—No. Allí no es adónde vamos —contestó Carroña, volviendo su atención hacia el otro pasajero que estaba con él en la barcaza funeraria. Su nombre era Leeman Vol, un hombre cuya reputación le precedía, igual que a Carroña. Y exactamente por la misma razón: verle significaba ser perseguido por él.
No había nada agradable ni bonito en Vol. No le gustaba demasiado la compañía de sus colegas bípedos y prefería disfrutar de la camaradería con insectos. Esto por sí solo le había hecho ganar algo de mala reputación entre las islas, en particular porque su rostro mostraba más de unos pocos suvenires de esa intimidad. Había perdido la nariz por culpa de una araña muchos años antes, después de que la criatura le inyectara su probóscide con una toxina tan poderosa que le había gangrenado la piel y el cartílago en pocos minutos agonizantes, dejando a Vol con dos agujeros repulsivos en mitad de la cara. Se había fabricado una nariz de piel, que disimulaba de forma efectiva la mutilación, pero seguía siendo el blanco de burlas y cuchicheos. Aunque la nariz no era la única razón por la que la gente hablaba de él. También había otros detalles de la apariencia y los hábitos personales de Vol que le hacían digno de consideración.
Había nacido, por ejemplo, no con una, sino con tres bocas, todas flanqueadas con dientes amarillentos que había afilado meticulosamente para convertirlos en agujas puntiagudas. Cuando hablaba, el sonido mezclado y entrelazado de las tres bocas era fantasmagórico. Se sabía que hombres adultos se habían tapado las orejas y habían abandonado la habitación llorando porque el sonido les traía a la mente sus pesadillas de infancia. Ni tampoco era esta segunda monstruosidad toda la vileza de la que podía alardear Vol. Había afirmado desde pequeño que conocía el lenguaje de los insectos y que sus tres bocas le permitían hablarlo.
En su pasión por su compañía, había convertido su cuerpo en un hotel viviente para miembros de esas especies. Estas pululaban por toda su anatomía sin ningún control ni censura: bajo su camisa, en sus pantalones y sobre su cuero cabelludo. Estaban por todas partes. Piojos miggis y moscas furgito, cucarachas threck y gusanos nudillo. A veces le mordían, en medio de sus guerras territoriales, y a menudo se introducían en su piel para poner sus huevos; pero así eran los pequeños inconvenientes que conllevaba ser el hogar de semejantes criaturas.
—¿Y bien, Vol? —dijo Carroña, viendo una fila de piojos miggis amarillos y blancos migrando por la cara de este—. ¿Adónde nos dirigimos? ¿Alguna idea?
—¿A las Pirámides de Xuxux, quizá? —dijo Vol, con sus tres bocas trabajando perfectamente al unísono para dar forma a las palabras.
Carroña sonrió tras las pesadillas que dibujaban círculos en su collar.
—Bien, Vol. Exacto. A las Pirámides de Xuxux. —Volvió su vista hacia Mendelson Shape—. ¿Comprendes ahora por qué te he invitado a unirte a mí?
El pobre Mendelson no contestó. Aparentemente el miedo se había apoderado de su lengua y la había sujetado contra su paladar.
—Después de todo —continuó Carroña—, no estaríamos aquí, preparándonos para entrar en las Pirámides, si no hubieras cruzado al Más Allá para recuperar la llave.
Deslizó su mano enguantada dentro de los pliegues de su ropa y sacó a la vista lentamente la llave que Shape había perseguido, junto con sus ladrones, John Fechorías y sus hermanos, a lo largo de la división que había entre la dimensión de Abarat y la del Mundo de los Humanos.
No había sido una persecución fácil. De hecho, Shape había acabado volviendo a Abarat siguiéndole los pasos a la chica a quien Fechorías le había dado la llave: Candy Quackenbush. No había sido él, finalmente, quien había recuperado la llave. Había sido el hechicero Kaspar Wolfswinkel, en cuyas manos Candy había caído más tarde. Pero Mendelson podía ver por la agradecida sonrisa en el rostro de su Amo y Señor que Carroña sabía que su sirviente le había hecho algún pequeño servicio a la causa de la Oscuridad con su persecución. Ahora Carroña tenía la llave otra vez. Y el pestillo de las Pirámides de Xuxux se abriría.
