Finalmente Vol se apresuró hacia la puerta, pero incluso entonces se detuvo para echar la vista atrás.
—¡Vamos! —le gritó Carroña, tirando de la puerta para cerrarla—. ¡Rápido, antes de que salgan!
Varios de los sacbrood que se encontraban a pocos metros del umbral hicieron un último intento desesperado por llegar a la puerta y atascarla antes de que se cerrara, pero Carroña era demasiado rápido. La puerta de la Pirámide se cerró del mismo extraño modo en que se había abierto, y él volvió a girar rápidamente la llave en la cerradura y selló a los sacbrood en su prisión en forma de enjambre. Estos hicieron sacudirse las piedras de las paredes de la Pirámide en su frustración y causaron tal estruendo con su ira que las escaleras de piedra sobre las que se encontraban Carroña y Leeman Vol vibraron bajo sus pies.
Aun así, lo había hecho. Carroña retiró la llave de la cerradura con reverencia y la deslizó en el recoveco más profundo de sus ropas.
—Estás temblando —le dijo a Vol con una ligera sonrisa.
—Nnnunca había visto nada igual —admitió Vol.
—Nadie lo ha hecho —contestó el Señor de la Medianoche—. Y es por esto que cuando elija el momento y les libere, el terror y el caos se extenderán por todos los rincones de Abarat.
—Será como el fin del mundo —dijo Leeman, retirándose por las escaleras hacia la barcaza funeraria.
—No —dijo Carroña mientras le seguía—. En eso te equivocas. Será el inicio.
Capítulo 4
Lamento (El cuento del Munkee)
Candy no perdió el tiempo temblando en la orilla. Había visto claramente, incluso cuando estaba a cierta distancia de la isla, dónde podía encontrar un lugar relativamente cómodo: en el bosque envuelto de niebla que se extendía a medio kilómetro de distancia de la playa. Provenía una brisa suave y cálida de los árboles, con un bálsamo que daba la bienvenida y tranquilizaba al mismo tiempo.
En ocasiones una de sus ráfagas parecía llevar con ella un fragmento de música: simplemente unas pocas notas, nada más, tocadas (quizá) con un oboe. Una música suave y cantarina que la hizo sonreír.
—Ojalá estuviera Malingo conmigo —se dijo a sí misma mientras avanzaba arduamente por la playa.
Al menos no estaba sola. Lo único que tenía que hacer era seguir el sonido de la música y seguro que encontraba al que la tocaba, tarde o temprano.
Cuanta más melodía oía más agridulce le parecía. Era el tipo de canción que su abuelo, el padre de su madre, el abuelo O’Donnell, solía cantar cuando era pequeña. Lamentos, las llamaba.
—¿Qué es un lamento? —le preguntó ella un día.
—Una canción que trata sobre las cosas tristes que hay en el mundo —le contó, en su voz un deje de raíces irlandesas—. Amantes separados, y barcos perdidos en alta mar, y el mundo lleno de soledad de una punta a la otra.
—¿Por qué quieres cantar sobre cosas tristes? —le preguntó Candy.
—Porque cualquier bobo puede ser feliz —le dijo—. Se necesita un hombre con un corazón de verdad —Cerraba la mano en un puño y la apoyaba contra su pecho— para ver la belleza en las cosas que nos hacen llorar.
—Sigo sin entenderlo…
El abuelito O’Donnell había rodeado su cara con sus grandes manos marcadas con cicatrices. Había trabajado en el ferrocarril gran parte de su vida, y cada cicatriz tenía su historia.
—No, claro que no —le dijo con una sonrisa indulgente—. ¿Y por qué deberías hacerlo? Una chiquilla dulce como tú, ¿por qué deberías saber nada de las penas del mundo? Solo créeme cuando te digo… que no hay manera de vivir tu vida plenamente y no tener ninguna razón para derramar alguna lágrima de vez en cuando. No es un sentimiento negativo, pequeña. Eso es lo que hace un lamento. Te hace sentirte feliz de estar triste, de un modo extraño. ¿Entiendes?
