—¿Y el padre de usted? —preguntó Holmes—. ¿También era partidario de ese enlace?
—No, él también se oponía. El único que estaba a favor era McCarthy.
Un súbito rubor cubrió sus lozanas y juveniles facciones cuando Holmes le dirigió una de sus penetrantes miradas inquisitivas.
—Gracias por esta información —dijo—. ¿Podría ver a su padre si le visito mañana?
—Me temo que el médico no lo va a permitir.
—¿El médico?
—Sí, ¿no lo sabía usted? El pobre papá no andaba bien de salud desde hace años, pero esto le ha acabado de hundir. Tiene que guardar cama, y el doctor Willows dice que está hecho polvo y que tiene el sistema nervioso destrozado. El señor McCarthy era el único que había conocido a papá en los viejos tiempos de Victoria.
—¡Ajá! ¡Así que en Victoria! Eso es importante.
—Sí, en las minas.
—Exacto; en las minas de oro, donde, según tengo entendido, hizo su fortuna el señor Turner.
—Eso es.
—Gracias, señorita Turner. Ha sido usted una ayuda muy útil.
—Si mañana hay alguna novedad, no deje de comunicármela. Sin duda, irá usted a la cárcel a ver a James. Oh, señor Holmes, si lo hace dígale que yo sé que es inocente.
—Así lo haré, señorita Turner.
—Ahora tengo que irme porque papá está muy mal y me echa de menos si lo dejo solo. Adiós, y que el Señor le ayude en su empresa.
Salió de la habitación tan impulsivamente como había entrado y oímos las ruedas de su carruaje traqueteando calle abajo.
—Estoy avergonzado de usted, Holmes —dijo Lestrade con gran dignidad, tras unos momentos de silencio—. ¿Por qué despierta esperanzas que luego tendrá que defraudar? No soy precisamente un sentimental, pero a eso lo llamo crueldad.
—Creo que encontraré la manera de demostrar la inocencia de James McCarthy —dijo Holmes—. ¿Tiene usted autorización para visitarlo en la cárcel?
—Sí, pero solo para usted y para mí.
—En tal caso, reconsideraré mi decisión de no salir. ¿Tendremos todavía tiempo para tomar un tren a Hereford y verlo esta noche?
—De sobra.
—Entonces, en marcha. Watson, me temo que se va a aburrir, pero solo estaré ausente un par de horas.
Los acompañé andando hasta la estación y luego vagabundeé por las calles del pequeño pueblo, finalmente regresando al hotel, donde me tumbé en el sofá y procuré interesarme un poco en una novela policíaca. Pero la trama de la historia era tan endeble en comparación con el profundo misterio en el que estábamos sumidos, que mi atención se desviaba constantemente de la ficción a los hechos, y acabé por tirarla al otro extremo de la habitación y entregarme por completo a recapacitar sobre los acontecimientos del día. Suponiendo que la historia del desdichado joven fuera absolutamente cierta, ¿qué cosa diabólica, qué calamidad absolutamente imprevista y extraordinaria podía haber ocurrido entre el momento en que se separó de su padre y el instante en que, atraído por sus gritos, volvió corriendo al claro? Había sido algo terrible y mortal, pero ¿qué? ¿Podrían mis instintos médicos deducir algo de la índole de las heridas? Tiré de la campanilla y pedí que me trajeran el periódico semanal del condado, que contenía una crónica textual de la investigación. En la declaración del forense se afirmaba que el tercio posterior del parietal izquierdo y la mitad izquierda del occipital habían sido fracturados por un fuerte golpe asestado con un objeto romo. Señalé el lugar en mi propia cabeza. Evidentemente, aquel golpe tenía que haberse asestado por detrás. Hasta cierto punto, aquello favorecía al acusado, ya que cuando se le vio discutiendo con su padre ambos estaban frente a frente. Aun así, no significaba gran cosa, ya que el padre podía haberse vuelto de espaldas antes de recibir el golpe. De todas maneras, quizá valiera la pena llamar la atención de Holmes sobre el detalle. Luego teníamos la curiosa alusión del moribundo a una rata. ¿Qué podía significar aquello? No podía tratarse de un delirio. Un hombre que ha recibido un golpe mortal no suele delirar. No, lo más probable era que estuviera intentando explicar lo que le había ocurrido. Pero ¿qué podía querer decir? Me devané los sesos en busca de una posible explicación. Y luego estaba también el asunto de la prenda gris que había visto el joven McCarthy. De ser cierto aquello, el asesino debía haber perdido al huir alguna prenda de vestir, probablemente su gabán, y había tenido la sangre fría de volver a recuperarla en el mismo instante en que el hijo se arrodillaba, vuelto de espaldas, a menos de doce pasos. ¡Qué maraña de misterios e improbabilidades era todo el asunto! No me extrañaba la opinión de Lestrade, a pesar de lo cual tenía tanta fe en la perspicacia de Sherlock Holmes que no perdía las esperanzas, en vista de que todos los nuevos datos parecían reforzar su convencimiento de la inocencia del joven McCarthy.
