Por eso los reproches que se formularon luego una y otra vez contra Kierkegaard resultan un poco cortos de vista. La elección de la propia existencia y el salto existencial fueron interpretados muchas veces como figuras de una reconciliación con una realidad viciada, que en cambio debería ser transformada. Hay numerosos ejemplos de este tipo de juicios. Adorno:
Como restricción de la existencia humana, la interioridad se da en una esfera privada que se supone removida del poder de la cosificación. Pero en tanto esfera privada ella misma pertenece al tejido social, aunque sea de una forma polémica. […] Al renegar de la situación social, Kierkegaard queda a merced de su propia posición social.5
Y Sartre introduce el concepto de mauvaise foi [mala fe] para advertir sobre esa elección de la realidad viciada tal como es.6 De lo dicho anteriormente se sigue, sin embargo, que es precisamente en el acto de la elección de la propia realidad donde Kierkegaard se coloca a la mayor distancia posible de esa realidad, donde desespera de ella del modo más radical y declara su no conformidad con ella del modo más consecuente. Si efectivamente Kierkegaard sacrificó su relación con Regina en aras de una mejor comprensión de su libro, después de leer a algunos de sus críticos uno no puede evitar llegar a la conclusión de que dicho sacrificio fue en vano.
Las dificultades a las que se ve confrontado el lector de Kierkegaard resultan en parte del hecho de que, en su búsqueda de la posibilidad de traspasar la clausura dialéctica hegeliana de la historia universal del espíritu, Kierkegaard no acepta ningún compromiso. Hubiera sido mucho más fácil para él tematizar, por ejemplo, su propia identidad danesa, que no había recibido ninguna consideración especial en el sistema hegeliano. Podría haber introducido así post factum y de contrabando esa identidad particular en el museo interior de la historia universal –como se sigue haciendo con éxito hasta nuestros días–. Pero Kierkegaard no sucumbe a esa tentación a la que tantos sucumbieron. Toma la vida danesa de su época en su banalidad y normalidad radicales. Y es precisamente esa banalidad posthistórica –como se dijo– la que quiere sacralizar incorporándola a la historia del espíritu. Queda abierto el interrogante de con qué poder Kierkegaard piensa llevar a cabo esa sacralización.
La capacidad de hablar performativamente se adquiere en virtud de un cargo determinado o a través de una institución. Un rey puede así pronunciar una ley, o un Gobierno efectuar un nombramiento.7 El espíritu absoluto, en Hegel, gobierna en complicidad con la fuerza de lo fáctico: a través de él se institucionaliza solo aquello que ya se ha impuesto siempre de facto. Pero el individuo no es una institución. Las palabras del individuo pueden describir la realidad, pero no pueden crearla. Y el espíritu finito, individual no tiene el poder de imponer sus pronunciamientos. Kierkegaard cae así en una situación que ciertamente no es nueva para la teología protestante, pero que nunca antes había sido sometida a una reflexión y a una descripción de una radicalidad semejante. Para que los espacios interiores del espíritu se reabran a la realidad posthistórica, el individuo tiene que concebirse a sí mismo como una institución a la que le es lícito hablar performativamente. Con ello, sin embargo, la subjetividad finita se enfrenta a la paradoja de la autoinstitucionalización o, si se quiere, del autoempoderamiento. La posibilidad de una elección de sí mismo tiene que estar fundada en la capacidad para una elección de esa naturaleza. Pero esta capacidad resulta paradójica. Kierkegaard, sin embargo, no intenta resolver esa paradoja y fundamentar así la posibilidad de la elección en términos racionalmente inteligibles. Más bien quiere mostrar que toda intelección aparentemente racional tiene en su interioridad la misma constitución paradójica que la elección existencial. En sus escritos posteriores, Kierkegaard pone en práctica con una creciente radicalidad esta estrategia de descubrir la paradoja oculta detrás de la superficie pulida de una demostración racional.
