—Por lo visto, la antigüedad ya no es lo que era.
Entonces siguieron descendiendo en silencio hacia el puerto. Había una docena o más de barcos de pesca que intentaban buscar un sitio donde atracar para bajar la carga de desechos.
—Pedazos de Chickentown… —dijo Candy de forma lúgubre.
—No dejes que te perturbe. Las personas de aquí han escuchado muchísimas cosas sobre tu gente a lo largo de los años. Ahora ya tienen algo real y palpable.
—Casi todo parece basura.
—Sí.
—¿Qué van a pensar de Chickentown? —preguntó Candy con tristeza.
Malingo no dijo nada. Se detuvo para que Candy se adelantara y examinara las cosas que los pescadores habían sacado de las aguas del Izabella. ¿Pensaba la gente de Abarat que algo tenía valor? Dos flamencos rosas de plástico arrastrados por la marea del jardín de alguien, un montón de revistas viejas y botes con pastillas, algunos muebles destrozados, un gran cartel con un estúpido pollo de ojos saltones pintado y otro que anunciaba de qué trataría el sermón del domingo en la iglesia luterana de la calle Whittmer: «Las numerosas puertas de la mansión de Dios».
Alguien de entre la multitud, un individuo con ojos dorados y barba verde que se había animado con varias botellas de la Mejor Cerveza del Niño, había decidido aprovechar la oportunidad para sentar cátedra sobre lo peligrosa que podía ser la humanidad y sus malévolas tecnologías. Tenía bastante apoyos y amigos entre la multitud, que en seguida lo proveyeron de un par de cajas de pescado para que se subiera. Desde aquella posición elevada, descargó una diatriba llena de veneno.
—Si la marea ha traído hasta aquí sus tesoros —dijo—, entonces también traerá a alguno de sus propietarios. Necesitamos estar listos. Todos sabemos lo que la gente del Más Allá nos hará si vuelve. Volverán a ir tras el Abarataraba.
Solo había llegado hasta ahí cuando Candy escuchó que alguien a su alrededor murmuraba su nombre.
Se volvió y en seguida encontró una cara amiga, la de Izarith, que se había tomado la molestia de cuidar de Candy cuando se había aventurado por primera vez en el caótico interior de la Gran Cabeza. Había alimentado a Candy, le había proporcionado un buen fuego junto al que secarse e incluso le había dado sus primeras ropas abaratianas. Izarith era una skizmut; su gente había nacido en las profundas aguas de lo que Izarith llamaba Mamá Izabella. Ahora se abría camino entre la multitud hacia Candy, vestida con lo que parecía un sombrero de fabricación casera cosido con distintas clases de algas. Llevaba en un brazo a su bebé Nazré y sujetaba a su hija Maiza con la otra mano.
Se puso muy sensible al ver a Candy de nuevo. Los ojos se le llenaron de lágrimas de un verde plateado.
—He oído hablar tanto de ti desde que llegaste por primera vez a mi casa, de todas las cosas que has hecho. —Le dirigió una mirada a Malingo—. Y también he oído hablar de ti —dijo—. Eres el que trabajaba para el mago, ¿no es verdad? ¿En Martillobobo?
Malingo le dedicó una pequeña sonrisa.
—Esta es Izarith, Malingo —dijo Candy—. Fue muy amable conmigo cuando llegué aquí por primera vez.
—Hice lo que habría hecho cualquiera —contestó Izarith—. ¿Tienes tiempo para volver conmigo a casa y contarme si todas las cosas que he escuchado son verdad? Parece que tenéis hambre.
—La verdad es que yo tengo un poco —dijo Malingo.
Pero en el corto espacio de tiempo en el que Izarith había llamado a Candy, el ánimo de la multitud había cambiado, influido por el odio hacia la humanidad que emanaba del hombre de la barba verde.
