—¿Te estás riendo de mí?
—Nunca —fue la respuesta.
Un instante después, todos y cada uno de los pájaros desaparecieron del aire y cayeron sin vida sobre los escombros.
—¿Mejor? —preguntó la criatura.
Bill sopesó el silencio.
—Mucho mejor —respondió al fin. Se rio ligeramente. Era una risa que había olvidado que era capaz de emitir: la de un hombre que no tenía nada que perder ni nada que temer.
Le echó un vistazo a su reloj.
—Va a amanecer —dijo—. Es mejor que me vaya. ¿Qué hago contigo?
—Llévenos encima. En la cabeza. Como un turbante.
—Eso se lo ponen los extranjeros.
—Usted es un extranjero, pequeño Billy. Este no es su sitio. Se acostumbrará a llevarnos puestos. En nuestra vida anterior éramos unos sombreros muy impresionantes. Hemos estado algo despegados últimamente.
—Sé exactamente cómo os sentís —dijo Bill—. Pero todo eso cambiará ahora, ¿no es así?
—Desde luego que sí —contestaron los remanentes de los cinco sombreros de Kaspar Wolfswinkel—. Nos ha encontrado. Ahora todo va a cambiar.
Capítulo 6
Debajo de Jibarish
El pequeño barco de Ruthus llevó a Candy y a Malingo por el suroeste de los Estrechos del Crepúsculo y entre las islas de Huffaker y Martillobobo hasta Jibarish, en cuyas tierras inexploradas una tribu de mujeres llamadas qwarv vivían de la caza de viajeros cansados, a los que cocinaban y se comían. Corría el rumor de que Laguna Munn, la hechicera a la que habían ido a buscar, se mostraba comprensiva con las qwarv, a pesar de sus apetitos, y solía cuidarlas cuando estaban enfermas e incluso aceptaba sus ofertas de comer con ellas de cuando en cuando. Sin duda alguna, la isla era el lugar adecuado para que ocurrieran tales acontecimientos repugnantes. Se situaba a las Once de la Noche: solo a una hora de distancia del horror de la Medianoche.
Las islas seguían siendo, no obstante, pedazos de tiempo apartados los unos de los otros. Solo los sonidos encontraban la manera de atravesarlos por alguna razón; el eco del eco, siniestramente lejano. Pero no resultaba difícil distinguir los sonidos de la cercana Hora de Gorgossium. Se estaba llevando a cabo una demolición. Enormes máquinas excavadoras estaban en marcha, tiraban muros y cavaban cimientos. El ruido rebotaba en los altos acantilados del oeste de Jibarish.
—¿Qué están haciendo allí? —se preguntó Malingo en voz alta.
—Es mejor no preguntar —dijo Ruthus en voz baja—. Ni pensar en ello. —Levantó la vista hacia las estrellas, que brillaban tanto sobre Jibarish que el conjunto de su luminosidad era mayor incluso que el de la luna más reluciente—. Es mejor pensar en la belleza de la luz que en lo que ocurre en la oscuridad, eso es. La curiosidad mata. Perdí a mi hermano Skafta, mi gemelo, precisamente porque hacía demasiadas preguntas.
—Lamento oír eso —dijo Candy.
—Gracias, Candy. Y ahora ¿dónde queréis que os deje? ¿En la isla grande o en la pequeña?
—No sabía que hubiera una grande y una pequeña.
—Oh, sí, por supuesto. Las qwarv controlan la isla grande. La pequeña es para la gente corriente… y para la bruja, desde luego.
—¿Con lo de bruja te refieres a Laguna Munn?
—Sí.
—Entonces esa es la isla a la que queremos ir.
—¿Vais a ver a la hechicera?
—Sí.
—Sabéis que está loca, ¿verdad?
—Sí, hemos oído que la gente lo decía. Pero la gente dice muchas cosas que no son verdad.
—¿Sobre ti, quieres decir?
—Yo no…
—Lo hacen, ya lo sabes. Dicen toda clase de chifladuras.
—¿Cómo qué? —preguntó Malingo.
—No importa—dijo Candy—. No me hace falta escuchar las estupideces que se le ocurren a la gente. No me conocen.
—Y de ti también, Malingi —dijo Ruthus.
—Malingo —le corrigió el propio Malingo.
—También dicen cosas terribles sobre ti.
—Ahora sí que quiero saberlas.
—Puedes elegir, geshrat. O te cuento un cotilleo ridículo que he escuchado y mientras desperdicio mi tiempo haciéndolo las corrientes nos llevan a esas rocas, o me olvido de las tonterías y hago el trabajo por el que me estáis pagando.
—Llévanos a tierra firme —dijo Malingo con tono de decepción.
—Será un placer —dijo Ruthus, devolviendo su atención al timón.
Las aguas de alrededor del barco empezaban a agitarse.
—¿Sabes…? No quiero tener qué decirte cómo hacer tu trabajo —dijo Candy—, pero si no tienes cuidado la corriente nos meterá en esa cueva. La ves, ¿verdad?
—Sí, la veo —gritó Ruthus por encima del clamor y la cólera del Izabella—. Ahí es adonde vamos.
—Pero la marea está…
—Muy picada.
—Sí.
—Agitada.
—Sí.
—Entonces es mejor que te agarres fuerte, ¿no crees?
Antes de que intercambiaran más palabras, el barco se introdujo en la cueva. El acceso al interior de la caverna obligaba a que las aguas espumosas ascendieran y se avivaran, se avivaran y ascendieran, hasta que los últimos sesenta centímetros del mástil del barco se desprendieron al raspar el techo. Durante unos terroríficos momentos pareció que el barco entero y aquellos que iban a bordo chocarían contra el techo y se convertirían en puré y astillas, pero, con la misma rapidez con la que se elevaron, las aguas volvieron a descender sin causar más daños. El canal se ensanchó y la rápida corriente disminuyó.
Aunque ya los había trasportado una distancia considerable hacia el centro de la isla, había un abundante suministro de luz cuyo origen residía en las colonias de criaturas fosforescentes que estaban incrustadas en las paredes y en las estalactitas que colgaban del techo. Conformaban una unión improbable entre cangrejo y murciélago y sus cuerpos estaban decorados con elaborados diseños simétricos.
Justo en frente de ellos había una pequeña isla, con un muro empinado alrededor y, alzándose en una pendiente muy puntiaguda, un solitario montículo cubierto con árboles de hojas rojas (que no parecían necesitar la luz del sol para florecer) y un laberinto de edificios lechados diseminados bajo el llamativo follaje.
—Necesitaremos una cuerda para trepar ese muro —dijo Malingo.
—Eso o utilizamos eso otro —contestó Candy señalando una pequeña puerta en el muro.
—Oh… —dijo Malingo.
Ruthus le dio la vuelta al barco para que pudiera salir de la embarcación y atravesar la puerta.
—Dale recuerdos a Izarith —le dijo Candy a Ruthus—. Y dile que volveré a verla pronto.
Ruthus pareció dudarlo.
—¿Estáis seguros de que solo queréis que os deje aquí? —preguntó.
—No sabemos durante cuánto tiempo estaremos con