Tal vez el aspecto más confuso de la flexibilidad es su impacto en el carácter. Los viejos hablantes de inglés, y sin duda alguna los escritores de la antigüedad, tenían perfectamente claro el significado del término: el valor ético que atribuimos a nuestros deseos y a nuestras relaciones con los demás. Horacio, por ejemplo, escribe que el carácter de un hombre depende de sus relaciones con el mundo. En ese sentido, “carácter” es una palabra que abarca más cosas que la moderna “personalidad” (…). El carácter se centra en particular en el aspecto duradero, “a largo plazo”, de nuestra experiencia emocional. El carácter se expresa por la lealtad y el compromiso mutuo (…). El carácter se relaciona con los rasgos personales que valoramos en nosotros mismos y por los que queremos ser valorados. ¿Cómo decidimos lo que es de valor duradero en nosotros en una sociedad impaciente y centrada en lo inmediato? (…) ¿Cómo sostener la lealtad y el compromiso recíproco en instituciones que están en continua desintegración o reorganización? Estas son las cuestiones relativas al carácter que plantea el nuevo capitalismo flexible. (12)
Añadí que la palabra “carácter” se refiere también al modo de ser de una persona (o de una cosa), en tanto que enfatiza su singularidad. Como cuando hablamos del carácter de fulano, pero también de una ciudad o de una casa “con carácter”. Además, ese “modo de ser” es inseparable del modo en que algo o alguien se muestra en su apariencia sensible o, en el caso de una persona, en sus “modos de hacer”. El carácter tendría que ver también con “las maneras” de cada uno.
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Para ilustrar eso, leí en clase la descripción que hace Elías Canetti de los profesores de la escuela a la que asistió en Zúrich a partir de la primavera de 1917, esa que puede encontrarse en el primer volumen de su autobiografía, La lengua absuelta, concretamente en una sección titulada “Seducción de los griegos; la escuela para el conocimiento del hombre”. Lo que me interesaba era el modo en que Canetti percibe la relación constitutiva entre la materia enseñada y el modo característico de enseñar de cada profesor, como si el “qué” de la transmisión no pudiera separarse de la “manera” en que cada profesor la encarnaba y, de algún modo, la “actuaba” o la “representaba” en su clase:
Todo lo que aprendía de viva voz por boca de los profesores, conservaba el semblante de quien lo decía y así quedaba fijado para siempre en mi recuerdo. Pero, aunque de ciertos profesores no aprendía nada, me impresionaban no obstante por sí mismos, por su aspecto peculiar, sus movimientos, su manera de hablar, y especialmente por sus simpatías o antipatías hacia nosotros, según como uno lo sintiera. Se daban todos los grados de calor y afecto, y no recuerdo a un profesor que no se esforzara por ser justo. Pero no a todos les era igualmente sencillo ser justos, esconder sus preferencias. A esto se añadía la variedad de recursos internos –la paciencia, la sensibilidad, la expectativa. (13)
El primer profesor cuyo “semblante” describe es Eugen Müller, profesor de griego:
Cuando nos hablaba de los griegos abría enormemente sus ojos como un vidente ebrio; ni nos miraba, solo miraba aquello de lo que hablaba; su habla no era rápida sino incesante, tenía el ritmo de espesas olas de mar; que se librara batalla terrestre o marina, siempre parecía que se estaba en medio del océano. Con la punta de los dedos se secaba la frente, que solía estar cubierta de un ligero sudor y a veces se pasaba la mano por sus ensortijados cabellos, como si soplara viento. La hora declinaba con su deleitable entusiasmo; cuando tomaba aliento para un nuevo arrebato era como si bebiera. Pero a veces se perdía tiempo, que era cuando nos interrogaba. Nos hacía escribir composiciones que luego comentaba con nosotros. Entonces uno lamentaba cada minuto en que, de otro modo, nos hubiera arrastrado consigo al océano.
