Persona, pastor y mártir. José María Baena Acebal. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: José María Baena Acebal
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9788417131999
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vez de la extendida “cómic”, de origen foráneo, de final incompleto y a la vez agresivo.

      CAPÍTULO 2

      Hombre y mujer

      En el primer capítulo dejamos claro que el pastor es un ser humano, normal y corriente. La propia naturaleza nos enseña que el género humano está compuesto por hombres y mujeres, casi a partes iguales.

      Aunque sé que habrá quienes no estarán de acuerdo con lo que voy a decir, los pastores pueden ser, en consecuencia, hombres o mujeres.8 No parece razonable —ni racional ni bíblicamente— que Dios haya inhabilitado para ciertas tareas a media humanidad. La Biblia muestra lo contrario. Es la deriva humana tras la caída la que ha hecho bascular las cosas hacia una sola parte, tal como Dios se lo anunció a Eva. Pero, en su trato más cercano con el ser humano, tras el pacto con Abram, Dios «libera» a Sarai de aquella «i», que en hebreo denota pertenencia, y Sarai se convirtió en Sara a secas; dejó de ser «mi Princesa», para ser «Princesa» por sí misma, dueña de su destino y no propiedad de nadie, digna de participar por sí misma en el pacto con Dios.

      Jesús concedió a la mujer un nuevo papel social, pues son muchos los pasajes de los evangelios en los que él mismo rompe moldes y trata con ellas de manera especial, chocante para su tiempo (y desgraciadamente, también para algunos en el nuestro): la samaritana; María, la hermana de Lázaro; la Magdalena, etc. Hasta se deja financiar por ciertas mujeres en sus actividades como maestro. El cristianismo primitivo durante el primer siglo también contribuyó a una “liberación” de la mujer que, por desgracia, fue diluyéndose en el tiempo, volviendo a la tendencia previa de predominio en todo del varón.

      Pablo, al recordarle a Timoteo, como también lo hará con Tito, los requisitos que ha de reunir un pastor, le dice que ha de ser «marido de una mujer» (1 Ti 3:2; Tit 1:6). No entraré a debatir las posibles interpretaciones del texto, solo al hecho de que, por lo general el pastor está casado, tiene esposa y esa esposa es «la pastora». Lo cierto es que el pastorado es cosa de dos: el marido y la mujer. Dos seres humanos —personas— como ha quedado claro antes, con características personales propias, pero que trabajan juntos y en armonía en la obra de Dios, formando el equipo de trabajo básico. Al complementarse mutuamente, pueden ayudar tanto a hombres como a mujeres, cada uno según sus necesidades específicas. Hay problemas de hombres, y hay problemas de mujeres. Una es la psicología masculina y otra muy distinta la femenina. Cada sexo responde a estímulos diferentes en muchos asuntos que les son propios; responden emocionalmente en forma diferente, y necesitan ser comprendidos cada uno según su carácter propio. La mejor fórmula pastoral es la compuesta por un hombre y una mujer. No es que no pueda ser de otra manera, pero es evidente que juntos podrán hacer frente en mejor y mayor manera a los retos que plantea el ministerio pastoral. No olvidemos que “en el Señor, ni el varón es sin la mujer ni la mujer sin el varón” (1 Co 11:11). Ciertamente es este un texto aislado, sacado de su contexto, pero creo que algo interesante puede transmitirnos a nosotros hoy y aquí, pues expresa todo un principio.

      Ser pastor implica muchas cosas. Los requisitos pastorales a los que me he referido antes, expuestos por Pablo en su primera carta a Timoteo y en la única que nos consta que escribiera a Tito, son muchos y exigentes. Las esposas no se escapan de estos requisitos. Si no es fácil ser pastor, tampoco lo es ser esposa o cónyuge de pastor. Con frecuencia son ellas las que sufren los mayores ataques por parte de quienes tratan de atacar al ministerio. También ellas soportan una gran parte de la presión propia del ministerio, pues mientras el marido se dedica en cuerpo y alma a los fieles, ellas cargan en muchas ocasiones con la responsabilidad de los hijos y del hogar —sin olvidar la atención y el cuidado del marido, que también cuenta— en una situación de gran soledad y, en muchas ocasiones, de incomprensión.

      Dice el pastor brasileño Jaime Kemp en su libro Pastores en Perigo, “Creo que una de las personas más sacrificadas y machacadas de la iglesia evangélica es la esposa del pastor”.9 Es una realidad constatada continuamente en las iglesias y en las familias pastorales.

