No hay en el mundo más deprimente panorama que el que se ve desde la vertiente norteña de la Sierra Blanca. Los grandes llanos se extienden hasta perderse de vista, como manchones de polvo alcalino cortados por matas de raquíticos chaparrales. Una larga cadena de picos de montañas se alza en el último límite del horizonte, con sus cimas abruptas cubiertas de nieve. No hay señales de vida en aquella gran extensión de tierra, ni nada que con la vida tenga relación. No cruza un pájaro por el firmamento, de un azul de acero, ni se observa movimiento de ninguna clase en el suelo, gris y monótono; y, por encima de todo, el silencio más absoluto.
He comentado que no hay nada cercano a la vida en la extensa llanura. Pero eso está lejos de ser verdad. Mirando desde Sierra Blanca, se descubre un sendero que va serpenteando por el desierto hasta perderse de vista en la lejanía. Está señalado con surcos de ruedas y trillado por los pies de muchos aventureros. Se ven aquí y allá, desperdigadas, unas cosas blancas que brillan al sol y que resaltan sobre el color apagado de los yacimientos de álcali. ¡Vengan a examinar aquello! Son osamentas: unas grandes y toscas, otras más pequeñas y más delicadas. Aquellas son de bueyes, y estas, de hombres. Se puede seguir en una distancia de mil quinientas millas ese espantoso camino de caravanas guiándose por los restos desperdigados de los que cayeron a la vera del camino.
El día 4 de mayo de 1847, un solitario viajero contemplaba desde lo alto este mismo panorama. Por su aspecto habría podido tomársele por el genio o demonio mismo de aquella región. Quien lo hubiese estado mirando se habría visto en dificultades para afirmar si andaba más cerca de los cuarenta que de los sesenta años. Su rostro era enjuto y macilento, con la piel apergaminada recubriendo con tirantez el pronunciado armazón de los huesos; sus ojos, hundidos, ardían con un brillo nada natural; su barba y su cabellera, largas y de color castaño, estaban veteadas y salpicadas de blanco, y la mano que empuñaba el rifle tenía muy poca más carnosidad que la de un esqueleto. Tuvo que echar el cuerpo hacia adelante buscando apoyo en el arma, aunque su elevada estatura y su macizo armazón óseo delataban una constitución física fuerte, flexible y vigorosa. Sin embargo, la flaqueza de su cara, y las ropas, que colgaban flojísimas sobre sus acorchados miembros, decían a voz en grito qué era lo que le daba aquella apariencia senil y decrépita. El hombre aquel se moría, se moría de hambre y de sed.
Había avanzado penosamente por una quebrada, trepando después a la pequeña altura, con la vaga esperanza de descubrir algún indicio de agua. Y veía ante sus ojos la gran llanura salada que se extendía hasta el lejano cinturón de abruptas montañas, sin que por parte alguna apareciesen una planta o un árbol que mostrasen la existencia de agua. No había en todo el ancho panorama un rayo de esperanza. Miraba hacia el Norte, el Este y el Oeste con ojos desatinados e interrogadores, hasta que comprendió que sus andanzas habían llegado a su fin y que iba a morir allí, sobre aquel árido risco.
—¿Qué más da aquí que en un lecho de plumas dentro de veinte años? —murmuró entre dientes, sentándose al cobijo de un peñasco.
Pero antes de sentarse había dejado en el suelo el inútil rifle y también un hato voluminoso envuelto en un mantón gris, que había traído colgado del hombro derecho. Era, por lo visto, excesivamente pesado para sus fuerzas, porque, al descargarse del mismo, cayó al suelo con alguna violencia. Salió instantáneamente del envoltorio gris un leve gemido, y surgió del mismo una carita asustada, de ojos oscuros y brillantes, y también surgieron dos puños pequeñitos, regordetes y pecosos.
—Me ha hecho usted daño —dijo en tono de reproche una voz infantil.
—¿De verdad? —contestó el hombre en tono pesaroso—. No fue mi intención.
