La crítica filosófica ha llevado, pues, a la identificación de toda verdad como mercancía y a su consiguiente desacreditación. Este resultado suscita, sin embargo, otra sospecha: ¿no es acaso la filosofía misma la que transforma toda verdad en una mercancía? En efecto, la actitud filosófica es una actitud pasiva, contemplativa, crítica, y por ende en última instancia consumista. Bajo la luz de esta actitud, todo lo existente adopta la apariencia de una oferta de mercancías que uno debe comprobar que sean aptas para eventualmente adquirir. Pero supongamos ahora que el hombre ya no se tomara el tiempo para llevar a cabo ese procedimiento de comprobación, y que en cambio se quedara simplemente con lo que cae en sus manos al azar: conocidos, amores, libros, conversaciones, teorías, religiones, autoridades y verdades. La verdad perdería en ese caso su forma de mercancía: ya no sería sometida a prueba, sino practicada. Así es como uno practica la respiración al inspirar el aire que lo rodea. Hay circunstancias en las que el aire que uno respira puede resultar mortal, pero como sabemos, también es mortal no respirar. En ambos casos, resulta imposible adoptar frente a la respiración una conducta distante, contemplativa, crítica y consumista. Después de todo, uno no deja de respirar mientras compra un nuevo aparato de aire acondicionado.
A partir de esta constatación, surgió una nueva rama de la filosofía, a la que por analogía con el antiarte cabe denominar antifilosofía. Este giro, que comienza con Marx y Kierkegaard, ya no opera por medio de la crítica, sino por medio de órdenes. Se ordena transformar el mundo, en lugar de explicarlo. Se ordena convertirse en animal, en lugar de cavilar. Se ordena prohibir todas las preguntas filosóficas y callar sobre aquello que no se puede decir. Se ordena transformar el propio cuerpo en un cuerpo sin órganos y pensar de un modo rizomático en vez de lógico. Todas estas órdenes fueron impartidas para abolir la filosofía como fuente última de la actitud consumista y crítica, y liberar de ese modo a la verdad de su forma de mercancía. Porque acatar una orden o rehusarse a hacerlo es algo completamente diferente a afirmar o negar una doctrina de la verdad sobre la base de una indagación crítica. En efecto, el supuesto fundamental de esta (anti)filosofía que da órdenes es que la verdad solo se muestra una vez que se ha cumplido la orden. Primero hay que transformar el mundo, y recién entonces el mundo se muestra en su verdad. Primero hay que dar el salto de fe, y recién entonces se manifiesta la verdad de la religión, etc. O bien, para volver sobre Platón: primero hay que salir de la caverna, y recién entonces se ve la verdad. Se trata aquí de una elección previa a la elección, de una decisión en la oscuridad que antecede a cualquier crítica posible, puesto que el objeto de esta crítica se muestra recién a consecuencia de dicha decisión; por cierto: a consecuencia solo de la decisión de acatar la orden. La decisión de no acatar la orden, por el contrario, lo condena a uno a la oscuridad. Y allí no hay lugar ni para ser crítico porque no se sabe qué es lo que habría que criticar. Así, pues, la decisión entre acatar o no la orden se caracteriza tanto por su inevitabilidad como por su perentoriedad: no hay tiempo allí para cultivar una actitud reposada, crítica y consumista. En otras palabras, no se trata aquí de ninguna filosofía pura, sino de una decisión vital que no es posible aplazar porque la vida es demasiado corta para hacerlo.
