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a darme el gustazo de...

      Holmes dio dos pasos rápidos hacia el látigo, pero antes que pudiera echarle mano resonó en la escalera el ruido de unos pasos desatinados, se cerró con un golpe estrepitoso la pesada puerta del vestíbulo, y pudimos ver por la ventana al señor James Windibank, que corría calle adelante a todo lo que daban sus piernas.

      —¡Ahí va un hombre que hace sus canalladas a sangre fría! —exclamó Holmes riéndose, al mismo tiempo que se dejaba caer otra vez en su sillón—. El individuo ese irá subiendo de categoría en sus crímenes, y terminará cometiendo alguno muy grave, que lo llevará a la horca. Desde algunos puntos de vista, no ha estado el caso actual desprovisto por completo de interés.

      —Todavía no veo totalmente las etapas de su razonamiento —le hice notar yo.

      —Pues verá usted, era evidente desde el principio que este señor Hosmer Angel tenía que tener alguna finalidad importante para su extraña conducta, y también lo era el que la única persona que de verdad salía ganando con el incidente, hasta donde yo podía ver, era el padrastro. También resultaba elocuente el que nunca coincidiesen los dos hombres, sino que uno se presentaba siempre cuando el otro se hallaba ausente. También teníamos los detalles de los cristales de color y lo raro de la manera de hablar, cosas que apuntaban hacia un disfraz, lo mismo que el poblado bigote. Mis sospechas se vieron confirmadas por el detalle característico de escribir la firma a máquina, porque se deducía de ello que la letra le era familiar a la joven, y que esta la identificaría por poco que él escribiese a mano. Comprenda usted que todos estos hechos aislados, unidos a otros muchos más secundarios, coincidían en apuntar en la misma dirección.

      —¿Y cómo se las arregló usted para comprobarlos?

      —Una vez localizado mi hombre, resultaba fácil conseguir la confirmación. Yo sabía con qué casa comercial trabajaba este hombre. Examinando la descripción impresa, eliminé todo aquello que podía ser consecuencia de un disfraz: las patillas, los cristales, la voz, y la envié a la casa en cuestión, pidiéndoles que me comunicasen si correspondía a la descripción de alguno de sus viajantes. Me había fijado ya en las características de la máquina de escribir y envié una carta a nuestro hombre, dirigida a su lugar de trabajo, preguntándole si podría presentarse aquí. Su respuesta, tal y como yo había esperado, estaba escrita a máquina, y en ella se advertían los mismos defectos triviales pero característicos de la máquina. Por el mismo correo me llegó una carta de Westhouse and Marbank, de Fenchurch Street, comunicándome que la descripción respondía en todos sus detalles a la de su empleado James Windibank. Voilà tout!

      —¿Y la señorita Sutherland?

      —Si yo se lo cuento a ella, no me creerá. Recuerde usted el viejo proverbio persa: “Es peligroso quitar su cachorro a un tigre, y también es peligroso arrebatar a una mujer una ilusión.” Hay en Hafiz tanto buen sentido como en Horacio, e igual conocimiento del mundo.

      El misterio de Boscombe Valley

      Estábamos una mañana desayunando mi esposa y yo cuando la doncella trajo un telegrama. Era de Sherlock Holmes y decía lo siguiente:

      “¿Tiene un par de días libres? He sido telegrafiado desde el oeste de Inglaterra a propósito de la tragedia de Boscombe Valley. Me encantaría que usted me acompañase. Atmósfera y paisaje perfectos. Salgo de Paddington en el tren de las 11.15”.

      —¿Qué dices a esto, querido? —preguntó mi esposa, mirándome directamente—. ¿Vas a ir?

      —No sé qué decir. Tengo una lista de pacientes bastante larga en estos momentos.

      —¡Bah! Anstruther se encargará de ellos. Se te ve un poco pálido últimamente. El cambio te sentará bien, y siempre te han interesado mucho los casos del señor Sherlock Holmes.

      —Sería un desagradecido si no me interesaran, en vista de lo que he ganado con uno solo de ellos —respondí—. Pero si voy a ir, tendré que hacer el equipaje ahora mismo, porque solo me queda media hora.