      Nuestro modelo pastoral hoy es, generalmente, el de un hombre, «el pastor», casado con su esposa, «la pastora», aunque no siempre se la reconozca así. Él pastor puede haber sido contratado, o no. Si disfruta de la bendición de recibir un sueldo, se espera de él que responda con eficiencia a ese sueldo que se le paga. Pero las más de las veces la iglesia no solo requiere que el pastor trabaje para la congregación que le paga, sino que lo haga también la esposa a título gratuito. Y de los hijos, ya hablaremos cuando llegue el momento.

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      8. En mi libro Pastores para el siglo XXI, (CLIE, 2018) dedico todo un capítulo a defender la posibilidad de que las mujeres ejerzan el ministerio, incluido el ministerio pastoral. No repetiré aquí los mismos argumentos, pues están disponibles en el citado libro. Daré, pues, por sentado tal posición teológica.

      9. Jaime Kemp, Pastores en perigo, Hagnos, Saô Paulo, 2006, 170.

      CAPÍTULO 3

      Esposo, padre… hijo, hermano

      Así pues, el pastor es una persona; hombre o mujer. Pero sus condicionamientos no quedan ahí, pues no es un ser humano aislado en medio del universo o de la comunidad cristiana: como nacido tiene o ha tenido padre y madre, es posible que hermanos o hermanas y, como dijimos en el capítulo anterior, por lo normal tiene esposa si es varón, o esposo si es mujer.

      ¿Qué quiere decir esta otra obviedad?

      Algo muy sencillo, pero en lo que desgraciadamente no siempre reparamos en la práctica: que además de las funciones propias de su ministerio, el pastor tiene otras funciones naturales a las que también ha de atender; que no es un ser aislado en medio de la sociedad o, incluso, de la iglesia. Digo esto por un doble motivo: por un lado, porque en ocasiones el mismo pastor olvida esas responsabilidades en perjuicio de sus familiares más directos y, por tanto, de su propio ministerio. Por otro lado, es la propia iglesia —es decir, quienes la componen, personas igualmente, hombres y mujeres como él o como ella, que también tienen familia a la que atender— la que lo olvida, exigiendo de sus pastores una dedicación que supera lo correcto y olvida sus otras responsabilidades como miembro de una familia cristiana.

      Los pastores tenemos familia, somos familia, porque además la familia forma parte del plan de Dios desde el comienzo de los tiempos. El texto de referencia más antiguo es: “Por tanto dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán una sola carne” (Gn 2:24). El hombre, cuando se une en matrimonio a su mujer, constituye con ella una nueva unidad, «una sola carne», que, en la manera de entender las cosas del mundo hebreo, no se refiere solo a lo físico, pues aquí, como en otros textos, cuando se habla de «carne» se está refiriendo a todo el ser humano. El hombre y la mujer, unidos en matrimonio, son uno, no dos: una mitad y otra mitad (Eva es el desdoblamiento de Adán, uno de sus costados, no solo una costilla, que es una traducción imperfecta: «hueso de mis huesos y carne de mi carne», diría Adán; es decir, parte de sí mismo). Ambos han debido abandonar a sus respectivos padres, para poder ser plenamente lo que ahora les toca ser: esposo y esposa y, en consecuencia, posibles padre y madre a su vez. Pero ese abandono de sus padres no es un abandono total y definitivo, pues como hijos, aunque ahora sean una entidad independiente, les toca la responsabilidad de atenderlos en su vejez. Se trata de constituir una entidad familiar a parte e independiente, pero no excluyente.

      Dice la Escritura: “Si alguna viuda tiene hijos o nietos, aprendan estos primero a ser piadosos para con su propia familia y a recompensar a sus padres, porque esto es lo bueno y agradable delante de Dios (…) Manda también esto, para que sean irreprochables, porque si alguno no provee para los suyos, y mayormente para los de su casa, ha negado la fe y es peor que un incrédulo”. (1 Ti 5:4,7-8).

      Conocí en una capital europea a un pastor de cierta edad, mayor que yo, por cierto, que cuidaba con esmero a su padre anciano. No eran pocas las responsabilidades, ni las atenciones que debía prodigarle. Para mí fue un ejemplo de devoción. Todo un testimonio. Y todo el mundo sabe lo que