Este giro antifilosófico al interior de la filosofía misma no ha estado exento de consecuencias. Cualquiera que hoy enseñe o escriba sobre filosofía lo sabe: vivimos en tiempos en los que toda actitud crítica, ya sea en el ámbito de la política, del arte o de la buena alimentación, no hace más que irritar al público: este la rechaza con un acto casi reflejo. La razón para ello, claramente, no radica en que la actitud “afirmativa” frente al mundo, la conformidad interior con el contexto general de ofuscación o la aceptación de las relaciones dominantes hubieran alcanzado súbitamente en el último tiempo una hegemonía incuestionada en la conciencia pública. El lector actual no cree en lo que se dice en un texto, o en cualquier otro medio, ni abriga intenciones de hacerlo. Por eso no tiene tampoco motivo alguno para criticar ese texto o medio. Más bien hace lo que se dice allí, o bien se abstiene justamente de hacerlo. Hoy en día los textos no se analizan, sino que se toman como directivas para la acción que pueden ponerse en práctica si uno así lo decide. Los textos que contienen explícitamente este tipo de directivas son los que se leen con especial predilección: libros de recetas de cocina, o con sugerencias para la jardinería y el bricolage; libros sobre estrategias de marketing, o con instrucciones para combatir el imperialismo norteamericano con ayuda de las “multitudes” o fabricarse la imagen acorde a los tiempos del activista de izquierda o de derecha, etc. Pero también otros libros, que no ofrecen directivas claras de ese tipo, son leídos cada vez más como instrucciones para una determinada conducta. El lector de estos libros que sigue las respectivas instrucciones siente forzosamente que cualquier crítica a dichos libros constituye un ataque personal y rechaza toda actitud crítica frente a estos. También rechaza cualquier crítica a textos que él mismo no sigue. Y lo hace por razones de decencia y de tolerancia, es decir: para no herir innecesariamente a aquellos que sí siguen esos textos. En ambos casos, el público siente que toda crítica a un texto es injusta, porque no da con la cuestión. La cuestión, en efecto, no es el texto mismo, sino lo que el individuo haya hecho o haga en su propia vida a partir de él. Así, pues, hombres diferentes sacan conclusiones diferentes a partir del Corán, y de ese modo hacen innecesaria y en definitiva imposible toda crítica al Corán como texto. O como replican con frecuencia los artistas cuando uno critica una teoría en su presencia: probablemente tengas razón y se trate de una teoría estúpida, pero yo hice cosas buenas después de leerla, así que creo en ella y no tengo por qué seguir escuchando tu crítica. Cuando el texto como tal no es entendido ya como el lugar en el que aparece la verdad para ofrecerse al lector crítico, sino como suma de directivas para un lector al que se llama a actuar en vez de a pensar, lo único relevante pasa a ser la manera en que el lector aplica esas directivas a su régimen de vida. Y esta no puede ser criticada, porque la vida misma comienza allí a oficiar de juez supremo.
El lector de los textos reunidos en este volumen notará que todos los héroes de mis ensayos son autores modernos que dan órdenes. Todos sin excepción son antifilósofos. Los ensayos mismos, sin embargo, no dan ninguna directiva, y a tenor de la posantifilosofía hoy dominante solo pueden resultar decepcionantes. Al mismo tiempo, estos ensayos tampoco efectúan ningún retorno a la tradición de la crítica filosófica. La actitud del autor en este caso es más bien benevolente y descriptiva. Esta actitud tiene sus raíces en la fenomenología de Husserl, que se planteó relativamente temprano la pregunta sobre cómo debía responderse a ese nuevo tono en la filosofía que daba órdenes sin volver a caer en los viejos errores de la filosofía crítica. Husserl dio entonces su propia orden: antes de empezar a pensar hay que llevar a cabo la reducción fenomenológica. La reducción fenomenológica consiste en que el sujeto de esa reducción tome distancia con el pensamiento de sus propios intereses vitales, incluido el interés en su propia supervivencia, y abra de ese modo un horizonte para la contemplación del mundo, que ya no está acotado por las necesidades de su yo empírico. Bajo esta amplia perspectiva fenomenológica, se adquiere la capacidad de tomar por válidas todas las órdenes y se puede empezar a experimentar libremente con el acatamiento y con la inobservancia de estas. El sujeto de la reducción fenomenológica ya no se ve obligado por ello a trasladar esas órdenes a su régimen de vida, o bien, por el contrario, a resistirse a ellas, puesto que el yo fenomenológico piensa como si no viviera. De esta manera, uno erige para su yo fenomenológico un reino del “como sí”: la perspectiva imaginaria de una vida infinita en la que todas las decisiones vitales pierden su perentoriedad, de modo tal que la oposición entre el acatamiento de una orden y su inobservancia se disuelve en el juego infinito de las posibilidades de vida.
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