Sin embargo, y esta es la cuestión principal, cuando los estudios que se ocupan del mundo público se refieren a “una relación con la madre” o a “un vínculo madre-niño”, lo hacen como si ese vínculo fuera una esencia y no una región de lo real psíquico en la que pueden distinguirse una variedad de modalidades de vínculo, algunas altamente patológicas, otras estructurantes y todo el espectro de situaciones intermedias. Cuando se discute, por lo tanto, un objeto social, lo único que podemos hacer es señalar en todo caso los aspectos que dan cuenta de ciertos tipos de vínculo.
Pero si nos mantenemos fieles a la idea de una diversidad de relaciones, resultará muy difícil adjudicarle esa diversidad a la situación social. Es sin duda muy fácil afirmar de manera global que tal vínculo social es un “vínculo con el Padre” o “con la madre”; algo que de ningún modo nos atreveríamos a hacer en la clínica con ese nivel de generalidad.
¿A qué se debe esta deriva? A que el rol atribuido “al Padre” o a “la Madre” es la manzana de la discordia desde los orígenes, y no dejará de serlo sino con referencia a la igualdad y a su ejercicio, en tanto se trata de una relación de poder, ligada a representaciones “biológicas” y fantasmáticas.
Sucede que las relaciones entre padres y madres son reguladas socialmente; y que aquello que caracteriza el principio de su regulación, al menos desde la Revolución, es la igual libertad, o por utilizar el término de Étienne Balibar, la igualibertad. El derecho, en consecuencia, tiende a hacer prevalecer de manera cada vez menos formal (en el sentido que da al término “formal” la teoría marxista del derecho) la igualdad de esas relaciones de género y de sexo.
En cambio, en la teoría psicoanalítica, tanto en aquella que regula la clínica y toma de ella su inspiración, como en la teoría que surge de las especulaciones histórico-antropológicas de ciertos psicoanalistas, las tendencias dominantes de las relaciones entre los sexos, entre padres y madres, han sido consideradas desde siempre como estructuras ahistóricas. Reina aquí una confusión entre la universalidad de las fantasías de base y la historicidad de los dispositivos de relación entre sexos y géneros, a la cual se agrega la diversidad clínica de los tipos de situación. Ciertos psicoanalistas tienen certezas inconmovibles sobre cuál debería ser la norma respecto de las relaciones entre los sexos y los géneros. Esas certezas, lamentablemente, coinciden con tanta exactitud con las que dominan tradicionalmente el orden social y la organización de los sexos, que el “fundamento psicoanalítico” de esos dispositivos queda desacreditado.
Dicho en otros términos, no es criticable a priori que los psicoanalistas se lancen a la interpretación de fenómenos tales como el pensamiento totalitario o de ciertos aspectos de las sociedades democráticas. Pero a condición de que los análisis producidos y presentados como sofisticados descubrimientos del psicoanálisis, no difundan sus certezas salidas trivialmente del discurso común de una época y no del psicoanálisis. ¿De dónde viene entonces nuestro malestar? Se hace presente cada vez que el psicoanálisis avanza sin esfuerzo sobre las huellas de cierto estereotipo social y presenta luego triunfalmente como evidencia del “psicoanálisis” lo que no es sino una representación social.
Tal vez pueda admitirse que existe un problema serio en relación a los procedimientos de intervención psicoanalítica sobre la realidad del contexto político. Dejo aquí de lado un primer aspecto de la cuestión. Los psicoanalistas, como todo el mundo, se enfrentan no sólo a un contexto general, sino a las posiciones dominantes de movimientos políticos y sociales que se dividen de un modo muy complejo. Pero más allá de esas dificultades, es posible identificar otra bien diferente. Constatamos, por un lado, que es habitual invocar al psicoanálisis para interpretar transformaciones sociales que se distancian respecto de las normas de un modo que es juzgado patológico, o bien formas de vínculo-desvinculación sociales patológicas. Esta consideración no resultaría problemática en ausencia de una segunda constatación: se considera implícitamente, y es el caso ante todo de muchos psicoanalistas, que los instrumentos que utiliza el psicoanálisis son ajenos a la historia, en tanto habrían surgido exclusivamente del psicoanálisis y del dispositivo de “neutralidad” que supuestamente lo caracteriza.
