Hablé entonces de ese libro de la antropóloga Anna Tsing que se titula La seta del fin del mundo, o cómo sobrevivir en las ruinas del capitalismo (1), en el que se siguen las huellas de unas setas de origen japonés, los matsutakes, prácticamente desaparecidas de Japón a causa de la urbanización, pero que proliferan actualmente en los antiguos bosques arrasados de Oregón donde son recogidas por trabajadores precarios e inmigrantes sin papeles, la mayoría de origen oriental. Los matsutakes tienen la misteriosa capacidad de arraigar en suelos tóxicos. De hecho, dice Tsing que cuando en 1945 Hiroshima fue destruida por la bomba atómica, “la primera criatura viva que emergió fue un matsutake”.
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