Quedó claro entonces que las consecuencias no podían desplegarse de manera tan maquinal, por mucho que se contara con el apoyo expreso de determinados asientos en el RM. La realidad es mucho más compleja. A la vista de esta situación, la DGRN tuvo que atemperar algunos de aquellos efectos, acuñando una interesante doctrina sobre el alcance de esta forma de disolución, el significado de la liquidación, la posibilidad de reactivación o los efectos de la cancelación, doctrina que ha servido para enfrentar otro tipo de problemas, como los que ocasiona la extinción y cancelación registral de la sociedad en el concurso de acreedores. De esa doctrina los tribunales no han dudado en hacer uso, y es frecuente que se transcriban en las sentencias largos párrafos de aquellas resoluciones de la DGRN. La disolución de pleno derecho ofrece así una buena oportunidad para reflexionar sobre las cuestiones registrales a las que aludí en la presentación.
I.- Algunas cuestiones generales previas.
1. Acceso automático al estado de liquidación: con carácter general la disolución marca una cesura en el devenir de la vida social, mas no su fin. La actividad continúa, pero en virtud del cambio de paradigma antes destacado habrá de estar orientada a partir de ese momento a la liquidación de la sociedad. En paralelo se produce el decaimiento de las facultades representativas de los administradores y su eventual sustitución por los liquidadores, o su continuación como tales. Este planteamiento no cambia porque la disolución tenga lugar de pleno derecho, en cualquiera de sus modalidades (art. 360 LSC). No se anticipa el resultado extintivo, que sigue supeditado a la conclusión de las labores de liquidación, pero sí que confiere carácter automático al comienzo de ese trance.
Este automatismo se hace evidente en una lectura a contrario del art. 226 CCom, al disponer que la disolución de la compañía de comercio que proceda de cualquier otra causa que no sea la terminación del plazo por el cual se constituyó, “no surtirá efecto en perjuicio de tercero hasta que se anote en el Registro Mercantil”. Por consiguiente, ese efecto se produce en el otro caso sin necesidad de anotación, ya que el hecho detonante de la disolución, así como su fecha exacta, resultan del mismo RM, regla que habría de ser extensiva a cualquier otra causa de disolución de pleno derecho, siempre que sea susceptible de comprobación por el mismo RM, mediante la simple lectura del asiento. Cuestión distinta es la interpretación de ese “perjuicio” de tercero, sobre todo porque la mera publicidad registral del estado liquidatorio no permite presumir la mala fe del mismo (v. VI/10). Según como se interprete esa relevancia externa, la distinción impuesta por la norma puede ser muy escasa.
En cualquier caso, y aunque exista realmente dicho “perjuicio”, la constatación “oficial” de la disolución de pleno derecho en el RM mediante nota al margen de la última inscripción reviste una importancia menor, siendo por su fecha fruto de la mera casualidad, pues el RM la extenderá de oficio, “cuando deba practicar algún asiento en la hoja abierta a la sociedad o se hubiera solicitado certificación, o a instancia de cualquier interesado” (art. 238.1 RRM). Será desde la concurrencia del hecho determinante de la disolución de pleno derecho, y no desde la nota al margen de la última inscripción, que los terceros pierden la posibilidad de invocar en su beneficio los asientos registrales referidos a una sociedad activa. Y así ha de ser, no solo “en perjuicio” de los terceros, también en el ámbito interno, pues la disolución produce sus efectos al margen completamente de su constatación registral por medio de la susodicha nota. La misma solo formaliza algo que ya publica el RM. Cuestión distinta es si solo puede haber disolución de pleno derecho cuando así lo publica el RM, y aquí las cosas ya se complican.
2. ¿Siempre ha de ser una causa de inmediata verificación registral?: dejando de lado la apertura de la fase de liquidación en el concurso de acreedores, que responde a su propia lógica, la primera impresión sería que la especialidad de estas causas de disolución radica en su inmediatez registral, en que el mismo RM ya nos dice que la sociedad ha quedado disuelta y en qué fecha, con independencia de que el mecanismo de alerta de la nota marginal se pueda activar con cierto retraso. Pero las cosas quizá no sean tan claras. En el pasado sí lo eran, al limitarse estas causas apenas al transcurso del término de duración (arts. 152.II LSA 1951 y 30.1º LSRL 1953; así como art. 140.II RRM de 1956, que se conformaba para ambas formas sociales con una solicitud de los administradores, mediante instancia con firma legitimada). La situación se empieza a complicar a partir de la reforma de 1989, al incorporarse una nueva causa disolutoria asociada a la cifra de capital mínimo, en un primer momento para la SA (art. 260.5º TRLSA) y después para la SRL (arts. 104.1.f) y 108 LSRL de 1995), en términos dispares para ambas formas sociales, pues solo en la SRL operaba en determinados casos como causa de disolución de pleno derecho, aunque de manera un tanto inopinada se unificó después su régimen en el art. 238 RRM 1995, y finalmente con el adecuado rango legal en el art. 360 LSC. A esto se debe sumar la querencia de nuestro legislador por decretar la disolución de pleno derecho cuando la sociedad no cumple en plazo con ciertos mandatos imperativos. El resultado final desmerece algo la rotundidad y claridad que tradicionalmente se predicaban de una causa de disolución cuya operatividad parecía descansar en la singularidad de su fácil reflejo registral.
De entrada, porque en ocasiones la activación de la causa no depende de una previa inscripción. Lo serán sus efectos “en perjuicio” de terceros, o la nota marginal que se deba extender, pero, en el caso de la reducción del capital por debajo del mínimo legal como consecuencia del cumplimiento de una ley, el plazo de un año cuenta desde la adopción del acuerdo, no desde su inscripción. Incluso, aunque se entienda que el mero acuerdo no basta, y que siempre ha de ser un acuerdo debidamente “ejecutado” (de hecho, en ocasiones será ejecución sin acuerdo, v. II/10), lo cierto es que la inscripción de la reducción no es constitutiva, y mucho menos para aquellos socios que puedan estar interesados en la liquidación, desde los presupuestos específicos de esta modalidad de disolución. Para ellos el nuevo capital es el “reducido”, con todas sus consecuencias, aunque aún no conste inscrito.
En otros casos la constatación de la causa de disolución solo por el RM o por los títulos presentados tampoco es posible, o mejor suficiente, al ser necesario valorar otras circunstancias fácticas que escapan al conocimiento del RM. Por sus propias limitaciones operativas el procedimiento registral queda ceñido a una verificación “simple” y “maquinal” de un determinado supuesto de hecho y -normalmente- al transcurso de un plazo. El ejemplo reciente más claro ha sido el de la LSP, donde es necesario tener en cuenta elementos fácticos extra-registrales para llegar a la conclusión de que la sociedad afectada es una SP obligada a adaptarse, a pesar de lo cual algunos RRMM procedieron de manera automática a extender la nota de disolución y a cancelar los asientos. Los términos de la divergencia en este caso se invierten, pues una sociedad que no es SP, ni habría de estar disuelta, aparece como tal en el RM, y por si fuera poco con sus asientos cancelados. Sobre el tema volveré después (v. II/III/B).
No siempre podremos hablar así de una evidencia registral “a simple vista” de la disolución, sobre todo en el plano interno, donde un cambio de paradigma decisivo en el devenir de la sociedad se habrá producido, al margen de lo que puedan invocar los terceros en sus relaciones con aquélla4.
Pero el automatismo al margen del RM resultará problemático cuando el hecho desencadenante no sea valorado de la misma forma por todos