—Vaya… mirad eso —dijo Vol.
Las seis Pirámides estaban apareciendo entre las sombras de la Hora Nocturna, la más grande de las cuales era tan alta que se formaban nubes alrededor de su cima. La Hora en ese punto era de hecho la Una en punto de la mañana, y el cielo estaba completamente desprovisto de toda luz. El Mar del Izabella no, sin embargo. A medida que la barcaza funeraria se acercaba a la Gran Pirámide, su presencia (más exactamente, la presencia de su pasajero más poderoso) convocó en el casco un vasto número de criaturas diminutas, manchas de vida rudimentaria y sin inteligencia, que de algún modo eran atraídos por una gran fuerza como la de Carroña. Cada uno de ellos titilaba con su propio y pequeño brote de luminosidad, y quizá era el hecho de que les hubiera convertido en portadores de luz —mientras Carroña era el Príncipe de las Tinieblas y asfixiaba la luz— lo que les hacía prestarle tanta atención. Fuera cual fuera la razón de esa asombrosa asamblea, habían ido a ver la barcaza un número tan grande de ellos que proyectaban su fulgor desde dentro del agua. Y por si esto no fuera lo bastante extraño, surgió un estruendo de dentro de las Pirámides, uno que habría podido producir una orquesta de demonios, calentando para una obertura monstruosa.
—¿Ese sonido proviene realmente de las Pirámides? —preguntó Shape.
Carroña asintió.
—Pero son tumbas —dijo Shape—. Las familias reales fueron enterradas allí para su descanso.
—Y también sus esclavos y sus eunucos y sus caballos y sus gatos y sus serpientes sagradas y sus basiliscos.
—Y están muertos —dijo Shape—. Las serpientes y los eunucos y… lo que sea. Están todos muertos.
—Todos muertos y momificados —contestó Carroña.
—Entonces… ¿qué está causando ese sonido?
—Es una buena pregunta —dijo Carroña—. Y dado que lo podrás comprobar por ti mismo en unos minutos, no hay razón por la que no vayas a saber la respuesta. Piensa que los muertos son como flores.
—¿Flores?
—Sí. Lo que oyes es el ruido que hacen los insectos, atraídos por esas flores.
—¿Insectos? Seguro que un sonido tan alto, Señor, no lo harían unos insectos. —Shape soltó una risa entrecortada, como si pensara que se trataba de una broma—. De todos modos —continuó—, ¿qué les inspiraría a hacer semejante sonido?
—Explícaselo, Vol.
Vol sonrió y sonrió y sonrió.
—Hacen ese ruido porque pueden olernos —dijo—. Especialmente a ti, Shape.
—¿Por qué a mí?
—Presienten que se acerca tu hora. Se lamen los labios con expectación.
Shape empezó a ponerse desdeñoso.
—Los insectos no tienen labios —dijo.
—Dudo… —dijo Vol, acercándose a Shape— … que alguna vez te hayas acercado lo suficiente para verlo.
Las tres sonrisas amarillentas de Vol eran demasiado para Shape. Empujó al hombre con tanta fuerza que muchos de los insectos que vivían en su cráneo cayeron y se golpearon contra el agua. Vol soltó un sollozo de aflicción bastante sincero, se giró y se asomó por el borde de la barcaza, se inclinó hasta tocar el agua más cercana a las escaleras, alzando su plaga con sus brazos.
—¡Oh, no os ahoguéis, pequeñines! ¿Dónde estáis? Por favor, por favor, por favor, por favor, no os ahoguéis. —Soltó un gemido sordo, que se inició en sus entrañas y escaló por su penoso cuerpo hasta que escapó de su garganta en forma de aullido de rabia y tristeza—. ¡Se han ido! —gritó. Se giró hacia el asesino—. ¡Lo has hecho tú!
—¿Y? —dijo Shape—. ¿Qué pasa si lo he hecho?