El segundo es Fritz Hunziker, el profesor de alemán que:
Era una naturaleza un tanto más seca, en lo cual posiblemente influía su extraña talla, cuyo efecto no era mejorado por su voz un tanto chillona. Era alto, de tórax estrecho y parecía que se paraba solo sobre una larga pierna; cuando esperaba una respuesta caía en un paciente silencio. No importunaba a nadie, pero tampoco indagaba en nadie, su escudo era una sonrisa sarcástica a la que se aferraba; la mantenía incluso cuando era improcedente. Su conocimiento era equilibrado, demasiado categorizado tal vez, de cualquier forma, uno no se quedaba pasmado ante él, aunque tampoco desorientado. Su sentido de la medida y del comportamiento práctico era muy acusado. No valoraba mucho ni la precocidad ni la exaltación. Yo lo consideraba como el antípoda de Eugene Müller. Tiempo después me di cuenta de lo erudito que era, solo que a su erudición le faltaba arbitrariedad y emoción.
El tercer “carácter” es Gustav Billeter, profesor de latín:
Hasta el día de hoy me asombra el coraje con que se presentaba a la clase, día tras día, con su gigantesco bocio. Prefería colocarse delante, en el rincón izquierdo del aula, desde donde nos ofrecía la parte menos prominente de su bocio, con el pie izquierdo apoyado en un taburete. Entonces se ponía a hablar fluidamente, en voz baja y suave, sin enardecimientos inútiles; si se enfadaba, para lo cual no le faltaban motivos, nunca levantaba la voz, sino que hablaba más rápidamente. El latín elemental que tenía que enseñarnos debía aburrirle y probablemente por eso su actitud era más humana. Los que sabían poco no se sentían apremiados ni mucho menos anulados, y los que sabían mucho latín no por ello se sentían más importantes. Sus reacciones nunca eran previsibles, pero tampoco se las temía. Una corta y suave ironía era todo lo que se permitía, no siempre se la entendía, más bien era como un chiste privado que se hacía a sí mismo. Era un devorador de libros, pero nunca decía nada acerca de los que le interesaban de verdad (…). Tampoco valoraba excesivamente la importancia del latín que nos enseñaba.
No sabemos si el Canetti caracterológico de sus obras maduras, el de Cincuenta caracteres, por ejemplo (14), o el que elabora la teoría de las máscaras acústicas para el teatro y la literatura, es el que reconstruye la imagen dramática de sus profesores o si, como parece desprenderse de la última página del texto que estoy comentando, es el Canetti escolar el que empieza a desarrollar ese talento para la construcción de caracteres, precisamente en el impacto que le produjo la diversidad de sus profesores:
La diversidad de los profesores era extraordinaria; es la primera diversidad de la que se es consciente en la vida. El que estén tanto tiempo seguido ante uno, mostrando cada movimiento, siendo incesantemente observados, foco de interés hora tras hora, siempre durante el mismo y limitado lapso del que no se pueden zafar; su preponderancia, que uno no quiere reconocer de una vez para siempre, y que le vuelve a uno perspicaz, crítico y malicioso; la necesidad de acercarse a ellos sin excesiva dificultad, porque aún no se es un trabajador devoto y exclusivo; el misterio que rodea el resto de su vida, durante el tiempo que no hacen su cotidiana representación ante nosotros; y además la alternancia de aquellos personajes que van apareciendo, uno tras otro, en el mismo lugar, en el mismo papel, con el mismo objeto, eminentemente comparables –todos esos elementos dan algo muy distinto de la escuela oficial, dan una escuela que enseña la diversidad de los seres humanos; y si uno se la toma un poco en serio, resulta ser la primera escuela consciente para el conocimiento del hombre.
Un poco más adelante:
A la primera tipología infantil basada en los animales y que siempre sigue siendo eficaz, se sobrepone una nueva tipología: la de los profesores. En cada clase siempre hay alguien que imita especialmente bien a los profesores y que actúa frente a sus compañeros. Una clase sin estos imitadores sería como una clase sin vida.
Naturalmente, recordamos aquí con risas y alborozos los apodos de nuestros profesores, frecuentemente asociados con