2. Ser testigos del Misterio
José María Mardones analizó «Los factores socioculturales que reconfiguran la vivencia de la fe cristiana». Para el que fuera uno de los grandes sociólogos de la religión de nuestro país, que nos dejó en junio de 2006, la tarea que nos espera en el próximo futuro es ser testigos y guías del Misterio. Vivir la presencia de Dios en la realidad de cada día. Empaparnos de su agua para después ejercer de «gurús», iniciadores e introductores en los caminos de la experiencia de Dios. Porque lo que vale es la experiencia de una misteriosa presencia que responda a los porqués de una vida, a los que no responde la ciencia ni la funcionalidad técnica. Ofrecer experiencia de sentido en un desierto instrumental y eficacista, esta es la tarea de mañana que empieza hoy4.
Quizá para esta tarea iniciadora tengamos que enseñar a nuestros contemporáneos a descubrir el símbolo, aquello que nos habla de lo presente y que solo puede evocarlo, pero que sugiere y abre hacia la inagotable profundidad de la realidad. La comunidad eclesial debiera convertirse ella misma en símbolo de otra vida y otra realidad que se atisba, distinta y más humana. La Iglesia o comunidad de los creyentes sería así lo que dicen que está llamada a ser: símbolo evocador y provocador del Reino5.
Pero, ¿cómo puede tener cabida la trascendencia donde no hay sitio para el silencio ni la vuelta sobre lo vivido?
La espiritualidad de la fe, la huida al culto, el refugio en la pseudomística de la contemplación del yo, son amenazas de nuestra fe en este tiempo de incertidumbre.
3. El reto de la injusticia
Para el teólogo Julio Lois –que también nos abandonó recientemente–, el mayor reto para la Iglesia del nuevo milenio era el reto de la injusticia6. El tema de la injusticia es un problema y una cuestión teologal. ¿Qué sería de la teología que no se dejara tocar por esta cuestión? Lois, citando al teólogo brasileño Hugo Assmann, sostiene que si la teología no se deja afectar por la desigualdad entre pobres y ricos, «sus preguntas no serán preguntas reales. Pasarán al lado del hombre real. Es necesario salvar a la teología de su cinismo»7.
Pero Julio Lois no se queda aquí y añade que «no es la teología, sin más, la que está en cuestión si no asume el desafío que tal situación representa. Cuando los cristianos pretendemos vivir nuestra fe sin dejarnos desafiar por el sufrimiento de las víctimas de la injusticia, es el mismo Dios Padre y Madre que confesamos quien queda cuestionado, y con él la validez de la causa de Jesús en la historia, la credibilidad de su Iglesia, la posibilidad de una evangelización significativa. El futuro del cristianismo queda amenazado»8.
Bien puede afirmarse que el ser y el actuar de la Iglesia se juegan en el mundo de la pobreza y del dolor, de la marginación y de la opresión, de la debilidad y del sufrimiento. Y desde aquí podemos deducir que el compromiso por la justicia –que es dar vida a los más pobres– es la forma más significativa de afirmar a Dios en el momento presente, la manifestación más perceptible de su presencia amorosa y salvífica en la historia, el mejor resumen del mensaje y la vida de Jesús al servicio del Reino de Dios, la manera más elocuente de conceder credibilidad a su Iglesia, la contribución más decisiva al futuro del cristianismo.
Para decir toda la verdad, siempre hay que decir dos cosas:
En qué Dios se cree y en qué ídolo no se cree. Sin esa formulación dialéctica, la fe permanece muy abstracta, puede ser vacía y, lo que es peor, puede ser muy peligrosa, pues permite que coexistan creencia e idolatría. Y la idolatría consiste en establecer una ruptura trágica entre la afirmación teórica de Dios y la práctica de la justicia. La cuestión de la injusticia es en buena medida «la cuestión de Dios».
Despertar del sueño cruel de la inhumanidad. He ahí la gran tarea pendiente: dejar de oprimir la verdad de la realidad con la injusticia de nuestras vidas. Permitir que esa verdad emerja y pueda ser oído el clamor de los pobres. Ya decía Mounier comentando el escepticismo del gobernador romano: «La verdad, Pilato, son los pobres».
La esperanza que hay que rehacer hoy no es una esperanza cualquiera, sino una esperanza en el poder de Dios contra la injusticia que produce víctimas9.
4. Las alarmas en la Iglesia
El teólogo dominico Felicísimo Martínez, en su análisis sobre las alarmas en la Iglesia, nos invitó no tanto al miedo, sino más bien a la esperanza10. Citando a Boecio sostuvo que «no es tiempo de lamentos, sino de poner remedios». Esta frase la escribió en el siglo VI en su famoso libro titulado La consolación de la filosofía. Además la pone en boca de la filosofía disfrazada de mujer. Darle voz femenina quizá sea una forma de convocar a lo concreto, a lo real, a lo práctico.
A la hora de plantear los temas eclesiológicos podemos caer en dos extremos que el teólogo alemán Medard Kehl nos recuerda en su tratado de eclesiología. Dice así:
En efecto, el tema de la eclesiología puede torcerse de dos modos: por una minimización o enmascaramiento piadoso de la realidad eclesial, a veces muy deprimente, mediante una espléndida teoría teológica; o por un ensañamiento unilateral en la facticidad empírica negativa de la Iglesia, que muchas veces acaba en simple lamento elegíaco de que la Iglesia haya abandonado sus orígenes bíblicos o su orientación escatológica… Para lograr una percepción realista de la Iglesia actual debemos mirar con los ojos penetrantes de los análisis sociológicos en lugar de confiar únicamente en nuestras propias experiencias personales, a veces muy parciales. La comprensión teológica de la Iglesia depende, por otra parte, de que se llegue o no a mirar esta realidad con los ojos de la fe, la esperanza y el amor…11
Felicísimo señala que, indagando en revistas que llegan al Instituto Superior de Pastoral, ha podido enumerar nada menos que 54 desafíos de la Iglesia para el comienzo del año 2000.
No se trata de buscar chivos expiatorios en el interior de la misma Iglesia, sino de analizar con objetividad las lagunas de la Iglesia en su totalidad. Es la actitud del Vaticano II cuando se denuncia sin tapujos que las raíces del ateísmo y del secularismo del mundo moderno se encuentran también dentro de la misma Iglesia. Hoy debemos seguir esta metodología utilizada por el Concilio para analizar otras alarmas puntuales, como la fuga silenciosa de los creyentes, la increencia, la multiplicación de los movimientos religiosos al margen de las Iglesias institucionales… ¿No se deberán, entre otras causas, a las lagunas existentes en la misma Iglesia?12
Si queremos esperanza en la Iglesia es necesaria una buena dosis de autocrítica. La Iglesia lo que necesita es una verdadera conversión al Evangelio. Y una verdadera alarma es: ¿ha sabido la Iglesia dialogar con la modernidad y la posmodernidad?
De ahí que hoy no solo necesitemos profetas de denuncia; necesitamos también profetas de consolación y de reconstrucción.
Considero que las verdaderas alarmas en la Iglesia no son aquellas que ponen en peligro la llamada «cultura católica», sino aquellas que alejan a la Iglesia del Evangelio. No son aquellas que debilitan el poder político o el reconocimiento social de la Iglesia, sino aquellas que obstaculizan su misión evangelizadora. Las verdaderas alarmas son aquellas que afectan a lo «esencial cristiano»13.
La pérdida de fe que hoy se lamenta tanto es por lo pronto –aunque no solo– la desaparición de un entorno social que la