Resulta casi imposible resistirse hoy a la impresión de que esta famosa ruptura de compromiso fue una mera estratagema literaria de Kierkegaard, que le permitió embarcarse en la escritura. El intelectual reflexivo proveniente de las clases medias, la muchacha inocente que lo ama, la traición egocéntrica de aquel, de la que más tarde se arrepiente amargamente, forman una constelación que marca toda la literatura del siglo XIX y que podría por ello ser caracterizada sin exageración como mito del siglo XIX. La repetición de este mito le ofreció al escritor, sin tener que esforzarse en la búsqueda de un nuevo tema –lo que hubiera apartado su atención y la del lector de lo esencial–, una oportuna posibilidad para pasar de inmediato a este aspecto esencial, es decir, a las reflexiones filosóficas internas del héroe sobre sus pasiones, sus obligaciones y su culpa. Como es sabido, este procedimiento fue empleado fructíferamente por Dostoievski, que retomaba los temas de la literatura popular para hundir a sus héroes, mediante un rápido procedimiento, en una situación sin salida en la que luego podían filosofar tranquilamente sobre esta durante otras trescientas páginas. También en el carácter de ese filosofar Dostoievski acusa similitudes con Kierkegaard: la misma valorización de la banalidad mediante una tensión que la atraviesa interiormente, la misma cuasicriminalidad que le confiere al héroe una profundidad de espíritu.
Estos paralelos muestran por sí solos cuán profundamente anclada en la imaginación literaria de su siglo está la escritura de Kierkegaard. La diferencia esencial radica sin embargo en que Kierkegaard no solo retoma el tema corriente de la literatura popular, sino que lo escenifica él mismo. Esta estratagema sin duda era posible solamente en una pequeña ciudad como Copenhague, y en el contexto de una literatura también pequeña, como lo era entonces la literatura danesa. Como los lectores de los escritos de Kierkegaard conocían la historia de su vida y podían relacionar su escritura con ese tema, Kierkegaard podía ahorrarse la molestia nada agradable de repetirlo él mismo en sus escritos de manera innecesaria. Kierkegaard se convirtió así en el héroe de su novela, en lugar de ser su autor.
Esta estrategia explica también por qué Kierkegaard necesitó tantos seudónimos. La mayoría de sus escritos fueron publicados bajo esos seudónimos, lo cual le permitió también jugar permanentemente con tomar primero distancia de ellos y darse a conocer más tarde como su verdadero autor. En lugar de crear un héroe y hacer las veces de autor, Kierkegaard inventa los autores que lo describen a él mismo como héroe. Todos estos autores seudónimos contemplan su vida desde perspectivas diferentes y le dan al tema distintas interpretaciones. De esa manera, Kierkegaard construye para sí un escenario, hecho de la variedad de interpretaciones y descripciones de situaciones. Sobre este escenario, densamente poblado de autores inventados, de héroes inventados por estos autores inventados, de figuras históricas reinventadas por estos héroes inventados, etc., Kierkegaard hace luego su aparición como héroe existencial inescrutable. Se reserva así el derecho de dar la aprobación última a todas estas interpretaciones y descripciones, pero sin llegar a ejercerlo nunca realmente.
Desde la propia posición de héroe, Kierkegaard no revela nunca en forma directa a sus autores y a los lectores de estos si las interpretaciones que ofrecen de sus razones internas son correctas o no. Kierkegaard invierte con ello, al menos simbólicamente, la relación acostumbrada entre el autor omnisciente y el héroe escudriñado por su mirada. Si, como afirmó Mijaíl Bajtín, Dostoievski buscaba en sus novelas un equilibrio entre las posiciones del autor y las del héroe de la novela,10 Kierkegaard escenifica el triunfo del héroe sobre el autor: el héroe muere sin que los numerosos autores seudónimos puedan afirmar haber adivinado sus motivos interiores. La aprobación del héroe permanece así como un punto ciego en toda la escenificación literaria de la subjetividad. La acción de la obra permanece inconclusa.
