de la naturaleza de la Iglesia y que así como su raíz se encuentra en la potestad de jurisdicción atribuida por Cristo a la Iglesia, su fin se cifra en el empeño por conseguir la salvación eterna de las almas; se ilustra además el carácter del derecho de la Iglesia; se defiende su necesidad contra las objeciones más corrientes; se indica el progreso histórico del derecho y de las colecciones; y, sobre todo, se evidencia la urgente necesidad de una nueva revisión, a fin de que la disciplina de la Iglesia se acomode convenientemente a las diversas condiciones de la realidad.
Por lo demás, el Sumo Pontífice señaló a la Comisión dos elementos que debían presidir todo el trabajo. En primer lugar, que no se trataba tan solo de una nueva ordenación de las leyes, como se había hecho al elaborar el Código Pío-Benedictino, sino también, y esto era lo principal, de reformar las normas de acuerdo a otra mentalidad y a otras exigencias nuevas, aunque el antiguo derecho debiera suministrar el fundamento. Y en segundo lugar, que se tuviesen en cuenta para esta labor de revisión todos los Decretos y Actas del Concilio Vaticano II, ya que en ellos se encontrarían las directrices esenciales de la renovación legislativa, porque, o bien se habían publicado normas que afectaban directamente a los nuevos proyectos organizativos y a la disciplina eclesiástica, o bien por la conveniencia de que los tesoros doctrinales de este Concilio, que tanto habían aportado a la vida pastoral, tuviesen en la legislación canónica sus corolarios prácticos y su necesario complemento.
En los años que siguieron, el Sumo Pontífice recordó a los miembros de la Comisión, a través de reiteradas alocuciones, preceptos y consejos, los dos elementos mencionados, y nunca dejó de dirigir en profundidad todo el trabajo y de seguirlo asiduamente.
Con el fin de que unas subcomisiones o grupos de estudio pudieran emprender la tarea de una manera orgánica, era necesario ante todo que se seleccionaran y aprobaran ciertos principios que marcasen la pauta a seguir para todo el proceso de revisión del Código. Una comisión central de consultores preparó el texto de un documento, que, por orden del Sumo Pontífice, se sometió al estudio de la Asamblea General del Sínodo de Obispos en el mes de octubre de 1967. Casi unánimemente fueron aprobados los siguientes principios: 1.º) Al renovar el derecho debe conservarse completamente inalterado el carácter jurídico del nuevo Código, exigido por la misma naturaleza social de la Iglesia; por lo tanto corresponde al Código dar normas para que los fieles, en su vida cristiana, participen de los bienes que la Iglesia les ofrece a fin de llevarles a la salvación eterna; y para esto el Código debe definir y proteger los derechos y deberes de cada uno respecto a los demás y respecto a la sociedad eclesiástica, en la medida en que atañen al culto de Dios y salvación de las almas. 2.º) Ha de haber una coordinación entre el fuero externo y el fuero interno, como es propio de la Iglesia y ha tenido secular vigencia, de forma que se evite un conflicto entre ambos fueros. 3.º) En el nuevo derecho, a fin de favorecer lo más posible la atención pastoral de las almas, además de la virtud de la justicia, debe