—Por tren, desde la estación Waterloo.
—Aún no son las nueve. Las calles estarán concurridas, y por eso confío en que no corre usted peligro. Pero, a pesar de todo, por muy en guardia que esté usted, nunca lo estará bastante.
—Voy armado.
—Bien. Mañana me pondré yo a trabajar en su asunto.
—¿Le veré, pues, en Horsham?
—No, porque su secreto se oculta en Londres, y en Londres será donde yo lo busque.
—Entonces. yo vendré a visitarle a usted dentro de un par de días, y le traeré noticias de lo que me haya ocurrido con los papeles y la caja. Lo consultaré en todo.
Nos estrechó las manos y se retiró. El viento seguía bramando fuera, y la lluvia golpeaba y salpicaba las ventanas. Aquel salvaje y extraño relato parecía habernos llegado de entre los elementos descontrolados, como si la tempestad lo hubiese arrojado sobre nosotros como un tallo de alga marina, y se lo hubiese tragado luego otra vez.
Sherlock Holmes permaneció algún tiempo en silencio, con la cabeza inclinada y los ojos fijos en el rojo resplandor del fuego. Luego encendió su pipa, se recostó en el respaldo de su asiento y se quedó contemplando los anillos de humo azul que se perseguían los unos a los otros en su ascenso hacia el techo.
—Creo Watson —dijo, por fin, como comentario—, que no hemos tenido entre todos nuestros casos ninguno más fantástico que este.
—Con excepción, quizá, del Signo de los Cuatro.
—Bien, sí. Con excepción, quizá, de ese. Sin embargo, creo que este John Openshaw se mueve entre peligros todavía mayores que los que rodeaban a los Sholtos.
—Pero ¿no ha formado usted ninguna hipótesis concreta sobre la naturaleza de estos peligro?
—Sobre su naturaleza no caben ya hipótesis —me contestó.
—¿Cuál es, pues? ¿Quién es este K. K. K., y por qué razón persigue a esta desdichada familia?
Sherlock Holmes cerró los ojos y apoyó los codos en los brazos del sillón, juntando las yemas de los dedos de las manos.
—Al razonador ideal —comentó— debería bastarle un solo hecho, cuando lo ha visto en todas sus implicaciones, para deducir del mismo no solo la cadena de sucesos que han conducido hasta él, sino también los resultados que han de seguirse. Así como Cuvier sabía hacer la descripción completa de un animal con el examen de un solo hueso, de igual manera el observador que ha comprendido por completo uno de los eslabones de toda una serie de incidentes, debe saber explicar con exactitud todos los demás, los anteriores y los posteriores. No nos hacemos todavía una idea de los resultados que es capaz de conseguir la razón por sí sola. Podríamos resolver mediante el estudio ciertos problemas cuya solución ha desconcertado por completo a quienes la buscaron por medio de los sentidos. Sin embargo, para alcanzar en este arte la cúspide, necesitaría el razonador saber manejar todos los hechos que han llegado a conocimiento suyo. Esto implica, como fácilmente comprenderá usted, la posesión de todos los conocimientos a que muy pocos llegan, incluso en estos tiempos de libertad educativa y de enciclopedias. Sin embargo, lo que no resulta imposible es el que un hombre llegue a poseer todos los conocimientos que le han de ser probablemente útiles en su labor. Esto es lo que yo me he esforzado por hacer en mi caso. Usted, si mal no recuerdo, concretó en los primeros días de nuestra amistad los límites precisos de esos conocimientos míos.
—Sí —le contesté, echándome a reír—. Hice un documento curioso. En filosofía, astronomía y política le puse a usted cero, lo recuerdo. En botánica, irregular; en geología, profundo en lo que toca a manchas de barro cogidas en una zona de cincuenta millas alrededor de Londres; en química, excéntrico; en anatomía, asistemático; en literatura, sensacionalista, y en historia de crímenes, único; y además, violinista, boxeador, esgrimista, abogado y autoenvenenador por medio de la cocaína y del tabaco. Esos eran, si mal no recuerdo, los puntos más notables de mi análisis.
