El aire en la cara a causa de la velocidad ya no le reconfortaba como antes, ni siquiera le resultaba agradable. Mantener sujeto el volante con el dolor que sentía era solo cuestión de voluntad.
Tenía que irse, pero no como otras veces que había pasado la noche o días fuera de casa. Ni como la vez que se fue durante más de un mes. Esta vez se iría lejos de verdad. Tan lejos como le obligasen sus recuerdos.
La carretera estaba despejada esa mañana, así que aceleró. Sin embargo, dos kilómetros después, tuvo que frenar de forma abrupta. Una pelota había aparecido de entre los matorrales que bordeaban la carretera y, casi al instante, un niño tras ella. Un niño que al escuchar el frenazo se llevó las manos a las orejas y regresó por donde había venido.
Jake se apartó de la carretera y tuvo que bajarse de la moto para tranquilizarse. El corazón le latía con muchísima fuerza. Miró la pelota roja que se había quedado parada justo al otro lado de la carretera y no pudo evitar que un pensamiento horrible le viniese a la mente. Mucho más horrible de lo que todavía era capaz de soportar. Si a aquel niño se le hubiese escapado la pelota tan solo unos segundos después...
Un llanto infantil le hizo volver a la realidad y lo agradeció, en cierto modo. Se acordó del niño huyendo hacia los matorrales y dedujo que provenía de ahí. Jake recogió la pelota y luego se dirigió hacia los hierbajos. Apartó unos cuantos hasta descubrir el escondite del pequeño.
Estaba acurrucado y todavía tenía las manos en las orejas. Se balanceaba hacia delante y hacia atrás. Jake pensó en que debía de estar muy asustado. Se compadeció de él, se agachó a su lado y le dejó la pelota justo enfrente. Le pareció que estaba musitando algo, a pesar de que lloraba.
—Eh. —Jake le acarició el pelo rubio, que estaba bastante sucio—. No pasa nada. Te he traído tu pelota.
El niño no cambió de posición ni de actitud, aunque a Jake le pareció entender qué era lo que estaba diciendo.
—Soy bueno, soy bueno, soy bueno...
No pronunciaba bien, y tampoco debía de tener edad suficiente para hacerlo.
—¿Qué estás haciendo aquí solo? —le preguntó—. ¿Dónde está tu mamá? ¿Y tu papá?
Al ver que no obtenía ninguna respuesta, le sujetó las manos con suavidad y se las apartó de las orejas. Entonces sí, el niño le devolvió la mirada. Sus ojos estaban llenos de lágrimas.
—Hola. Me llamo Jake. ¿Cómo te llamas tú?
—James.
—¿Qué haces aquí solo?
—Estoy esperando a mamá.
—¿Y dónde está ella ahora?
El niño señaló hacia la derecha, pero lo único que había en esa dirección eran más matorrales.
Jake se incorporó para ver mejor lo que el pequeño James señalaba, y entonces vio el coche que estaba aproximadamente a cien metros de allí, parado en el arcén. Jake había visto ese coche en la distancia.
—¿Tu mamá te ha dejado aquí? —El pequeño lo miró sin entender—. ¿Sabe que estás aquí?
James asintió y recogió la pelota. El disgusto parecía haber remitido.
¿Qué demonios hacía un niño tan pequeño allí solo?, se preguntó.
Volvió a incorporarse para observar el coche.
Era negro.
Segundos después, alguien salió del interior.
Una chica.
Rubia.
Jake vio cómo se recolocaba la falda y después se despidió de alguien por la ventanilla. Entonces entendió lo que ocurría. Se despidió del niño y volvió a la moto.
Cuando pasó por su lado a media velocidad, estuvo casi seguro de haberla reconocido.
LUNES
NOVIEMBRE 1991
Dos años y medio después
A
veces Zane se despertaba antes de que sonase el despertador de las siete y media. Eso la hacía sonreír cada vez que pasaba, porque involuntariamente se acordaba de su madre y de lo sorprendida que se quedó cuando —muchos años atrás— le descubrió esa capacidad. Hoy era uno de esos días, así que sonrió.
Se incorporó de la cama y observó su pequeña pero agradable habitación. Hacía algo más de un año que se habían mudado, pero aún recordaba con nostalgia su bonita buhardilla del barrio Prinss. Ahora disponía de una cama pegada a la pared y un enorme y espacioso escritorio situado justo enfrente, con un bloque de estanterías encima de este. La ventana estaba situada en medio de ambas partes, aunque ella hubiese preferido que estuviese detrás del cabezal de la cama.
Se vistió y salió directamente a la cocina, la estancia que quedaba justo después, pasando solo un segundo por el cuarto de baño.
—Buenos días —dijo en mitad de un bostezo. La única persona que encontró allí se dio la vuelta enseguida. Estaba preparando tortitas, uno de los mejores desayunos de toda la semana—. Ay, Dios, me encantan los lunes —añadió.
Antes de que la persona que la acompañaba pudiese decir algo, unos gritos en el piso superior hicieron que se quedase con la palabra en los labios.
—Creo que no eres la única —dijo al fin—. Esos dos se despiertan con más energía que nunca los lunes por la mañana.
—Lo sé.
Poco después de que Zane terminase de decir aquella frase, volvieron a escucharse voces desde arriba y acto seguido aparecieron Danielle y Jack, bajando a la carrera por las escaleras.
—Despaaaaaacio —ordenó Derek, justo después de ellos.
Ambos tenían cuatro años.
Ambos eran adorables.
Ambos eran la alegría de aquella casa.
Pasaron corriendo por detrás de Zane y esta hizo el amago de ir tras ellos, por lo que estallaron en carcajadas y corrieron con más ganas.
—¿Quién quiere tortitas? —preguntó Emily.
Los niños levantaron los brazos y empezaron a saltar con ellos en alto.
—Sentaos —les pidió Derek, y ellos obedecieron al instante, a la espera de su desayuno.
Así eran las mañanas en la nueva casa, sobre todo, desde que los dos pequeños habían empezado a ser un poco más independientes.
Después de que Derek y Emily adoptaran a Jack, la familia se había consolidado mucho. Ambos eran muy pequeños cuando todo ocurrió, así que se criaban como si realmente fuesen hermanos. De hecho, el último cumpleaños lo habían celebrado juntos, en agosto. Zane no dijo nada, pero supuso que la intención de su hermano Derek era que en el futuro se presentasen ante todos como mellizos para evitar las preguntas incómodas. Pero lo cierto era que no se parecían en nada, aunque los dos compartían unos bonitos ojos azules.
—¿Cuándo acabas las clases?
Fue su hermano el encargado de formular aquella pregunta. Zane salió de su ensimismamiento y respondió:
—Dentro de dos semanas.
—¿Crees que podrías encargarte de ellos un par de días durante las vacaciones de Navidad?
Notó cómo Emily y Derek se miraban de soslayo.