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Podríamos pensar a partir de aquí cómo las apelaciones a la “calidad del profesorado” son inseparables de la constitución de un “profesor en general”, desprovisto de manos y de maneras, vaciado de cualquier cualidad que pudiera determinarlo y singularizarlo, susceptible de estar siempre en “formación permanente” y, desde luego, de ser flexible y adaptable. Es decir, un profesor sin oficio y sin vocación o, lo que es aún más alarmante, un profesor cuyo oficio y cuya vocación son considerados un lastre.
Podríamos pensar también por qué la escuela de las competencias y del aprender a aprender, la escuela del conocimiento líquido, ya no puede ser uno de los lugares del descubrimiento de la vocación, eso que podríamos definir, provisionalmente, como el descubrimiento de qué le interesa a cada uno (qué es lo que le llama) y para qué tiene especiales habilidades (para qué tiene buena mano).
Además, esa escuela de las competencias, de los resultados de aprendizaje y del aprender a aprender está ya preparada para deslocalizarse y, en el límite, para desaparecer, puesto que se puede aprender en cualquier sitio y a cualquier hora y, desde luego, sin profesores; y tal vez la captura técnico-cognitiva del aprendizaje constituye una especie de “aprendizaje en general” que sustituye al “trabajo en general” como fuerza motora de la así llamada sociedad del conocimiento o del capitalismo cognitivo.
Y en este punto comenzamos a comprender, quizá, que el asunto de este curso no era tanto el oficio de profesor como su falta de oficio, y que lo que estábamos elaborando en estos primeros momentos no era tanto la vocación del profesor como su imposibilidad. De hecho, la sensación con los estudiantes era que lo que comenzamos a tener en común (y a conversar sobre ello, y a pensar juntos) no era tanto nuestro oficio (el que todos seamos profesores) o nuestra vocación (el supuesto de que todos amemos la escuela, nos sintamos llamados a trabajar en ella o para ella y, de alguna manera, a hacernos responsables de ella), sino el convencimiento de que tanto la posibilidad de ejercer un oficio como la de seguir una vocación (sea eso lo que sea) nos han sido ya irremediablemente expropiadas.
Atados de pies y manos
(Con Maarten Simons y Jan Masschelein)
En eso estábamos, dándole vueltas a la descualificación del trabajo, cuando se me ocurrió que sería bueno volver al libro de Simons y Masschelein, sobre todo a los dos capítulos dedicados a lo que ellos llaman “la domesticación del profesor”. (8) Así que pedí a los alumnos que los leyeran y que trajeran para la clase siguiente algunos subrayados en relación con lo que hace que el trabajo de profesor apenas pueda ya pensarse como oficio.
Yo mismo volví a esos capítulos y, para mi sorpresa y alegría, reparé en algo que había pasado por alto. Y es que la sección sobre la domesticación del profesor comienza definiéndolo como un esclavo liberto y, para ello, pone el ejemplo de un ingeniero industrial que deja su trabajo en la empresa para convertirse en profesor. Recordé entonces que el año anterior, entre mis alumnos de esa misma maestría, había dos de esos rebotados, de esos desertores del mundo económico que habían encontrado en la escuela una especie de refugio: un profesor de dibujo que había abandonado su prometedora carrera de artista (ver la conversación con Raúl Morales, en tres partes, en el capítulo titulado “Escoger la escuela”) y un profesor de matemáticas que había dejado su trabajo como ingeniero en una empresa de telecomunicaciones. Ambos se habían hecho profesores porque no soportaban el ambiente mercenario y altamente competitivo de sus anteriores ocupaciones, el hecho de tener que estar constantemente “vendiéndose” a sí mismos, demostrando y demostrándose una y otra vez que podían hacer de su saber algo rentable.
