–Vaya, vaya –Manuel tecleó sobre su rodilla derecha–. Fíjate qué cosas, yo apasionado de la Historia y mi único sobrino no la puede ver; a veces los genes no se entienden…
–No es eso tío –acertó a decir Julio–, es que me lío con tanto nombre y tantas fechas, me aburro.
–Lo tomaré como un desafío. No me llamo Manuel si cuando acabe el verano no te has vuelto un adicto a esta materia –se volvió hacia su hermano–. La verdad es que muchos libros de texto están escritos para demostrar la erudición del historiador, sin pensar que el lector puede ser un profano o un incipiente aficionado. Desde esa perspectiva, un libro de Historia suele ser muy aburrido, apenas un listado de nombres y fechas. Tiene algo de razón el chico. Contar la Historia hay que hacerlo como si fuera una maravillosa novela de intriga y acción, que lo es sin duda alguna; mucho más que grandes obras de ficción.
–Pues confiamos en ti Manuel –intervino Carmen–; nos gustaría que Julio aprobara en septiembre y empezara la universidad en octubre.
–Claro Carmen, te aseguro que pondré todo mi empeño en ello. Y tú me vas a ayudar, ¿verdad Julio?
–Claro tío; por mi parte prometo que estudiaré, aunque no garantizo los resultados.
–Tranquilo Julio, ya verás como te va a gustar.
–Lo dudo. Le tengo ya cierta manía.
–Eso son cosas de estudiantes. Tropiezan con una asignatura y la odian con todas sus fuerzas –afirmó el profesor desde la voz de la experiencia.
–Sí –dijo Sergio sonriendo–, me acuerdo de que en bachillerato se me «cruzó» la Geografía. Lo que me costó aprobarla; lo justo para olvidarlo todo en poco tiempo. Ahora no sé casi ni donde está el río Nilo.
–Yo a tu edad también tuve mis problemas, pero aquello ya pasó… Y ¿cómo os va la vida?
Después de conversar un rato sobre los avatares de cada familia, fueron a pasear por la parcela, donde Manuel les enseñó orgulloso las rosas cuidadas por su mujer, los macizos de petunias y la piscina recién preparada para los baños estivales con el agua transparente como el cristal.
–Aquí podrás bañarte todo el verano, Julio. Ya verás como no te lo pasarás mal. Además, tendrás una compañera con la que hablar.
–¿Una compañera? –Julio pensó que alguna profesora iría a visitar a su tío para hacer consultas.
–Sí, Julio, es una antigua alumna mía hija de unos amigos que está haciendo el doctorado; pasará aquí todo el verano redactando su tesis. Verás como no te aburres con ella.
«Seguro que es una fea empollona –pensó Julio–; espero que no sea miope y esté gorda como una foca. Lo que me faltaba».
El día transcurrió lánguidamente entre conversaciones intrascendentes y al atardecer los padres se despidieron volviendo a Madrid.
La habitación de Julio tenía un ventanal que daba a la piscina, que estaba rodada de árboles y un césped bien cuidado. La cama era cómoda y tenía una mesa adosada a la pared con una lámpara orientable y cajones donde guardar los apuntes y los útiles de escribir. Julio sacó el ordenador portátil de la mochila y lo instaló tecleando la contraseña del «wifi» que le había dado su tío. Deshizo el equipaje y colocó su ropa en el armario. Luego conectó a la pequeña tele que había sobre una mesita auxiliar la consola de juegos que había llevado consigo pese a la oposición de su padre y accedió al nivel que tanto le costaba superar.
El aviso de su tía Cintia advirtiéndole de que la cena estaba lista lo sorprendió a punto de superar la puntuación. Los comandos estaban casi aniquilando a la fuerza defensiva. Pero no quiso hacerse el remolón la primera noche. Apagó la consola y la tele y bajó las escaleras con agilidad.
La cena transcurrió con una conversación ligera sobre las recetas empleadas por Cintia, y alabanzas de su tío a la habilidad culinaria de su mujer mientras engullía la comida. La verdad es que su tía no cocinaba nada mal.