Holmes se sonrió al escuchar la última calificación, y dijo:
—Digo ahora, como dije entonces, que toda persona debería tener en el ático de su cerebro el surtido de mobiliario que es probable que necesite, y que todo lo demás puede guardarlo en el desván de su biblioteca, donde puede echarle mano cuando tenga precisión de algo. Ahora bien: al enfrentarnos con un problema como el que nos ha sido presentado esta noche, necesitamos dominar todos nuestros recursos. Tenga usted la bondad de alcanzarme la letra K de esta enciclopedia norteamericana que hay en ese estante que tiene a su lado. Gracias. Estudiemos ahora la situación y veamos lo que de la misma puede deducirse. Empezaremos con la firme presunción de que el coronel Openshaw tuvo algún motivo importante para abandonar Norteamérica. Los hombres, a su edad, no cambian todas sus costumbres, ni cambian por gusto el clima encantador de Florida por la vida solitaria en una ciudad inglesa de provincias. El extraordinario apego a la soledad que demostró en Inglaterra sugiere la idea de que sentía miedo de alguien o de algo; de modo, pues, que podemos aceptar como hipótesis de trabajo que fue el miedo lo que le empujó fuera de Norteamérica. En cuanto a lo que él temía, solo podemos deducirlo por el estudio de las tremendas cartas que él y sus herederos recibieron. ¿Se fijó usted en las estampillas que señalaban el punto de procedencia?
—La primera traía las de Pondicherry; la segunda, las de Dundee, y la tercera, las de Londres.
—Las del este de Londres. ¿Qué deduce usted de todo ello?
—Pues que se trata de puertos de mar, es decir, que el que escribió las cartas se hallaba a bordo de un barco.
—Muy bien. Ya tenemos, pues, una pista. No puede caber duda de que, según toda probabilidad, una fuerte probabilidad, el remitente se encontraba a bordo de un barco. Pasemos ahora a otro punto. En el caso de la carta de Pondicherry transcurrieron siete semanas entre la amenaza y su cumplimiento, en el de Dundee fueron solo tres o cuatro días. ¿Nada le indica eso?
—Que la distancia sobre la que había de viajar era mayor.
—Pero también la carta venía desde una distancia mayor.
—Pues entonces, ya no le veo la importancia a ese detalle.
—Existe, por lo menos, una probabilidad de que la embarcación a bordo de la cual está nuestro hombre, o nuestros hombres, es de vela. Parece como si hubiesen enviado siempre su extraño aviso, o prenda, cuando iban a salir para realizar su cometido. Fíjese en el poco tiempo que medió entre el hecho y la advertencia cuando esta vino de Dundee. Si ellos hubiesen venido desde Pondicherry en un barco de vapor habrían llegado casi al mismo tiempo que su carta. Y la realidad es que transcurrieron siete semanas. Yo creo que esas siete semanas representan la diferencia entre el tiempo invertido por el vapor que trajo la carta y el barco de vela que trajo a quien la escribió.
—Es posible.
—Más que posible. Probable. Comprenderá usted ahora la urgencia mortal que existe en este caso, y por qué insistí con el joven Openshaw en que estuviese alerta. El golpe ha sido dado siempre al cumplirse el plazo de tiempo imprescindible para que los que envían la carta salven la distancia que hay desde el punto en que la envían. Pero como esta de ahora procede de Londres, no podemos contar con retraso alguno.
—¡Santo Dios! —exclamé—. ¿Qué puede significar esta implacable persecución?
—Los documentos que Openshaw se llevó son evidentemente de importancia vital para la persona o personas que viajan en el velero. Yo creo que no hay lugar a duda que son más de una. Un hombre aislado no habría sido capaz de realizar dos asesinatos de manera que engañase al jurado de un juez de instrucción. Debieron de intervenir varias personas en los mismos, y fueron hombres de inventiva y de resolución. Se proponen conseguir los documentos, quien sea que los tenga en su poder. Y ahí tiene usted cómo K. K. K. dejan de ser las iniciales de un individuo y se convierten en el distintivo de una sociedad.
—Pero ¿de qué sociedad?