–¿Qué has pensado papá? –en las palabras de Julio había un destello de esperanza; tal vez su padre no quería renunciar a las vacaciones veraniegas y se irían todos a la playa.
–Pues, ¿sabes? He pensado que voy a llamar a mi hermano Manuel para ver si puede acogerte en su casa de la sierra este verano. ¡Sería estupendo tener a todo un catedrático de Historia a tu disposición para cualquier consulta o duda!
Julio sintió que el suelo se hundía bajo sus pies. Efectivamente, su tío Manuel, que pasaba los veranos en las afueras de un pueblo cercano de la sierra de Madrid, era catedrático de Historia en la Universidad Complutense. Vivía en un bonito chalé rodeado de naturaleza y con la casa llena de libros, algunos escritos por él mismo.
«Menudo rollo –pensó–, todo el verano metido en casa de mi tío, sin más diversión que salir a pasear por caminos entre árboles y rocas de granito cubiertas de musgo, por no hablar del aburrimiento del pueblo».
–Pero papá, lo voy a molestar; lo mismo está escribiendo algún libro…
–No te preocupes Julio; voy a llamarlo ahora mismo para ver si puede ayudarte. Es tu tío; enseñarte Historia será para él un reto. Que su sobrino no pueda con esa asignatura le va a causar un auténtico «shock». Se verá obligado a remediarlo. Lo conozco bien y es muy cabezota. La Historia es su pasión. Te servirá de mucho.
–Pero papá… –protestó Julio.
–Está decidido –cortó Sergio con firmeza–. Si no hay inconvenientes, te llevaré a casa de tu tío y estarás allí hasta los exámenes de septiembre. Tienes que aprobar y presentarte a la Selectividad. En octubre ingresarás en la universidad; no quiero que pierdas un año por culpa de una asignatura de tres al cuarto.
–Si te oyera el tío Manuel diciendo que la especialidad a la que dedica su vida es de poca monta…
–¡Bueno se pondría! Pero tú de esto ni una palabra ¿eh? La Historia está bien para hacer películas y novelas, pero apenas sirve para la vida moderna. Lo importante son las matemáticas, la informática y los idiomas, y en eso eres bastante bueno, gracias a Dios. Para estudiar Ingeniero de Telecomunicaciones, que es la carrera de moda, son asignaturas primordiales.
–¿Entonces?
–Ahora mismo voy a llamarlo.
Julio se retiró amargado a su habitación a comentar en las redes sociales con sus compañeros los resultados de los exámenes, con la esperanza de que su tío tuviera previsto algún viaje que impidiera su estancia en aquella casa.
Al poco tiempo, mientras tecleaba en el portátil, su padre entró radiante.
–¡Todo arreglado! Tu tío está encantado de que pases allí el verano. Dice que en los exámenes de septiembre vas a conseguir un sobresaliente; le va en ello su prestigio.
–Me parece que exagera un poco –dijo Julio con fastidio.
–Ya sabes como es, aunque yo me conformo con que apruebes hijo. Ve preparando las maletas. Mañana nos vamos a la sierra.
Sergio salió de la habitación de Julio con gesto triunfante. Carmen, su mujer, con la que había consultado su idea antes de llamar a su hermano, estaba de acuerdo con el proyecto. De esa manera ellos podrían irse tranquilos a la costa levantina a pasar el verano en el pequeño apartamento que habían comprado el año anterior con parte de sus ahorros y una hipoteca llevadera, pensando también que era una inversión a largo plazo. Habían aprovechado el estallido de la «burbuja» inmobiliaria. El precio había sido bastante bueno respecto a lo que pedían años antes en plena euforia urbanística.
Julio, resignado, comentaba con sus amigos en Twitter el verano que le esperaba. Algunos de ellos habían aprobado todo el curso y mostraban su alegría, aunque también sus nervios ante los exámenes de Selectividad que estaban al caer. Otros se lamentaban de los suspensos y comprendían el estado de ánimo de Julio. Las redes sociales hervían de chicos y chicas comentando sus preocupaciones estudiantiles y sus perspectivas vacacionales.
