—Me alegra oírle decir eso —dijo Holmes muy serio.
—Ya habría confesado de no ser por mi hija. Esto le rompería el corazón... y se lo romperá cuando se entere de que me han detenido.
—Puede que no se llegue a eso —dijo Holmes.
—¿Cómo dice?
—Yo no soy un agente de la policía. Tengo entendido que fue su hija la que solicitó mi presencia aquí, y actúo en nombre suyo. No obstante, el joven McCarthy debe quedar libre.
—Soy un moribundo —dijo el viejo Turner—. Hace años que padezco diabetes. Mi médico dice que podría no durar ni un mes. Pero preferiría morir bajo mi propio techo, y no en la cárcel.
Holmes se levantó y se sentó a la mesa con la pluma en la mano y un legajo de papeles delante.
—Limítese a contarnos la verdad —dijo—. Yo tomaré nota de los hechos. Usted lo firmará y Watson puede servir de testigo. Así podré, en último extremo, presentar su confesión para salvar al joven McCarthy. Le prometo que no la utilizaré a menos que sea absolutamente necesario.
—Perfectamente —dijo el anciano—. Es muy dudoso que yo viva hasta el juicio, así que me importa bien poco, pero quisiera evitarle a Alice ese golpe. Y ahora, le voy a explicar todo el asunto. La acción abarca mucho tiempo, pero tardaré muy poco en contarlo.
»Usted no conocía al muerto, a ese McCarthy. Era el diablo en forma humana. Se lo aseguro. Que Dios le libre de caer en las garras de un hombre así. Me ha tenido en sus manos durante estos veinte años, y ha arruinado mi vida. Pero primero le explicaré cómo caí en su poder.
»A principios de los sesenta, yo estaba en las minas. Era entonces un muchacho impulsivo y temerario, dispuesto a cualquier cosa; me enredé con malas compañías, me aficioné a la bebida, no tuve suerte con mi mina, me eché al monte y, en una palabra, me convertí en lo que aquí llaman un salteador de caminos. Éramos seis, y llevábamos una vida de lo más salvaje, robando de vez en cuando algún rancho, o asaltando las carretas que se dirigían a las excavaciones. Me hacía llamar Black Jack de Ballarat, y aún se acuerdan en la colonia de nuestra cuadrilla, la Banda de Ballarat.
»Un día partió un cargamento de oro de Ballarat a Melbourne, y nosotros lo emboscamos y lo asaltamos. Había seis soldados de escolta contra nosotros seis, de manera que la cosa estaba igualada, pero a la primera descarga vaciamos cuatro monturas. Aun así, tres de los nuestros murieron antes de que nos apoderáramos del botín. Apunté con mi pistola a la cabeza del conductor del carro, que era el mismísimo McCarthy. Ojalá le hubiese matado entonces, pero le perdoné aunque vi sus malvados ojillos clavados en mi rostro, como si intentara retener todos mis rasgos. Nos largamos con el oro, nos convertimos en hombres ricos, y nos vinimos a Inglaterra sin despertar sospechas. Aquí me despedí de mis antiguos compañeros, decidido a establecerme y llevar una vida tranquila y respetable. Compré esta finca, que casualmente estaba a la venta, y me propuse hacer algún bien con mi dinero, para compensar el modo en que lo había adquirido. Me casé, y aunque mi esposa murió joven, me dejó a mi querida Alice. Aunque no era más que un bebé, su minúscula manita parecía guiarme por el buen camino como no lo había hecho nadie. En una palabra, pasé una página de mi vida y me esforcé por reparar el pasado. Todo iba bien, hasta que McCarthy me echó las zarpas encima.
»Había ido a la ciudad para tratar de una inversión, y me lo encontré en Regent Street, prácticamente sin nada que ponerse encima. “Aquí estamos, Jack —me dijo, tocándome el brazo—. Vamos a ser como una familia para ti. Somos dos, mi hijo y yo, y tendrás que ocuparte de nosotros. Si no lo haces... bueno... Inglaterra es un gran país, respetuoso de la ley, y siempre hay un policía al alcance de la voz”.