      Mi experiencia en la campaña de Afganistán me había convertido, por lo menos, en un viajero rápido y dispuesto. Mis necesidades eran pocas y sencillas, de modo que, en menos de la mitad del tiempo mencionado, ya estaba en un coche de alquiler con mi maleta, rodando en dirección a la estación de Paddington. Sherlock Holmes paseaba andén arriba y andén abajo, y su alta y sombría figura parecía aún más alta y sombría a causa de su largo capote gris de viaje y su ajustada gorra de paño.

      —Ha sido usted verdaderamente amable al venir, Watson —dijo—. Para mí es considerablemente mejor tener al lado a alguien de quien fiarme por completo. La ayuda local o no vale para nada o está influida. Coja usted los dos asientos del rincón y yo sacaré los billetes.

      Teníamos todo el compartimento para nosotros, si no contamos un inmenso montón de papeles que Holmes había traído consigo. Estuvo hojeándolos y leyéndolos, con intervalos dedicados a tomar notas y a meditar, hasta que dejamos atrás Reading. Entonces hizo de pronto con todos ellos una bola gigantesca y la tiró a la rejilla de los equipajes.

      —¿Ha leído algo acerca del caso? —preguntó.

      —Ni una palabra. No he leído un periódico en varios días.

      —La prensa de Londres no ha publicado relatos muy completos. Acabo de repasar todos los periódicos recientes a fin de hacerme con los detalles. Por lo que he visto, parece tratarse de uno de esos casos sencillos que resultan extraordinariamente difíciles.

      —Eso suena un poco a paradoja.

      —Pero es una gran verdad. Lo que se sale de lo corriente constituye, casi siempre, una pista. Cuanto más anodino y vulgar es un crimen, más difícil resulta resolverlo. Sin embargo, en este caso parece haber pruebas de peso contra el hijo del asesinado.

      —Entonces, ¿se trata de un asesinato?

      —Bueno, eso se supone. Yo no aceptaré nada como seguro hasta que haya tenido ocasión de echar un vistazo en persona. Voy a explicarle en pocas palabras la situación, tal y como yo la he entendido.

      »Boscombe Valley es un distrito rural de Herefordshire, situado no muy lejos de Ross. El mayor terrateniente de la zona es un tal John Turner, que hizo fortuna en Australia y regresó a su país natal hace algunos años. Una de las granjas de su propiedad, la de Hatherley, la tenía arrendada al señor Charles McCarthy, otro ex australiano. Los dos se habían conocido en las colonias, por lo que no tiene nada de raro que cuando vinieron a establecerse aquí procuraran estar lo más cerca posible uno del otro. Según parece, Turner era el más rico de los dos, así que McCarthy se convirtió en arrendatario suyo, pero al parecer seguían tratándose en términos de absoluta igualdad y se los veía mucho juntos. McCarthy tenía un hijo, un muchacho de dieciocho años, y Turner tenía una hija única de la misma edad, pero a ninguno de los dos les vivía la esposa. Parece que evitaban el trato con las familias inglesas de los alrededores y que llevaban una vida retirada, aunque los dos McCarthy eran aficionados al deporte y se los veía con frecuencia en las carreras de la zona. McCarthy tenía dos sirvientes: un hombre y una muchacha. Turner disponía de una servidumbre considerable, por lo menos media docena. Esto es todo lo que he podido averiguar sobre las familias. Pasemos ahora a los hechos.

      »El 3 de junio —es decir, el lunes pasado—, McCarthy salió de su casa de Hatherley a eso de la tres de la tarde, y fue caminando hasta el estanque de Boscombe, una especie de laguito formado por un ensanchamiento del arroyo que corre por el valle de Boscombe. Por la mañana había estado en Ross con su criado y le había dicho que tenía que darse prisa porque a las tres tenía una cita importante. Una cita de la que no regresó vivo.

      »Desde la casa de Hatherley hasta el estanque de Boscombe hay como un cuarto de milla, y dos personas le vieron pasar por ese terreno. Una fue una anciana, cuyo nombre no se menciona, y la otra fue William Crowder, un guarda de caza que está al servicio del señor Turner. Los dos testigos aseguran que el señor McCarthy iba caminando solo. El guarda añade que a los pocos minutos de haber visto pasar al señor McCarthy vio pasar a su hijo en la misma dirección, con una escopeta bajo el brazo. En su opinión,