—Corta la cuerda, geshrat. ¡Hazlo rápido!
El muelle reverberaba mientras la turba, que aumentaba en número, seguía la estela de Barba Verde.
—¡Te veo, muchacha! —gritó—. ¡Y sé lo que eres!
—¡He cortado la cuerda, Ruthus!
—¡Agarraos entonces! ¡Y rezad!
—¡Vámonos! —le gritó Candy a Ruthus.
—Tus crímenes contra Abarat merecen ser castigados…
Cada garganta plagada de odio que había en la multitud repitió la última palabra: «¡Castigados!» «¡Castigados!» «¡Casti…!»
La tercera vez, la amenaza quedó ahogada por el gruñido estrepitoso del pequeño barco de Ruthus a medida que el motor volvía la vida.
Una nube amarilla de gases de escape hizo erupción por la popa del barco y su densidad ocultó de la vista todo atisbo de la muchedumbre, al igual que su estrépito había tapado todos los sonidos.
El trabajo de Ruthus no había terminado. Se habían alejado del muelle, pero todavía no habían abandonado el puerto. Y había muchos pescadores oportunistas que traían de forma constante su carga de basura. Si el barco de Ruthus hubiera sido más grande, lo habrían atrapado entre la confusión. Pero era una insignificancia con aspecto ligero, en especial con Ruthus al timón. Para cuando el rastro de humo se hubo disipado, el barco estaba fuera del puerto y entraba en los Estrechos del Crepúsculo.
Capítulo 4
El niño
La huida de Candy de la muchedumbre de Yeba Día Sombrío no había pasado desapercibida. La mayor concentración de ojos espías que divisaban el peligro que estaba corriendo se encontraba en las Tres de la Mañana. En el corazón de esa extraordinaria ciudad había una mansión amplia y redonda, y en el centro de la misma, una habitación circular de observación donde los innumerables espías mecánicos que se dispersaban alrededor de Abarat, perfectas imitaciones de la fauna y la flora confeccionados con tanta astucia que no podían distinguirse del modelo real excepto por el hecho de que cada uno llevaba una pequeña cámara, retransmitían lo que veían. Había literalmente miles de pantallas en la Sala Circular que cubrían las paredes interiores y exteriores, y Rojo Pixler habría estado allí, observando el mundo que él había creado (sus pequeñas tragedias, farsas, espectáculos de amor y muerte en pantalla grande), pero aquel día no recorría la sala montado en su disco de levitación mientras inspeccionaba el archipiélago. El grupo de observadores de las islas lo lideraba en ese momento su socio de confianza, el doctor Voorzangler, que llevaba puestas unas gafas que le eran muy queridas y que producían la ilusión de que sus dos ojos eran uno solo. Era él el que daba cuenta de cualquier ida y venida significativa, una de las cuales fue la de Candy Quackenbush. Voorzangler les ordenó a su segundo, tercero y cuarto en la cadena de mando que se aseguraran de que cada uno le ordenara al siguiente recordarle a Voorzangler que debía informar al gran arquitecto, cuando por fin regresara, de los movimientos de la chica del Más Allá.
Aunque la frase «cuando por fin regresara» normalmente tenía poco significado, aquel día no era así. Aquel día el gran arquitecto estaba supervisando la ubicación de su próxima gran creación: una ciudad subacuática en las fosas oceánicas más profundas del mar de Izabella. «¿Por qué?», le había preguntado Voorzangler más de una vez a Pixler, a lo que este siempre había contestado lo mismo: para ponerle un nombre a lo que hasta ahora no lo tenía y aprovechar las maravillas que seguramente existían en las profundidades oscuras. Y cuando se hubieran conseguido esos inocentes esfuerzos y se hubiera catalogado a esas criaturas, entonces él podría empezar el auténtico objetivo de su esfuerzo (el cual solo había compartido con Voorzangler): desplegar en el hábitat oculto de estas formas de vida desconocidas los cimientos de una ciudad subacuática tan ambiciosa en tamaño y diseño que la resplandeciente inmensidad de la ciudad de Commexo parecería un boceto en comparación con la obra maestra final.
Incluso ahora, mientras Voorzangler observaba a Candy Quackenbush abandonar Yeba Día Sombrío, se podía ver a Pixler en una pantalla adyacente subiendo a su batiscafo y saludando a la cámara lleno de confianza. En el interior solo estaba acompañado de inteligencias artificiales, pero era toda la compañía que necesitaba.
Su rostro aparecía ahora en el objetivo de ojo de pez que transmitía su presencia a los controles principales del batiscafo. Cuando habló, su voz tenía un tono metálico.
—No pongas esa cara de preocupación, Voorzangler —dijo Pixler—. Sé lo que hago.
—Por supuesto, señor —respondió el doctor—. Pero no me consideraría humano si no me preocupara un poco.
—¿Ahora alardeas? —dijo Pixler.
—¿Sobre qué, señor?
—Sobre tu humanidad. No hay muchos empleados de la compañía que puedan decir algo semejante. —Pixler deslizó las manos sobre los controles del batiscafo y encendió todas las funciones de la embarcación—. Sonríe, Voorzangler —dijo—. Tú y yo estamos haciendo historia.
—Solo desearía que la hiciéramos otro día que no fuera este —respondió Voorzangler.
—¿Por qué?
—Solo son… pesadillas, señor. A todo hombre racional se le permite tener unos cuantos sueños irracionales, ¿no cree?
—¿Qué has soñado? —quiso saber Pixler. La puerta del batiscafo se cerró de golpe y se selló con un silbido. Una voz artificial anunció que los cabrestantes estaban plenamente operativos.
—No era nada importante.
—Entonces cuéntame lo que soñaste.
El único ojo de Voorzangler se movió a izquierda y derecha buscando la forma de evitar encontrarse con la mirada inquisitiva del gran arquitecto. Pero Pixler siempre había sido capaz de mirarlo fijamente hasta hacerle sentir incómodo.
—Está bien —dijo—. Se lo contaré. Soñé que todo lo que tenía que ver con el descenso iba perfectamente bien, excepto que…
—¿Excepto que qué?
—Cuando usted llegaba al lugar más profundo…
—¿Sí?
—Ya había una ciudad allí.
—Ah. ¿Y sus habitantes?
—Se habían marchado miles de años antes. Habían tenido grandes aletas con escamas. Y sus rostros eran bellos. Había mosaicos en las paredes. Ojos muy brillantes y ambiciosos.
—¿Y qué les había pasado?
Voorzangler negó con la cabeza.
—No habían dejado ninguna pista. A no ser que su ciudad perfecta fuera la pista.
—¿Qué clase de pista es la perfección?
—Bueno, debería saberlo, señor.
A Pixler no se lo convencía con tanta facilidad.
—¿Por qué has tenido que tener ese sueño tan estúpido? Podrías haber gafado todo este proyecto.
—Somos científicos, señor. No creemos en las maldiciones.
—No me digas en qué debo creer. Encuéntrame al Niño.
—Lo están buscando.
—¿Y no lo han encontrado?
—De momento no.
—No te molestes. Simplemente había pensado que le gustaría despedirse de mí.
Las puertas automáticas del batiscafo se estaban cerrando. Un atisbo de ansiedad cruzó el rostro del gran arquitecto, pero no dejó que lo dominara.