»Así que se vinieron al oeste, sin que hubiera forma de quitármelos de encima, y aquí han vivido desde entonces, en mis mejores tierras, sin pagar renta. Ya no hubo para mí reposo, paz ni posibilidad de olvidar; allá donde me volviera, veía a mi lado su cara astuta y sonriente. Y la cosa empeoró al crecer Alice, porque él en seguida se dio cuenta de que yo tenía más miedo a que ella se enterara de mi pasado que de que lo supiera la policía. Me pedía todo lo que se le antojaba, y yo se lo daba todo sin discutir: tierra, dinero, casas, hasta que por fin me pidió algo que yo no le podía dar: me pidió a Alice.
»Resulta que su hijo se había hecho mayor, igual que mi hija, y como era bien sabido que yo no andaba bien de salud, se le ocurrió la gran idea de que su hijo se quedara con todas mis propiedades. Pero aquí me planté. No estaba dispuesto a que su maldita estirpe se mezclara con la mía. No es que me disgustara el muchacho, pero llevaba la sangre de su padre y con eso me bastaba. Me mantuve firme. McCarthy me amenazó. Yo le desafié a que hiciera lo peor que se le ocurriera. Quedamos citados en el estanque, a mitad de camino de nuestras dos casas, para hablar del asunto.
»Cuando llegué allí, lo encontré hablando con su hijo, de modo que encendí un cigarro y esperé detrás de un árbol a que se quedara solo. Pero, según le oía hablar, iba saliendo a flote todo el odio y el rencor que yo llevaba dentro. Estaba instando a su hijo a que se casara con mi hija, con tan poca consideración por lo que ella pudiera opinar como si se tratara de una buscona de la calle. Me volvía loco al pensar que lo que más quiero y yo estábamos en poder de un hombre semejante. ¿No había forma de romper las ataduras? Me quedaba poco de vida y estaba desesperado. Aunque conservaba las facultades mentales y la fuerza de mis miembros, sabía que mi destino estaba sellado. Pero ¿qué recuerdo dejaría y qué sería de mi hija? Las dos cosas podían salvarse si conseguía hacer callar aquella maldita lengua. Lo hice, señor Holmes, y volvería a hacerlo. Aunque mis pecados han sido muy graves, he vivido un martirio para purgarlos. Pero que mi hija cayera en las mismas redes que a mí me esclavizaron era más de lo que podía soportar. No sentí más remordimientos al golpearlo que si se hubiera tratado de una alimaña repugnante y venenosa. Sus gritos hicieron volver al hijo, pero yo ya me había refugiado en el bosque, aunque tuve que regresar a por el capote que había dejado caer al huir. esta es, caballeros, la verdad de todo lo que ocurrió.»
—Bien, no me corresponde a mí juzgarle —dijo Holmes, mientras el anciano firmaba la declaración escrita que acababa de realizar—. Y ruego a Dios que nunca nos veamos expuestos a semejante tentación.
—Espero que no, señor. ¿Y qué se propone usted hacer ahora?
—En vista de su estado de salud, nada. Usted mismo se da cuenta de que pronto tendrá que responder de sus acciones ante un tribunal mucho más alto que el de lo penal. Conservaré su confesión y, si McCarthy resulta condenado, me veré obligado a utilizarla. De no ser así, jamás la verán ojos humanos; y su secreto, tanto si vive usted como si muere, estará a salvo con nosotros.
—Adiós, pues —dijo el anciano solemnemente—. Cuando les llegue la hora, su lecho de muerte se les hará más llevadero al pensar en la paz que han aportado al mío —y salió de la habitación tambaleándose, con toda su gigantesca figura sacudida por temblores.
—¡Que Dios nos asista! —exclamó Sherlock Holmes después de un largo silencio—. ¿Por qué el destino les gasta tales jugarretas a los pobres gusanos indefensos? Siempre que me encuentro con un caso así, no puedo evitar acordarme de las palabras de Baxter y decir: “Allá va Sherlock Holmes, por la gracia de Dios”.
James McCarthy resultó absuelto en el juicio, gracias a una serie de alegaciones que Holmes preparó y sugirió al abogado defensor. El viejo Turner vivió siete meses más después de nuestra entrevista, pero ya falleció; y todo parece indicar que el hijo y la hija vivirán felices y juntos, ignorantes del negro nubarrón que envuelve su pasado.
Las cinco semillas de naranja
Cuando reviso mis notas y memorias de los casos de Sherlock Holmes entre el 82 y el 90, me encuentro con que son tantos los que presentan características extrañas e interesantes, que no resulta fácil saber cuál elegir y cuál dejar