Pero no es el caso: no todas las intervenciones públicas de los psicoanalistas12 son psicoanalíticas, ni mucho menos. Podríamos multiplicar, al margen de los dos ejemplos que ya hemos dado, las declaraciones deplorables producidas por algunos analistas, sin relación alguna con el psicoanálisis.13
Una de las paradojas de numerosos textos elaborados por psicoanalistas es presentar una disyunción desconcertante e insidiosa entre la ausencia de clínica en sentido estricto, reconocida como tal, sobre los puntos en debate de un fenómeno colectivo, y la afirmación rotunda de que “como psicoanalistas, estamos en una posición privilegiada para saber que…”. Se trata de la fórmula que ha hecho célebre Mannoni: “Ya lo sé… pero de todos modos.”14
Los instrumentos psicoanalíticos son así solidarios de los contextos históricos; si estos últimos se transforman, ponen en cuestión las construcciones psicoanalíticas y obligan a los psicoanalistas a reverlas, más allá de las revisiones derivadas de razones internas a la actividad psicoanalítica. Esta situación evidente ha sido enmascarada por el hecho de que “el psicoanálisis”, en sus primeros treinta años de existencia, pudo tal vez aparentar (queda por saber si con razón o sin ella) que su destino se confundía con el de movimientos culturales y políticos liberales o revolucionarios. Esta evidencia es cosa del pasado en los lugares donde ha podido funcionar como ilusión, como es el caso de Francia. Es sabido que desde la mitad de los años ‘80, la vertiente normalizadora del “psicoanálisis” no sólo salió a la luz (lo cual está bien) sino que tuvo el efecto de hacer del propio psicoanálisis, que en otro tiempo fue la referencia última de innumerables discursos, el objeto sintomático de otros discursos.15 Su negativa a cambiar ciertas construcciones ha hecho que el psicoanálisis se vuelva él mismo objeto de interpretación16, a la vez que sus esfuerzos por retomar la iniciativa psicoanalítica renuevan el debate psicoanalítico.17
Se podría desarrollar este argumento desde un ángulo un poco diferente. Si las interpretaciones parecen arbitrarias en el campo colectivo y construidas con datos que no resultan del trabajo analítico, se debe a que esa combinación no ha encontrado nunca un estatuto claro en la teoría analítica; esto es, fuera de la tentativa de Jean Laplanche18, cuyo punto de vista coincide con los análisis precedentes: “he querido (…) mostrar de qué modo no debemos avalar, como parte del pensamiento psicoanalítico, los conjuntos mito-simbólicos que utiliza el ser humano en las traducciones que produce de los mensajes del otro y en las teorizaciones que se da de sí mismo.”19 Partiendo de la idea de que en el dominio de lo colectivo no hay asociación, y por lo tanto tampoco construcción psicoanalítica en sentido estricto, Laplanche muestra el esfuerzo freudiano por introducir un pensamiento de la “simbólica” y articularlo con el método psicoanalítico. Lo cual no ocurre sin sorpresas, en tanto Freud reivindica textualmente una suerte de intervención intrusiva que lee a libro abierto20, que suministra el sentido oculto, a la inversa de todo el proceso analítico. Laplanche considera fracasado el esfuerzo de Freud por encontrar una articulación satisfactoria entre el pensamiento psicoanalítico y el registro mito-simbólico, y propone entonces una solución ingeniosa, en la cual el análisis “reclama sus derechos y a la vez recupera entre líneas aquello que el simbolismo tiende a silenciar”. Las condiciones que formula Laplanche se ajustan con exactitud al movimiento de las críticas que formulamos más arriba: mantener el psicoanálisis a distancia de los mitos