El reinado de Dios sintetiza las mayores esperanzas del pueblo judío en tiempos de Jesús; incluye libertad política frente a la opresión romana, justicia social, paz, bienestar, fidelidad a Dios.
La idea de Dios como rey era muy antigua en Israel, anterior incluso a la aparición de la monarquía en el siglo X a. C. Muy pronto, los israelitas admiten que Dios ejerce su realeza a través de un ser humano, representante suyo en la tierra. Pero él sigue siendo el verdadero rey de Israel. Por eso, cuando al cabo de cuatro siglos desaparece la monarquía y los babilonios destierran a los descendientes de David, muchos judíos no se angustian. Lo importante es que Dios venga a reinar en persona. Uno de los mayores profetas de esta época, al que conocemos como Deuteroisaías, no sueña ya con un descendiente de David, sino que se entusiasma pensando en la aparición de Dios como rey: «¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del heraldo que anuncia la paz, que trae la buena nueva, que pregona la victoria! Que dice a Sión: “Tu Dios es rey”» (Is 52,7).
Y un pasaje al final del libro de Sofonías explica los motivos de este gozo:
Grita, ciudad de Sión; lanza vítores, Israel; festéjalo exultante, Jerusalén capital. Que el Señor ha expulsado a los tiranos, ha echado a los enemigos. El Señor dentro de ti es el Rey de Israel y ya no temerás nada malo. Aquel día dirán a Jerusalén: «No temas, Sión, no te acobardes». El Señor, tu Dios, es dentro de ti un soldado victorioso que goza y se alegra contigo renovándote su amor. Se llenará de júbilo por ti como en día de fiesta. Apartará de ti la desgracia y el oprobio que pesa sobre ti. Entonces yo mismo trataré con tus opresores, salvaré a los inválidos, reuniré a los dispersos, les daré fama y renombre en la tierra donde ahora los desprecian (Sof 3,14-19).
Estos y otros textos dejan claro que, cuando Dios reine, Israel encontrará su libertad e independencia, vivirá en paz y prosperidad, será fiel a Dios. Y después de siglos de espera Jesús irrumpe anunciando que ese momento está cerca. Podemos imaginar la conmoción que supuso entre la gente y las ilusiones que despertó. Toda su vida la consagrará a proclamar el mensaje del Reino con sus palabras y a anticiparlo con su acción. Limitándonos a este segundo aspecto, y de forma muy esquemática, podemos decir lo siguiente.
En primer lugar, Jesús anticipa el Reino curando las enfermedades. Los milagros de Jesús no son simples obras de misericordia ni puras manifestaciones de su poder. Son signos de ese mundo futuro en el que ya no habrá llanto, ni lágrimas, ni sufrimiento. Curar la enfermedad significa devolver al hombre la armonía con lo más personal de sí mismo, su propio cuerpo y su espíritu. Al mismo tiempo, cada enfermo sanado supone una victoria sobre las fuerzas del mal (los demonios) que encadenan al hombre y se oponen al reinado de Dios.
En segundo lugar, Jesús anticipa el Reino perdonando los pecados. Los relatos de este tipo no son tan frecuentes como los anteriores, pero se orientan en una línea parecida. Porque el pecado es una forma de esclavitud que ata interiormente al hombre y no le permite situarse rectamente ante Dios y los demás. El perdón de los pecados trae paz y alegría, hace sentirse amado por Dios. Y anticipa el gozo del Reino definitivo.
Pero, si Jesús hubiese anticipado el Reino solo de estas dos maneras, su obra habría acabado con él. Además, habría destacado un aspecto exclusivamente personalista, cuando lo esencial del Reino es su carácter comunitario. Por eso Jesús lo anticipa de una tercera forma: creando un grupo de personas dispuestas a reproducir lo mejor posible las condiciones del mundo futuro4. Quienes lo vean podrán decir: parecida a eso será la sociedad en la que Dios reine.
Así, como proyecto y esbozo de futuro, como anticipación de la realidad definitiva, es como tiene sentido la Iglesia. Esto excluye el triunfalismo, que pretende identificarla plenamente con el Reino de Dios, reivindicando incluso territorios pontificios y autoridad política. Pero también excluye la crítica radical que niega toda relación entre el Reino y la Iglesia.
