A Candy le produjo una gran satisfacción ver cómo el pandemonio se intensificaba a medida que los miembros del bestiario de los Scattamun abrían sus jaulas y escapaban y golpeaban repetidamente a sus antiguos captores por las prisas de ser libres. Desde su elevada posición, Candy podía ver cómo las noticias de la fuga se extendían entre la multitud que paseaba por la rambla. Los padres inquietos tomaban a los niños en sus brazos mientras los gritos aumentaban:
—¡Los engendros se han escapado! ¡Los engendros se han escapado!
A medida que seguían ascendiendo, Candy oyó un ruido extraño proveniente de Methis y pensó por un momento que estaba enfermo. Pero el sonido que hacía, por extraño que pareciera, era simplemente risa.
Malingo, mientras tanto, se había refugiado detrás del puesto de Cerveza y Patata Dulce de Larval Peque, donde se había mantenido escondido de las miradas durante un rato, hasta que estuvo seguro de que no había peligro de ser capturado por el Hombre Entrecruzado. Había convencido a uno de los cocineros para que le llevara una jarra de cerveza roja y un trozo de tarta del peregrino, y estaba sentado entre los cubos de basura, bajando la tarta felizmente con la cerveza, cuando oyó a alguien allí cerca hablando con excitación sobre una chica que acababa de ver, volando por el cielo en las garras de un monstruo.
«Esa es mi Candy», pensó y, terminándose lo que le quedaba de la tarta del peregrino, oteó las nubes radiantes. No le llevó más de uno o dos minutos localizar a su señora. Estaba colgada de la espalda del zethek mientras volaban en dirección norte. Estaba muy feliz, naturalmente, de ver que no había caído víctima de Houlihan —cuyo paradero hacía un buen rato que había abandonado descubrir—, pero ver a su amiga haciéndose más y más pequeña mientras Methis la llevaba hacia el crepúsculo le hizo sentir miedo. No había estado solo en el mundo desde que había escapado de casa de Wolfswinkel. Siempre había tenido a Candy a su lado. Ahora debería ir a buscarla solo. No eran unas perspectivas felices.
Vio a la chica y a su montura alada minar incesantemente a causa de la suave penumbra del anochecer. Y después desapareció, y solo quedaron unas pocas estrellas, reluciendo de manera irregular en el cielo bajo que cubría Scoriae.
—Cuídate, mi señora —le dijo en voz baja—. No te preocupes. Estés donde estés… te encontraré.
Segunda parte
Cosas desatendidas, cosas olvidadas
¡La Hora! ¡La Hora! ¡La Hora en punto!
El Munkee escupe y los matorrales se achican
¿Y qué ha sido del poder del Padre
Sino lágrimas y turbación?
¡La Hora! ¡La Hora! ¡La Hora en punto!
Madre está enfadada y la leche está pasada,
Pero ayer encontré una flor
Que cantaba Anunciación.
Y cuando las Horas se vuelven Día,
Y todos los Días hayan acabado,
¿No veremos —exacto, ni tú ni yo—
Lo dulce y brillante que será la luz
Que viene de nuestra Creación?
Canción del Totemix
Capítulo 1
Dirección norte
La luminosidad del Infinito Carnaval de Babilonium no iluminaba todos los rincones de la isla, según pudo descubrir Candy al poco tiempo.
El zethek la condujo hasta una pendiente suave, al otro lado de la cual las luces estridentes de la fastuosidad, los desfiles, los carruseles y la psicodelia daban paso repentinamente al azul neblinoso de la noche temprana. El estruendo de la multitud y de las montañas rusas y de los charlatanes de las atracciones de feria se hacía más remoto. Pronto solo una ocasional ráfaga de viento traía consigo un toque de ese estruendo a los oídos de Candy, y después de un rato, ni siquiera eso. Ahora todo lo que oía era el chirrido de las alas del zethek y el ocasional rechinar sin encanto de la dificultosa respiración de la criatura.
Debajo de ellos, el paisaje era poco más que un descampado de tierra rojiza con algunos árboles solitarios desperdigados, todos ellos larguiruchos y desnutridos, con sombras que se alargaban hacia el este. De vez en cuando veía alguna alquería, con un par de campos cultivados al lado, y ganado acomodándose después de su ordeñado vespertino.
Aunque, por supuesto, allí siempre era la hora del crepúsculo, ¿no? Las estrellas nocturnas siempre se alzaban por el este; las flores se abrían para saludar a la luna. Sería una Hora agradable en la que vivir, con el día prácticamente acabado pero sin que la noche hubiera empezado. Era diferente, pensó ella, en el Carnaval. Allí las luces le prestaban al cielo una luminosidad falsa, y el estrépito ahuyentaba la doliente quietud que ahora la rodeaba por completo. Quizá era por eso que las Seis en punto había sido la hora elegida para colocar la aparatosidad del Carnaval: era una forma de defenderse de la Hora en que todo se oscurece, una forma de retrasar la oscuridad con risas y juegos. Pero no podía posponerse para siempre. Cuanto más al norte viajaban, más largas eran las sombras, y el tono rojizo de la tierra se oscurecía con tonos morados y negros, a medida que la luz desaparecía de forma ininterrumpida del cielo.
Candy hizo todo lo que pudo por ser un pasajero poco exigente. No se movía mucho y mantuvo la boca cerrada. Su mayor temor era que el zethek se diera cuenta de que ya no había peligro de ser capturado, diera media vuelta y volviera a Gorgossium.
Pero de momento la bestia parecía satisfecha volando en dirección al norte. Incluso cuando dejaron la costa de Babilonium y empezaron a cruzar el estrecho que había entre las Seis y las Siete, no mostró ningún signo de querer dar la vuelta. Pero sí que descendió hasta el nivel del agua y le echó una ojeada, buscando, o eso pensó Candy, algún pez en el agua al que llevarse a la boca. Candy esperaba que no viera nada, porque si sumergía la cabeza en el agua era muy probable que ella se cayera de su espalda. Por suerte, la oscuridad que les rodeaba y el viento que hacía ondular la superficie del agua hacían que fuera difícil detectar ningún pez, y volaron por encima del estrecho nebuloso sin ningún incidente.
La isla de Scoriae era visible delante de ellos, con el magnífico y ominoso cono del Monte Galigali en su corazón. Conocía muy poco sobre esta Hora, aparte de los pocos hechos que había leído en el Almenak de Klepp.
Mencionaba, según podía recordar, que antiguamente había habido tres hermosas ciudades en la isla —Gosh, Mycassius y Divinium— y que una erupción del Monte Galigali las había destruido a las tres, sin dejar supervivientes, o eso creía recordar. No tenía ni idea de cuánto tiempo había pasado desde esa erupción, pero podía ver que los caminos larvarios habían marcado la isla con grandes cicatrices negras y que no había germinado ninguna semilla en ellos ni se había construido ninguna casa desde que la roca líquida se hubiera enfriado.
Solo había un lugar, en el extremo oeste de la isla, donde la penumbra y la esterilidad se habían sosegado en cierto modo. Allí se había apilado un banco de niebla pálida y maleable, como si protegiera el lugar, y naciendo de esta nube de movimientos suaves había un bosque de árboles altos.
Debía de ser una especie exclusivamente abaratiana, dedujo Candy; no había árboles en el Más Allá —al menos ninguno del que le hubieran hablado en la escuela— que pudieran crecer saludablemente en un lugar en el que solo se veía la última luz del sol en el cielo. Quizá esos árboles no se alimentaban de rayos del sol, sino de la luz que desprendían la luna y las estrellas.
La