—Deberíamos darles caza, hasta al último de los humanos, y ahorcarlos —dijo—. Si no lo hacemos, es solo cuestión de tiempo que vengan a robarnos nuestra magia de nuevo.
—¿Sabes? No creo que tengamos tiempo para comer, Izarith, por mucho que nos apetezca quedarnos.
—Estás preocupada por Kytomini, ¿verdad?
—¿Él es el único que dice que quiere verme ahorcada?
—Odia a todo el mundo. Ahora mismo es a tu gente, Candy. Dentro de cinco minutos podrían ser los geshrats.
—Hay mucha gente que está de acuerdo con él —contestó ella.
—A la gente le gusta tener alguien al que odiar. Yo estoy demasiado ocupada criando a estos pequeñajos.
—¿Qué hay de tu marido?
—Oh, Ruthus está ahora mismo trabajando en su barco. Lo está arreglando para venderlo. Nos marcharemos de Yeba Día Sombrío tan pronto como dispongamos del dinero. Se está volviendo demasiado peligroso.
—¿Está su barco en buen estado para navegar? —preguntó Malingo.
—Ruthus dice que sí.
—Entonces quizá pueda llevarnos al Presente si le pagamos.
—¿Al Presente? —dijo Izarith—. ¿Por qué queréis ir allí?
—Para encontrarnos con unos amigos —dijo Candy. Metió las manos en los bolsillos mientras hablaba y sacó todos los paterzemes que tenía. Malingo la imitó—. Este es todo el dinero que tenemos —le dijo a Izarith—. ¿Será suficiente para pagar el viaje?
—Estoy segura de que será más que suficiente —respondió Izarith—. Vamos, os llevaré hasta Ruthus. Solo os digo que el barco no es bonito, para que lo sepáis.
—No necesitamos que sea bonito —dijo Candy—, solo necesitamos alejarnos de aquí.
Izarith le prestó a Candy su sombrero de ala ancha para evitar que algún miembro de aquella multitud cada vez más exaltada se diera cuenta de que tenían a un miembro de la humanidad entre ellos y después guio a Candy y Malingo a lo largo del embarcadero, dejando atrás los navíos grandes y pequeños hasta llegar a uno de los de menor tamaño.
Había un hombre a bordo haciéndole unos últimos arreglos a su embarcación con una brocha y pintura. Izarith apartó a su marido de sus labores y le explicó rápidamente la situación.
Mientras tanto, Candy observaba al público de Kytomini por el rabillo del ojo. Tenía la desagradable sensación de que Malingo y ella no habían pasado totalmente desapercibidos entre la multitud, una sensación que se intensificó cuando varios de los miembros de dicha multitud se volvieron para mirar en la dirección en la que estaba Candy y, un instante después, empezaron a caminar por el embarcadero hacia ellos.
—Tenemos problemas, Izarith —dijo Candy—. O al menos yo los tengo. Creo que es mejor que no te vean conmigo.
—¿Quiénes, ellos? —dijo Izarith mientras miraba fijamente con desprecio a los rufianes que se aproximaban—. No les tengo miedo.
—Candy tiene razón, cariño —dijo Ruthus—. Coge rápidamente a los niños y marchaos por detrás de la lonja de pescado. Deprisa.
—Gracias —dijo Candy—. La próxima vez no iremos con tanta prisa.
—Dile a mi marido que vuelva con nosotros tan rápido como le sea posible.
—Así lo hará, no te preocupes —respondió Candy.
El hombre de la barba verde, que había sido el primero en incitar al odio con su discurso, se abría ahora paso para liderar a la pequeña muchedumbre de abusones que se acercaba.
—¿Nos marchamos? —gritó Ruthus.
—Oh, por el amor de Lou, ¿acaso nos vamos alguna vez? —dijo Candy.
—¡Pues venga, ya!
Candy saltó al barco. Los tablones rechinaron.
—Si lo rompes y te ahogas, no me culpes —sonrió