Si el héroe de Kierkegaard se aferra a una duda insuperable sobre si la realidad banal con la que es confrontado tiene o no un sentido más elevado, divino, emplea al mismo tiempo esa duda para hacer de sí mismo un observador externo opaco. El héroe de Kierkegaard no puede ser juzgado o condenado, porque sus motivos permanecen indefinibles. En tanto espectadores de sus actos y oyentes de sus palabras, carecemos de criterios con los cuales juzgar si se guía por motivos estéticos o bajos, o bien por motivos elevados, sagrados. Ni el héroe mismo ni todos los otros pueden llegar, en lo que respecta a esta pregunta, a una evidencia conclusiva. Pero para que pueda producirse esa incertidumbre es necesario todo ese enorme esfuerzo literario que Kierkegaard despliega para ponerse a sí mismo en esa situación de indecidibilidad.
Esta constatación obliga, por otra parte, a una cierta precaución a la hora de valorar los discursos filosóficos posteriores que directa o indirectamente se remiten a Kierkegaard. Ya en el Heidegger tardío, posterior a su famoso viraje, se anuncia un marcado desplazamiento en la recepción de la herencia kierkegaardiana. Mientras que para Kierkegaard la duda infinita tenía su lugar en la subjetividad del individuo, esta recibe en Heidegger, una vez que toma al ser ahí individual como finito, un anclaje ontológico: el Ser se oculta a sí mismo detrás de la superficie visible de lo ente. Y allí donde lo ente se muestra con la mayor claridad, el Ser se oculta de la forma más radical. Esta figura del Ser que se oculta detrás de lo ente remite inequívocamente a los análisis de Kierkegaard. En Kierkegaard esta figura funciona como parte de toda la autoescenificación de la subjetividad. El héroe que no sabe si él mismo permanece sobre la superficie estética de las cosas o si obedece a la voz de Dios que lo llama constituye una figura literaria determinada, que es descripta bajo presupuestos dispares y contradictorios en los distintos textos de autores seudónimos. Este héroe es muy peculiar e idiosincrásico, aun si le da forma y reflexiona sobre la historia de su vida como un tema propio de la literatura popular.
Sería apresurado, de todas formas, caracterizar y generalizar a este héroe como mero “ser humano”, como efectivamente hace Heidegger en sus escritos tardíos al describir al ser humano como aquel que es requerido por el Ser que se oculta.11 Merced a ese tipo de generalización, la iniciativa pasa de hecho del individuo al Ser como tal, a cuya llamada el hombre solamente puede reaccionar. La duda infinita acerca de la accesibilidad del Ser, que constituye la subjetividad del individuo, se convierte en Heidegger en una característica ontológica del Ser como tal con la que la conciencia humana finita es forzosamente confrontada: lo único que le queda a esa conciencia es reaccionar con lucidez a ese ocultamiento ontológico. La subjetividad radicalizada del héroe kierkegaardiano experimenta en la obra de Heidegger una inesperada democratización, universalización y ontologización, en última instancia. Eso que en Kierkegaard era elegido libremente y cuidadosamente escenificado en Heidegger es anclado ontológicamente y adquiere un carácter obligante.
Muchos de los enfoques y teorías más interesantes del pensamiento de los últimos tiempos pueden ser leídos como una continuación directa de esta estrategia de Heidegger. Cuando Derrida, por ejemplo, plantea en su libro La moneda falsa que bajo las condiciones de la convención literaria –que son a su vez las condiciones de la escritura en general– resulta imposible establecer si una moneda de la que trata un texto (en este caso un relato de Baudelaire) es auténtica o falsa, claramente está recurriendo a la figura kierkegaardiana de la imposibilidad de llegar a una decisión clara, evidente, racional sobre la constitución interior del otro.12 Pero, al igual que en Heidegger, tampoco en Derrida se