Al día siguiente, Julio metió su ropa de verano en una maleta y dos bolsas de deporte, y por último, el odiado libro de Historia con el que tendría que luchar durante dos meses, bloc de notas, rotuladores y bolígrafos para tomar apuntes.
Sus padres lo aguardaban listos para llevarlo a la sierra, a un pueblo situado a menos de una hora de automóvil si no había atasco al salir de la ciudad. Afortunadamente, las autovías M-40 y M-50 estaban bastante despejadas sin parones ni atascos dignos de mención. El paisaje fue cambiando poco a poco conforme se aproximaban a las estribaciones de la sierra. Los campos llanos, salpicados de bloques de viviendas aisladas y naves industriales, dejaron paso a bosquecillos de pinos, afloramientos de rocas graníticas y sembrados ya en rastrojo después de la siega.
Las montañas fueron acercándose desde la lejanía y tras la azulada bruma, haciéndose más nítidas y majestuosas. Al poco, el automóvil salió de la autovía y empezaron a subir por una carretera comarcal estrecha pero bien asfaltada.
La casa de Manuel Espinardo Gutiérrez, catedrático de Historia de la Universidad Complutense de Madrid, era un precioso chalé situado en las afueras de un pequeño pueblo. Estaba revestido de piedra y ladrillo con grandes ventanales de madera, una terraza acristalada al Sur en la segunda planta y un porche espacioso en la entrada bajo un techo sostenido por tres grandes arcos de cantería. La chimenea se erguía desafiante en uno de los extremos, mostrando sus nobles sillares de granito que le aportaban un toque de vieja y noble mansión solariega.
Una valla de piedra y rejas de hierro colado rodeaban la casa, casi oculta a los ojos del viandante por un alto seto de cipreses bien cortados que formaban una muralla impenetrable de verdor. Dentro de la parcela varios pinos centenarios asomaban sus enormes copas.
Sergio detuvo el automóvil frente a la cancela de hierro de la parcela e hizo sonar el claxon varias veces. Al poco tiempo, las puertas se abrieron suavemente sobre unos raíles metálicos bien engrasados, permitiendo la entrada.
Sergio condujo por un camino de grava hasta la puerta principal de la casa. Su hermano Manuel y su esposa Cintia ya estaban esperándolos sonrientes frente al porche.
–¡Bienvenidos a mi humilde mansión, familia! –exclamó Manuel con cierto tono de humor al referirse a su casa.
–Y bien que lo dices bandido –le contestó Sergio abriendo la portezuela de su automóvil–, porque, si no lo es, poco le falta. ¡A mis brazos hermano!
Ambos matrimonios se saludaron efusivamente; los hombres fundiéndose en un apretado abrazo, las mujeres besándose en las mejillas y observando a hurtadillas la ropa y el peinado de la otra.
–¡Ven aquí perillán! –Manuel abrazó a su sobrino Julio estampándole dos sonoros besos en las mejillas–. ¡Estás hecho un hombre! Estos chicos cambian en cuanto dejas de verlos un par de meses.
–¡Qué guapo estás Julio! –exclamó Cintia estrujándolo y llenando las mejillas de su sobrino de lápiz de labios.
–Venga, pasad a la casa y sentémonos un poco –dijo Manuel agarrando la maleta de Julio–. Supongo que os quedareis a comer ¿verdad?
–Claro Manuel –contestó Sergio–, no vamos a dejarte el «paquete» y a salir corriendo. Tenemos que aprovechar la ocasión para hablar; hacía tiempo que no nos veíamos.
–Es verdad. Cada uno tenemos nuestros afanes y el tiempo pasa muy deprisa.
Las dos familias entraron en la casa. El suelo estaba forrado de parquet de madera de roble, cálido y acogedor. Las paredes blancas mostraban multitud de cuadros, fotos, diplomas y estanterías llenas de libros por todas partes.
Un amplio sofá de piel los acogió en torno a una mesita de forja y mármol sobre la que brillaba un jarrón de cristal rojo de Murano lleno de flores silvestres recién cortadas.
–Bueno,