No lo había entendido. No realmente. La idea de que la tristeza pudiera de algún modo hacerte sentir bien era una idea difícil de comprender.
Pero ahora empezaba a entenderlo. Abarat la estaba cambiando. Durante el breve tiempo que había pasado viajando entre las Horas había visto y sentido cosas que nunca habría experimentado en Chickentown, ni viviendo allí mil años. El modo en que las estrellas parecían moverse cuando un viajero cruzaba la barrera entre una Hora y la siguiente, y constelaciones enteras caían lentamente del cielo; o cuando la luna, reflejando su resplandor en el mar, llamaba a una lenta procesión de peces desde las profundidades azules y púrpuras del Izabella, todos mostrando sus tristes ojos plateados al cielo antes de darse la vuelta y desaparecer otra vez en las penumbras.
A veces simplemente un rostro con el que se cruzaba, o una mirada que alguien le dedicara —incluso la sombra de un pájaro que estaba de paso— le producía una cierta melancolía. «Al abuelito O’Donnell le habría gustado estar aquí», pensó.
Estaba cerca del borde de los arboles neblinosos ahora, y solo un poco más allá de donde se encontraba ella empezaba un camino hecho de piedras de mosaico que formaban un patrón de espirales entrelazados que serpenteaban hacia el bosque. Era una extraña coincidencia que sus pies le hubieran conducido precisamente al lugar en el que empezaba el camino, pero el tiempo que había pasado en Abarat había estado lleno de coincidencias así; ya no se sorprendía. Así que simplemente siguió el camino.
La gente que había colocado el mosaico había decidido divertirse un poco con el diseño. Bailando fuera y dentro de los espirales había figuras que parecían animales —ranas, serpientes, una familia de criaturas que parecían mapaches de color verde—, que parecían listos para salir corriendo o escabullirse en cuanto un pie pisara cerca de ellos.
Estaba tan ocupada estudiando esa obra tan ingeniosa que no se dio cuenta de cuánto había avanzado. Cuando volvió a alzar la vista, la playa detrás de ella había desaparecido de su rango de visión, y estaba completamente rodeada por los árboles inmensos, con el follaje provisto de todo tipo de pájaros nocturnos.
Y seguía oyendo el lamento, en algún lugar de la distancia, aumentando y disminuyendo.
Bajo sus pies, los diseños en espiral del camino se volvían más extraños a cada paso, las especies de criaturas que habían entretejido con el diseño cambiaban a seres más fantásticos, como si la alertaran sobre el hecho de que su viaje estaba a punto de cambiar. Y en ese momento, delante de ella, vio el umbral de dicho cambio: un portal grandioso flanqueado por pilares elegantes que se alzaban entre los árboles.
Aunque las bisagras seguían en su sitio, y los restos de un robusto candado de hierro yacían esparcidos por el suelo, la puerta se la había comido algún que otro deterioro. Candy entró. La puerta ausente había custodiado un edificio de excepcional belleza. A ambos lados podía ver que las paredes estaban decoradas con frescos exquisitos que retrataban escenas felices y mágicas: paisajes donde la gente bailaba con tanta ligereza que parecía como si desafiaran la gravedad y se alzaran por el aire; o donde criaturas provistas de una belleza sobrenatural aparecían de las aguas juguetonas de ríos plateados.
Mientras tanto el lamento seguía sonando, con una melodía tan agridulce como siempre. Siguió la música a través de las habitaciones grandiosas, sobre cuyas rocas pintadas resonaba cada paso que daba. El palacio no había permanecido intacto al contacto con el bosque que le rodeaba. Los árboles, poseídos por una mutabilidad febril que les otorgaba más fuerza que a los árboles corrientes, habían forzado su entrada por las paredes y el techo, con una red de ramas cargadas de frutas tan parecidas a los paneles grabados y pintados intrincadamente que era imposible diferenciar dónde acababa el bosque muerto y dónde empezaba el vivo, dónde la pintura daba paso a las hojas y a la fruta y viceversa. Casi parecía como si los que habían construido ese lugar, los grabadores y los pintores, hubieran