El esclavo liberto del que hablan Simons y Masschelein es alguien que se libera de la sumisión de sí mismo y del arte que domina (de su materia) al orden económico y al orden social, y que encuentra en el oficio de profesor no solo una especie de libertad personal sino también, sobre todo, la sensación de que puede experimentar libremente con su materia en el acto mismo de presentarla a las nuevas generaciones (una versión encarnada de ese doble amor que Hannah Arendt coloca como fundamento de la educación –y de la escuela). Y eso, muchas veces, al precio de dejar de ser considerado (como les había pasado a mis exalumnos) como un artista o un ingeniero “de verdad”, de ser percibido como incapaz o fracasado “en el mundo real”, o de convertirse, como dicen Simons y Masschelein, en una figura sin cualidades, sin estatus, sin un lugar bien definido en el orden económico o social:
El ingeniero convertido en profesor ya no es “esclavo” de la economía, ni del orden social, ni del ámbito familiar (…). Es una especie de esclavo liberado: un liberto. Alguien que se entrega a su amor por la técnica (o, en un sentido general, a su amor por la materia o por el mundo). Se preocupa más por la materia que por sí mismo o por el orden social al que está subordinada la materia (y que fija tanto su uso como su significado). También se entrega a su amor por los niños: ama a los niños más de lo que ama a los padres.
El profesor no pone su materia al servicio de la sociedad, ni de la economía, ni de la vieja generación, sino que la libera y, en ese mismo gesto, se libera a sí mismo. Digamos que el profesor necesita tener las manos libres para poder ejercer su oficio, para poder hacer lo que tiene que hacer. Y eso no utilizando su materia como si fuera un medio o un instrumento para otra cosa, sino a través de la manera como la encarna en los gestos mismos en que la ofrece a los niños y a los jóvenes. El oficio de profesor no tiene que ver con aplicar competencias o procedimientos estandarizados con mayor o menor eficacia, sino que:
Es un arte incorporado, encarnado, un arte que se corresponde con una forma de vida –algo a lo que podríamos referirnos como una “llamada” o una vocación, palabras utilizadas (…) a menudo con una connotación de sorpresa respecto a la irracionalidad (económica) de ciertas búsquedas y opciones vitales.
Lo que ocurre es que las manos libres del profesor no pueden sino generar desconfianza y, en ese sentido, se ponen en marcha diversas estrategias para que el esclavo liberto sea devuelto a la obediencia y a la servidumbre:
Esta estrategia consiste en neutralizar o “profesionalizar” la relación de amor, transformándola en una relación de obediencia (haciendo que el liberto vuelva a ser un esclavo: funcionario esclavo del Estado, creyente esclavo de la religión, doméstico esclavo de la economía), o transformándola en una relación contractual (convirtiendo al liberto en un profesional de servicios o en un emprendedor autoempleado autónomo flexible) (…). Los profesores pasan a ser “profesionales” que pasan a tener posiciones claras y nada ambiguas en el orden social.
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Después de jugar un poco con la oposición entre el liberto y el esclavo, ya estuvimos en condiciones de hacer sonar en el aula los subrayados que los estudiantes habían hecho en la sección sobre la domesticación del profesor, del libro de Simons y Masschelein. Mientras leíamos y comentábamos esos subrayados, alguien ordenó las operaciones encaminadas a acabar con las manos libres del profesor en seis apartados. Al primero lo llamamos “la soga del conocimiento experto” y consiste en atar las manos (e impedir las maneras) del profesor a través de:
Substituir la así llamada sabiduría de la experiencia del profesor por el saber experto (…). El profesor ideal (…) es alguien cuya pericia se basa en un conocimiento validado y fiable (…). Esa base se construye a partir de teorías, modelos y métodos científicamente demostrados (…). Oculto tras la etiqueta de “científico” está el supuesto criterio de que “funciona”, y a menudo implica la aplicación de conocimientos que han “demostrado” cumplir (mejor) determinados objetivos.
Al segundo apartado lo llamamos “la soga de las competencias” y lo relacionamos con atar las manos (e impedir las maneras) del profesor mediante:
Los perfiles profesionales elaborados por los gobiernos y las listas de competencias básicas que se esperan de los profesores noveles (…). Las competencias son una traducción de todos los elementos considerados necesarios en un entorno laboral –en este caso la escuela como lugar de trabajo de los profesores– que deben estar presentes para implementar las tareas y las