Esto permite explicar también el tono mordaz y en ocasiones deliberadamente hiriente que Kierkegaard fue adoptando progresivamente. Este apunta a provocar al adversario invisible, es decir, al filósofo o teólogo que piensa de modo racionalista, a sacarlo de equilibrio y arrancarle la confesión de que en última instancia su filosofía o teología nunca podrán ser fundamentadas con total evidencia. Kierkegaard se burla de Hegel, que fue capaz de viajar en espíritu a China o a la India para demostrarse a sí mismo y a los otros que sus reflexiones no descuidaron nada esencial, pero no de preguntarse a sí mismo de qué manera hubiera podido apropiarse durante su vida humana finita de una sabiduría infinita del espíritu universal. Y no menos irónica es su reacción a la afirmación de que el cristianismo se hallaría generalmente establecido en su época. Si el cristiano moderno se viera transportado a los tiempos en que vivió Cristo, tendría las mismas dificultades interiores que los hombres de entonces para reconocerlo como Dios. Y ello significa a su vez que el cristiano moderno no se halla en mejores condiciones en relación con su fe de lo que lo estaban los primeros cristianos.
Ni Hegel está en condiciones de afirmar haber conocido la verdad de una manera tan definitiva que las generaciones siguientes no tengan más que recordar su filosofía para entrar en contacto con la verdad, ni los apóstoles están en condiciones de reconocer a Dios en Cristo de una manera tan evidente que alcance luego con repetir su acto de fe para confirmarse como cristiano. Si en sus Migajas filosóficas Kierkegaard esgrime como argumento que el momento de la decisión subjetiva, tal como fue expuesto al comienzo, no puede ser reemplazado por la figura de una reminiscencia de lo originario, en el Postscriptum definitivo no científico a Migajas filosóficas busca demostrar que tampoco el recurso rememorativo a la historia filosófica o religiosa puede eximir de la carga de la decisión individual. Para la subjetividad en cuanto tal no existe ninguna historia, ningún progreso, ninguna acumulación del conocimiento. La subjetividad vive en el tiempo propio ahistórico de la duda infinita. Cuando la subjetividad sale de ese tiempo interior a través del acto de la elección o del salto existencial, se trata de una decisión suya, libre, que no puede serle impuesta por ninguna evidencia, ninguna lógica, ninguna tradición. El tiempo interior nunca es un tiempo del recuerdo; es el tiempo del proyecto, que se dirige al futuro y es capaz de acoger dentro de sí a lo radicalmente nuevo, a lo que tiene carácter de acontecimiento, a lo imprevisto.
Este descubrimiento de un tiempo interior de apertura absoluta al futuro merced a una puesta en duda radical de todo lo que ha sido –un tiempo que se sustrae a la historia de la razón y en el que la subjetividad puede decidir libremente sobre sí misma– causó una profunda impresión en muchos pensadores posteriores a Kierkegaard. En Ser y tiempo de Heidegger, en particular, el lector puede reconocer con facilidad los conceptos fundamentales con los que Kierkegaard describe la situación en la que se encuentra una subjetividad que ha sido emplazada en el mundo: cura, angustia, resolución, ser para la muerte. También otros análisis de Heidegger, como el “Descubrimiento del yo en la dispersión y el aburrimiento”,8 acusan su similitud con los análisis de Kierkegaard, en este caso con los de El concepto de la angustia. Heidegger, sin embargo, interpreta el tiempo interior de la subjetividad como tiempo de la resolución, del ser para la muerte, como tiempo finito de la existencia individual, que en oposición al tiempo presuntamente infinito –y por eso mismo engañoso– de la generalidad, del anónimo “uno” (man), es un tiempo verdadero y auténtico, que abre la verdadera situación ontológica del individuo. Para Kierkegaard, el tiempo interior de la subjetividad es también un tiempo de la resolución individual; pero en cuanto tal, es decir, en tanto condición existencial para la posibilidad de una resolución, es asimismo el tiempo de una irresolución infinita, que trasciende la finitud de las superaciones históricas. La resolución o la elección de la que habla Kierkegaard es precisamente la elección entre las interpretaciones, si se quiere, auténticas e inauténticas de la propia existencia. Esta elección, sin embargo, permanece siempre abierta para Kierkegaard; el autor Kierkegaard se balancea permanentemente entre las alternativas correspondientes, difiere la decisión o la hace paradójica e imposible. De esta manera, Kierkegaard gana siempre de nuevo