»—No lo sé —me contestó.
»—¿Que no lo sabe usted?
»—No, porque tiene un llavín y entra sin llamar.
»—¿Fue después que ustedes se acostaron?
»—Sí.
»—¿Y a qué hora lo hicieron?
»—A eso de las once.
»—¿De modo que su hijo faltó por lo menos dos horas?
»—Sí.
»—¿Y quizá cuatro o cinco?
»—Sí.
»—¿Y qué estuvo haciendo en todo ese tiempo?
»—Lo ignoro —me contestó, y perdió hasta el color de los labios.
»—Claro que después de esto no quedaba por hacer más que una cosa. Averigüé dónde estaba el teniente Charpentier, me hice acompañar de dos agentes y lo detuve. Cuando le di un golpecito en el hombro conminándole a que nos acompañase, tranquilamente nos contestó con la mayor imperturbabilidad: “Supongo que me detienen en relación con la muerte de ese canalla de Drebber.” Nosotros no le habíamos dicho una sola palabra del asunto, por lo que esa alusión al mismo resultaba por demás sospechosa.»
—Muchísimo —dijo Holmes.
—Aún llevaba con él la pesada garrota con la que, según explicó su madre, había salido en pos de Drebber. Era una gruesa tranca de roble.
—¿Y cuál es, según eso, la hipótesis de usted?
—Que siguió a Drebber hasta la carretera de Brixton. Una vez allí, se enzarzaron otra vez en un altercado, y Drebber recibió en el curso de este un garrotazo, quizá en la boca del estómago, que lo mató sin dejar señal del golpe. La noche era tan lluviosa, que no andaba nadie por allí, y entonces Charpentier arrastró el cadáver de su víctima hasta el interior de la casa deshabitada. La vela, la sangre, la inscripción en la pared y el anillo bien pudieran ser otros tantos ardides para lanzar a la policía hacia una pista falsa.
—¡Magnífico trabajo! —dijo Holmes con voz alentadora—. La verdad sea dicha, Gregson: progresa usted. Todavía llegaremos a hacer de usted algo importante.
—Me enorgullezco de haber llevado la cosa limpiamente —contestó el detective con orgullo—. El joven hizo voluntariamente la declaración de que, cuando llevaba un rato siguiendo a Drebber, este se dio cuenta de ello, y tomó un coche para huir de él. Cuando regresaba a casa, tropezó con un antiguo camarada de a bordo y dieron un gran paseo. Al preguntarle que dónde vivía ese antiguo camarada de a bordo, no supo dar una contestación satisfactoria. Creo que todo encaja perfectamente. Lo que a mí me divierte es el pensar en Lestrade, que salió tras una pista falsa. Me temo que no irá lejos, pero ¡por Júpiter!, que aquí tenemos a nuestro hombre.
En efecto, era Lestrade, quien, mientras hablábamos, había subido por las escaleras y entraba ahora en la habitación. Sin embargo, no se observaban ahora en él la viveza y el garbo que constituían, por lo general, un rasgo distintivo en sus maneras y en su vestir. En su cara se advertían la turbación y el desconcierto, y traía las ropas desarregladas y sucias. Parecía evidente que venía con el propósito de consultar con Sherlock Holmes, porque la presencia de su colega lo llenó de embarazo y cortedad. Se quedó de pie en el centro de la habitación, manoseando nerviosamente el sombrero y sin saber qué hacer. Por último, dijo:
—Este caso es de los más extraordinarios. Sí, es un asunto de lo más incomprensible.
—¿De modo, señor Lestrade, que se ha convencido de ello? —exclamó Gregson con acento de triunfo—. Ya pensaba yo que llegaría usted a esa conclusión. ¿Consiguió dar con el paradero del señor Joseph Stangerson, el secretario?
—El secretario Joseph Stangerson —respondió con severidad Lestrade— fue asesinado hoy por la mañana, aproximadamente a las seis, en el Hotel Reservado de Halliday.