–Antes de irte a tu habitación me gustaría charlar contigo un poco y relajarnos en el porche mirando las estrellas. ¿Quieres Julio? –le preguntó Manuel mientras terminaba el suculento postre.
–Claro tío. Estoy a tope, no podré dormir con la barriga llena; la cena estaba buenísima.
–Gracias Julio –dijo Cintia sonriendo–. Es tu primer día; espero que sigas diciendo lo mismo cuando termine el verano.
–Seguro que sí –apostilló Julio con una sonrisa de oreja a oreja.
Julio no quería hacerse odiar por sus tíos. Eran buena gente, amables y simpáticos. Ellos no tenían la culpa de que su padre hubiera decidido «recluirlo» todo el verano en aquella casa. Se prometió tratar de pasarlo lo mejor posible. Muchas familias veraneaban en el pueblo y sus alrededores. Seguro que habría chicas guapas buscando diversión. Si se portaba bien, sus tíos seguro que le dejarían salir alguna que otra noche.
En el porche, en una deliciosa penumbra, sentados en sillones de mimbre con almohadones estampados de flores, contemplaron las estrellas que brillaban rutilantes en una noche sin luna.
–En Madrid seguro que no podrás ver esta maravilla de cielo nocturno –comentó Cintia.
–No tía. Allí hay mucha luz artificial en las calles; apenas se ve alguna estrella. La verdad es que ni siquiera me había dado cuenta de que existían.
–Esa es una de las ventajas de vivir a las afueras de un pueblo pequeño –comentó Manuel encendiendo una pipa de oloroso tabaco que hizo toser un poco a Julio–. Perdona chico, es el olor de este tabaco holandés, pero ya te acostumbrarás. Me ayuda a pensar. Cámbiame el sitio. La brisa viene de ese lado y así el humo no te molestará porque… ¿no fumas?
–No tío. No me gusta. Lo probé una vez y casi me muero.
–¡Esta juventud! A tu edad yo ya fumaba como un carretero. Luego dejé los cigarrillos y empecé con la pipa, así fumo menos y no es tan perjudicial como el cigarrillo. Bueno, pero fumarás un «porrete» de vez en cuando, ¿no? –Manuel hizo un gesto de complicidad.
–Pues… alguna vez, en las fiestas de estudiantes doy alguna calada, pero no me gusta mucho, me marea. No le encuentro la gracia; además, si quiero hacer deporte no puedo fumar; me gusta correr y nadar y para eso hay que tener buenos pulmones.
–Eso está muy bien Julio. Ojalá yo también hiciera algo de deporte, pero no tengo tiempo –el profesor miró de nuevo el cielo estrellado–. ¿Sabes? De ahí venimos nosotros.
Julio miró también al cielo contemplado las miríadas de estrellas.
–¿Qué quieres decir? Ahora que reparo en ellas y las veo bien, ¡son preciosas!
–Imagínate que estuviéramos flotando en el espacio interestelar. A nuestro alrededor todo sería negrura, salpicada por millones de lucecitas que brillarían más o menos intensamente, las estrellas…
Manuel empezó a hablar suavemente; solo le interrumpían de vez en cuando las chupadas y exhalaciones del ondulante humo de la pipa. Su voz de barítono, bien timbrada, resonaba majestuosa y seductora en el porche sumido en la penumbra, apenas iluminado por unas luces solares clavadas en el suelo del jardín. Julio se sintió atrapado por ella.
–…de pronto notamos un calorcito en una parte de nuestro cuerpo y vemos que está iluminado. Volvemos la cabeza y contemplamos a lo lejos lo que parece una inmensa bola de fuego radiante que nos deslumbra, el Sol. Luego, mirando en otra dirección, contemplamos varias esferas de diferente tamaño y a distintas distancias del Sol. Son los planetas del llamado sistema solar, los mundos que acompañan al astro rey en su caminar por nuestra galaxia, la Vía Láctea. Resulta que el Sol es una estrella que gira en uno de los «brazos» de la Vía Láctea. En las noches en que se aprecia, parece un camino blanquinoso