Para una tarea como la que Jesús desea encomendar a su grupo –anticipar el Reino de Dios– cabría esperar una gran selección. Toda asociación religiosa, política, cultural, es tanto más exigente cuanto más altas son las metas que se propone. Hace veinte siglos ocurría lo mismo. Los esenios, por ejemplo, no admitían a jóvenes en su comunidad. El escritor judío Filón nos indica las causas en su Apología de los hebreos: «Entre los esenios no hay niños, ni adolescentes, ni jóvenes, porque el carácter de esta edad es inconstante e inclinado a las novedades a causa de su falta de madurez. Hay, por el contrario, hombres maduros, cercanos ya a la vejez, no dominados ya por los cambios del cuerpo ni arrastrados por las pasiones, más bien en plena posesión de la verdadera y única libertad».
Precisamente porque la selección es un dato arraigado en la historia y la psicología, nos llaman la atención los criterios que emplea Jesús. Se dirigía al lugar menos adecuado para llamar a las personas menos adecuadas. Después del bautismo, «al enterarse de que habían detenido a Juan el Bautista, Jesús se retiró a Galilea. Dejó Nazaret y se estableció en Cafarnaún, junto al lago, en territorio de Zabulón y Neftalí. Así se cumplió lo que había dicho el profeta Isaías: “País de Zabulón y país de Neftalí, camino del mar, al otro lado del Jordán, Galilea de los paganos. El pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande; a los que habitaban en tierra y sombra de muerte una luz les brilló”» (Mt 4,12-16, citando Is 8,23-9,1).
Se expresa aquí, en un nivel geográfico, lo que será la actitud de Jesús durante toda su vida. No se dirige a las regiones ricas, influyentes, donde reside el gobierno del país, florece la cultura y se encuentran los centros del poder religioso, político y económico. Jesús elige la Galilea de los paganos. La tierra olvidada y mal vista, de la que no puede salir nada bueno, sin pasado ni futuro, madre de incultura y revoluciones.
Y el material humano que elige está en perfecta consonancia con la tierra. Llama a las personas más extrañas, incluso peligrosas: a los pobres, los que sufren, los no violentos, los que tienen hambre y sed de justicia, prestan ayuda, son limpios de corazón, trabajan por la paz y viven perseguidos por su fidelidad. Es gente muy diversa: unas están necesitadas de ayuda, otras adoptan una actitud positiva ante los demás. Aunque entonces como ahora muchos pueden sintonizar con algunas de las bienaventuranzas, el criterio de selección manifestado por Jesús supone una «subversión de todos los valores».
Y el desconcierto aumenta en pasajes posteriores, cuando Jesús dice sin tapujos que ha venido a interesarse por los enfermos, a buscar a las ovejas perdidas de la casa de Israel; o cuando elogia a los sencillos, invita a los agobiados y cargados, acoge a extranjeros y paganos. Todo esto se concreta en pecadores y descreídos, recaudadores de impuestos y prostitutas, niños e ignorantes, personas que la sociedad biempensante, de derecha o de izquierda, margina y rechaza.
Es sorprendente que Jesús invite a estas personas, de las que tan poco cabría esperar. Y aún más sorprendente la enorme confianza que Jesús deposita en ellas. Las llama «sal de la tierra» y «luz del mundo», y les propone un programa altísimo, no de ofertas y privilegios, sino de responsabilidad y exigencias. Este programa lo desarrolla en el Sermón del monte, que el biblista español J. Luis Sicre prefiere calificar como «discurso sobre la actitud cristiana»5. No es una exposición exhaustiva, pero refleja el tipo de hombre nuevo que Jesús desea para sus seguidores. De este texto nos limitaremos a enunciar sus temas capitales y a sugerir algunas ideas.
El discurso desarrolla la actitud cristiana ante la ley (Mt 5,21-48), las obras de piedad (6,1-28), el dinero y la providencia (6,19-34), el prójimo (7,1-12); termina con unos requisitos para mantener la actitud cristiana (7,13-27).
La primera parte se dirige contra el legalismo de los escribas utilizando seis casos concretos: asesinato, adulterio, divorcio, juramento, venganza y amor al prójimo. En ocasiones, Jesús lleva la ley a sus consecuencias más radicales (primer y segundo caso); en otras cambia la ley o la norma de conducta por otras más exigentes (talión, amor al enemigo); en otras anula la ley con vigor (divorcio, juramento). En conjunto, estas diversas actitudes