Capítulo VII:
Una luz en la oscuridad
Los tres nos quedamos sin habla con la inesperada noticia con que nos saludaba Lestrade. Gregson saltó de su sillón, volcando el vaso con los restos de whisky y agua. Miré absorto a Sherlock Holmes, que apretaba la boca y contraía las cejas con los ojos medio cerrados.
—¡También Stangerson! —masculló—. La intriga se hace cada vez más oscura.
—Ya lo era bastante sin esto —gruñó Lestrade, echando mano a una silla—. Por lo que veo, he caído en algo así como un consejo de guerra.
—¿Está usted... está usted seguro de esa noticia? —tartamudeó Gregson.
—Vengo directamente de su habitación —dijo Lestrade—, y fui yo el primero en descubrir lo que había ocurrido.
—Gregson nos había estado exponiendo su punto de vista del problema —hizo notar Holmes—. ¿Tendría usted inconveniente en relatarnos lo que usted ha visto y ha hecho?
—No tengo problema alguno —contestó Lestrade, sentándose—. Confieso con franqueza que yo pensaba que Stangerson tenía algo que ver en la muerte de Drebber. Este nuevo giro que han tomado las cosas me ha venido a demostrar que estaba en un completo error. Poseído por completo por esta idea, me puse a la tarea de averiguar el paradero del secretario. Habían sido vistos juntos en la estación de Euston, a eso de las ocho y media, la noche del día tres. Drebber fue encontrado en la carretera de Brixton a las dos de la madrugada. La cuestión que se me planteaba era la de descubrir en qué había pasado su tiempo Stangerson entre las ocho treinta y la hora del crimen, y qué había sido de él después de esa hora. Telegrafié a Liverpool dándoles una descripción de nuestro hombre y ordenándoles que vigilasen los barcos norteamericanos. Acto seguido me puse a la tarea de visitar todos los hoteles y pensiones de las proximidades de Euston. Yo razonaba así: si Drebber y su compañero se han separado, lo natural es que este último se hospede en los alrededores para pasar la noche y que a la mañana siguiente merodee por la estación.
—Lo probable era que se hubiesen dado cita de antemano en un lugar concreto —hizo notar Holmes.
—Eso es lo que debió de ocurrir. Me pasé toda la tarde de ayer investigando, sin resultado alguno. Reanudé la tarea esta mañana muy temprano, y a las ocho llegué al Hotel Reservado de Halliday, en la calle de Little George. Al preguntar si se hospedaba allí un señor Stangerson, me contestaron afirmativamente en el acto.
»—Es usted, sin duda, el caballero a quien él espera —me dijeron—. Lleva dos días esperando a un caballero.
»—¿Dónde está ahora? —le pregunté.
»—Arriba, acostado. Encargó que se le despertara a las nueve.
»—Subiré, porque quiero hablar con él en seguida —contesté.
»Lo hice en la creencia de que mi súbita aparición quizá lo pusiese nervioso y lo llevase a decir algo antes de ponerse en guardia. El botones se ofreció a llevarme hasta la habitación. Esta se hallaba en el segundo piso, y había que andar un pequeño pasillo para llegar hasta ella. El botones me indicó cuál era la puerta, y ya se disponía a marchar escaleras abajo cuando vi algo que, a pesar de mis veinte años de experiencia, hizo que me sintiese mal. Una pequeña cinta roja de sangre se abarquillaba, saliendo por debajo de la puerta; había cruzado en líneas sinuosas el pasillo y formaba un pequeño charco a lo largo de la orla de la pared de enfrente. Di un grito, que hizo retroceder al botones. Casi se desmayó al ver aquello. La puerta estaba cerrada por dentro, pero arrimamos a ella los hombros y la derribamos. La ventana de la habitación estaba abierta, y junto a ella, hecho un ovillo, yacía el cadáver de un hombre en camisa de dormir. Estaba muerto y así debía llevar bastante tiempo, porque tenía los miembros rígidos y fríos. Al ponerlo boca arriba, el botones lo identificó en el acto como el mismo caballero que había alquilado la habitación