Era ya tarde cuando regresó Sherlock Holmes. Venía solo, ya que Lestrade se alojaba en el pueblo.
—El barómetro continúa muy alto —comentó mientras se sentaba—. Es importante que no llueva hasta que hayamos podido examinar el lugar de los hechos. Por otra parte, para un trabajito como ese uno tiene que estar en plena forma y bien despierto, y no quiero hacerlo estando fatigado por un largo viaje. He visto al joven McCarthy.
—¿Y qué ha sacado de él?
—Nada.
—¿No pudo arrojar ninguna luz?
—Absolutamente ninguna. En algún momento me sentí inclinado a pensar que él sabía quién lo había hecho y estaba encubriéndolo o encubriéndola, pero ahora estoy convencido de que está tan a oscuras como todos los demás. No es un muchacho demasiado perspicaz, aunque sí bien parecido y yo diría que de corazón noble.
—No puedo admirar sus gustos —comenté—, si es verdad eso de que se negaba a casarse con una joven tan encantadora como esta señorita Turner.
—Ah, detrás de eso hay una historia bastante triste. El tipo la quiere con locura, con desesperación, pero hace unos años, cuando no era más que un mozalbete, y antes de conocerla bien a ella, porque la chica había pasado cinco años en un internado, ¿no va el muy idiota y se deja atrapar por una camarera de Bristol, y se casa con ella en el juzgado? Nadie sabe una palabra del asunto, pero puede usted imaginar lo enloquecedor que tiene que ser para él que le recriminen por no hacer algo que daría los ojos por hacer, pero que sabe que es absolutamente imposible. Fue uno de esos arrebatos de locura lo que le hizo levantar las manos cuando su padre, en su última conversación, le seguía insistiendo en que le propusiera matrimonio a la señorita Turner. Por otra parte, carece de medios económicos propios y su padre, que era en todos los aspectos un hombre muy duro, le habría repudiado por completo si se hubiera enterado de la verdad. Con esta esposa camarera es con la que pasó los últimos tres días en Bristol, sin que su padre supiera dónde estaba. Acuérdese de este detalle. Es importante. Sin embargo, no hay mal que por bien no venga, ya que la camarera, al enterarse por los periódicos de que el chico se ha metido en un grave aprieto y es posible que lo ahorquen, ha roto con él y le ha escrito comunicándole que ya tiene un marido en los astilleros Bermudas, de modo que no existe un verdadero vínculo entre ellos. Creo que esta noticia ha bastado para consolar al joven McCarthy de todo lo que ha sufrido.
—Pero si él es inocente, entonces, ¿quién lo hizo?
—Eso: ¿Quién? Quiero llamar su atención muy concretamente hacia dos detalles. El primero, que el hombre asesinado tenía una cita con alguien en el estanque, y que este alguien no podía ser su hijo, porque el hijo estaba fuera y él no sabía cuándo iba a regresar. El segundo, que a la víctima se le oyó gritar cuii, aunque aún no sabía que su hijo había regresado. Estos son los puntos cruciales de los que depende el caso. Y ahora, si no le importa, hablemos de George