Apenas dicho esto, abrió el mantón gris y extrajo del mismo una linda niña de unos cinco años de edad, cuyos elegantes zapatitos, vestido rosa galano y delantalito de lienzo pregonaban los cuidados maternales. La niña estaba pálida y descolorida, pero lo sano de sus brazos y piernas demostraba que había sufrido menos que su acompañante.
—¿Cómo te sientes ahora? —preguntó él con ansiedad, porque la niña seguía restregándose la mata de rizos blondos que le cubría la parte posterior de la cabeza.
—Bésame ahí para que se me pase —dijo, muy seria, la niña levantando hacia él la parte dolorida—. Eso es lo que solía hacer mamá... ¿Dónde está mamá?
—Se marchó, pero creo que la verás antes que pase mucho tiempo.
—Así que se marchó, ¿eh? —dijo la niña—. ¡Qué raro que no se despidiese de mí! Lo hacía casi siempre, aunque solo tuviese que salir para tomar el té en casa de la tía, y ahora lleva ya tres días ausente... ¡Qué espantosamente seco está todo esto! ¿Verdad? ¿Y no hay agua ni nada que comer?
—No, corazón; no hay nada. Tendrás que tener paciencia algún tiempo, pero después todo irá perfectamente. Coloca tu cabeza junto a mí y te sentirás más valiente. No es cosa fácil el hablar cuando se tienen los labios como el cuero, pero creo que lo mejor es que te diga a qué punto han llegado las cosas. ¿Qué es eso que has cogido?
—Son unas cosas muy lindas, muy bonitas —exclamó la niña con entusiasmo mostrando dos brillantes fragmentos de mica—. Cuando regresemos a casa se los regalaré a mi hermano Bob.
—Muy pronto verás cosas mucho más lindas —le dijo el hombre con aplomo—. Espera un poco. Lo que yo iba a decirte era... ¿Recuerdas cuando nos apartamos del río?
—¡Claro que sí!
—Pues verás: calculábamos encontrar pronto otro río. Pero o la brújula o el mapa no estaban bien, lo que fuese, porque no dimos con él. Se nos acabó el agua, menos unas gotas para las personas como tú, y... y...
—Y ya no pudo usted lavarse —le interrumpió con gravedad su compañera, alzando la mirada hacia su cara mugrienta.
—No, ni beber tampoco. Y el primero en irse fue el señor Bender, y después el indio Pete, y después la señora McGregor, y después Johnny Hones, y después, cariño, tu madre.
—Entonces, también mamá está muerta —gimió la nena, dejando caer la cara sobre el delantal y sollozando amargamente.
—Sí, todos se fueron, menos tú y yo. Entonces se me ocurrió que quizás encontrase agua en esta dirección, te colgué de mi hombro, y caminamos juntos, a pie. Por lo visto, nada hemos ganado con ello. ¡Ya solo queda para nosotros una probabilidad infinitamente pequeña!
—¿Usted quiere decir que también nosotros vamos a morir? —preguntó la niña, conteniendo los sollozos y alzando su cara manchada de lágrimas.
—Estoy sospechando que sí, más o menos.
—¿Y por qué no lo dijo antes? —exclamó la niña, con risa jubilosa—. ¡Me asustó usted! Ahora, como es natural, cuando estemos muertos volveremos a reunirnos con mamá.
—Tú sí, corazón.
—Y usted también. Yo le contaré a ella lo buenísimo que ha sido usted conmigo. Apuesto que sale a recibirnos a la puerta del cielo con un gran jarro de agua, un montón de pasteles de alforfón, calentitos y tostados por las dos caras, que tanto nos gustan a Bob y a mí... ¿Tardará mucho eso?
—Lo ignoro. No, no tardará mucho.
El hombre tenía fija la mirada en la línea norte del horizonte. Habían aparecido en la bóveda azul del firmamento tres pequeñas manchitas que iban aumentando de tamaño a cada instante, de tan grande que era la velocidad con que se acercaban. Las manchas se convirtieron rápidamente en tres grandes pajarracos pardos, que dibujaron círculos por encima de las cabezas de los dos caminantes y acabaron posándose en unas rocas desde las que podían observarlos. Eran busardos,